“Hay parejas que se conocen y a los dos meses están conviviendo juntos.Todo se puede leer como una sucesión de cables de una agencia de noticias: se conocen, se enamoran al extremo, ella se instala en la casa de él de un día para otro, encuentran formas propias de la convivencia y de la felicidad, cocinan platos raros, fuman porro, toman vino blanco, todas las noches se pelean y se reconcilian, con el tiempo las peleas son cada vez más largas y más crudas y las reconciliaciones son inolvidables; planean viajes a Europa, cruzar América en auto o perderse en el sudoeste asiático; miran programas de chimentos comiendo comida chatarra, salen a buscar helado a las tres de la mañana, se despiertan al mediodía; arman reuniones, fiestas; viven al ritmo exacto de su edad, su vida es un catálogo de maravillas, la velocidad parece salvarlos de la alquimia lenta de la erosión. Entienden el amor como el extremo de las pasiones. Hasta que un día todo se acaba. Sucede rápido, con la misma falta de razones visibles con la que empezó”, escribe el narrador de Un reino demasiado breve, el nuevo libro de Mauro Libertella. Y es justamente a partir de esa aparente invisibilidad que se va entretejiendo la trama en torno a la idea del primer amor, el fundacional, aquel que de un modo u otro podría llegar a determinar las relaciones futuras. Ahora bien, ¿qué momentos privilegia la memoria al evocar la experiencia del primer amor? Mauro Libertella impone el interrogante a partir de un gran trabajo con un narrador en tercera persona, distante y ligeramente irónico, al tiempo que pareciera querer reconstruir piedra por piedra los restos de la historia entre Florencia y Julián, dos adolescentes de 18 y 19 años que se conocieron en un encuentro previo a un viaje a Israel. “Cuando la conoció a Florencia era un flacucho que nunca había tenido novia y que se pasaba el día con sus amigos, algo ajeno a la política, a la farándula y a todo lo que confiere el sentido grupal a una época. Un muchacho sin importancia colectiva, exactamente un individuo”.
Si es cierto que al fin y a cabo el amor no es otra cosa que una cuestión de perspectiva, también lo es el hecho de estar regido por patrones culturales bien definidos. Es en esta instancia que se encuentra lo más original que tiene Un reino demasiado breve: el énfasis no está puesto en reunir una serie de experiencias únicas e irrepetibles alrededor del amor adolescente por más que todo sea nuevo –el sexo, las fiestas, los amigos compartidos– sino en algo mucho más profundo y complejo que alcanza el nivel de lo inefable: el conocimiento de uno mismo dado por el reflejo del otro en la promesa del amor. De modo que es en la ruptura del primer noviazgo donde Mauro Libertella inicia desde una mirada poética una novela de aprendizaje en el sentido más literal del término. “Julián pensaría años después que la relación con Florencia era insalvable porque tenía un techo claro y porque a partir de cierto punto de la historia se empezaron a interesar por cosas distintas”. Ahora las mujeres que se crucen en la vida de Julián le darán la sensación de estar acercándose cada vez más al esclarecimiento de una incógnita existencial. “¿Por qué, a partir de cierto momento, Julián ya no puede estar solo? ¿Qué extraña patología lo empuja a buscar una pareja casi inmediatamente?”. Si las mujeres en Un reino demasiado breve asumen por momentos una especie de puente tendido hacia un nivel profundo de saberes y conocimientos que le está vedado a Julián por sí mismo y solo accede a través de ellas, ahí está Laura como pura contingencia, un noviazgo que nace sin enamoramiento ni pasión, hecho para transcurrir más que para durar y sin embargo por medio de la inercia y la negación salta los días, proyecta y materializa viajes hasta que finalmente se acaba el combustible y es necesario reconocer la verdad. Surge la paradoja del amor. “Concluyó que sí, que justamente era intrincado lo que había pasado: se llevaban muy bien, no discutían, tenían cosas en común, pero a él no le gustaba y nunca lo expresó. Hizo un esfuerzo mayúsculo para que eso nunca se notara ni mínimamente, para que ella nunca se diera cuenta. ¿El motivo? La culpa. Es increíble cómo puede operar la culpa, atravesando extensiones de tiempo”. Por entonces, Julián rondará largamente la veintena, habrá conocido fugazmente otras mujeres, estudia en la facultad, escribe, asiste a fiestas y reuniones. El recuerdo de Florencia se mantiene íntegro como un faro en la nebulosa de sus recuerdos. ¿Su primer amor? ¿Qué condimentos debe tener una primera relación para que se impregne al tiempo con esa intensidad? Si Laura personifica una versión apolínea del amor aún falta la dionisíaca, dirían los antiguos. Una pasión desbordante, casi irracional capaz de mostrarte lo peor de sí mismo: los celos, por ejemplo. ¿Se esconderá el verdadero amor debajo de ese torrente de sentimientos exagerados? Por lo pronto hay que decir que ella se llama Ana y no se parece en nada a todas las mujeres que Julián conoció antes. “La pareja se cimentó sobre la repetición de una serie de rutinas. Ver películas, hablar de libros y de cosas de la facultad, hacer comentarios sobre la gente que conocían, cada tanto emborracharse, tener sexo. Pero sobre todo se construyó alrededor de una serie de ideas y de convicciones, como la sensación, por ejemplo, de que lo que hacían jamás era mediocre ni contenido. De que nunca especulaban”.
La relación con Ana será un punto de inflexión para la madurez emocional de Julián, o por lo menos un gran aprendizaje de cara a un esperado reencuentro que se dará recién hacia el final para darle un giro notable a la historia. Un reino demasiado breve asume la forma de un instante poético para reflexionar sobre el amor y sus imponderables, o como diría el poeta: que no sea eterno puesto que es llama, pero que sea infinito mientras dure.