Escribir en la cornisa de la democracia en torno a los cruces entre arte y política, sobre experiencias que desplegaron la inventiva al límite de sus posibilidades, puede sonar un ejercicio nostálgico, anacrónico o, al menos, inoportuno. ¿Tienen algo para decirnos las acciones producidas en el espacio público en los últimos cuarenta años? ¿Qué ebullición emerge aún de las cenizas de momentos históricos claves de nuestro país? ¿De qué modo esas prácticas ayudan a promover nuevas coordenadas de imaginación en este presente turbulento signado, nuevamente, por la pregunta del “para qué”, o las respuestas cínicas ante la desesperanza? Tal vez en el rumor de este pasado al que volvemos desorientadxs frente al fervor negacionista, vislumbremos formas de un futuro todavía abierto a la solidaridad y la rebeldía.
Los 80 fueron años sísmicos. Malvinas, el fin de la dictadura, la recuperación de la democracia y sus derrotas, la primavera cultural, volver a crear un espacio público entre ruinas, vigilancias y expectativas. Un tiempo que la Red Conceptualismos del Sur resumió con la poderosa idea de “perder la forma humana”. Una condición humana perdida en el terror y una apuesta a fisurar la individualidad a través de nuevos modos de estar-juntos, de sentir la piel del otrx en la propia piel. De lxs que estaban y de lxs que ya no. El Siluetazo, una propuesta inicialmente ideada por tres artistas (Flores, Kexel y Aguerreberry), luego en alianza con las Madres de Plaza de Mayo, invitó a ofrendar el propio cuerpo para contornear una silueta que evoque a unx desaparecidx. Las ausencias a escala, en su dimensión real, un unx a unx anónimx, sin nombre propio, cada presencia un otrx. Las siluetas –junto con las imágenes de manos y las máscaras blancas sobre los rostros manifestantes– se enlazaron a los pañuelos, las fotos en pecho, las pancartas y las banderas para diversificar, desde el activismo artístico, las matrices iconográficas del movimiento de Derechos Humanos.
El aparecer de los 80 también significó producir aperturas micropolíticas desde el cuerpo, la sexualidad y el erotismo. La construcción de comunidades de micro-resistencias contra los disciplinamientos (individuales y sociales) atravesaron los modos de experimentación conjunta y tejieron afinidades colectivas. Hacer con nada, hacer con desechos o hacer porque sí se volvieron formas imprescindibles de activistas y artistas que habitaron el engrudo de los sótanos y espacios públicos. Casas y edificios tomados, galpones derruidos transformados en teatros y centros culturales o la realización de muestras conjuntas como La Kermesse o Mitominas I –ambas en 1986, en el entonces CCCBA, actual Recoleta–, marcaron el rejunte. Allí se dieron cita un sinfín de personas para construir una festividad también atravesada por su contracara: la melancolía, el desencanto ante las políticas de impunidad y la inminente crisis del SIDA de fines de la década, al que le seguiría la fiesta para unos pocos de la pizza con champagne menemista –que hoy desempolva sus siniestras promesas de felicidad consumista.
El desguace neoliberal y la impunidad genocida se encontraron en los 90’ con una capacidad de invención social, de creatividad colectiva y de beligerancia popular que permitieron no sólo idear innovadores repertorios de protesta sino formas de vida audaces y sensibles para atravesar la crisis económica y social devastadora. Si no hay justicia, hay escrache una de las consignas de la época anunciaba un nuevo modo de codificar la demanda de justicia. Esta vez focalizando en los victimarios que ahora eran perseguidos y develados en su propio territorio vecinal a través de performances irónicas, carteles, banderas, bombas de pintura, y acoplados que transportaban a lxs hijxs de la generación arrasada por el genocidio. Los carteles viales del Grupo de Arte Callejero marcando un ex Centro Clandestino de Detención, señalando los sitios de los vuelos de la muerte o la proximidad del domicilio de un genocida son claras postales activistas desde el centro del país. Las paredes rosarinas invadidas con gigantes stencils de Robocop, que diseñó Arte en la Kalle junto a diferentes organizaciones locales para denunciar el operativo de saturación policial y la violencia institucional en democracia, aportan otras imágenes desde el interior. También, el deambular de once mujeres vestidas con bolsas de basura negra y la cabeza cubierta por una media cancán que portaban en su espalda una letra blanca y que al juntarse formaban un gran cartel humano con la palabra PRIVATIZADO. Así señalaban el despojo en la ciudad de Córdoba de diferentes edificios públicos desguazados y regalados a unas pocas manos. En septiembre del 2001 un satírico supermercado que liquidaba por cierre a la Universidad Nacional de Rosario fue otra afrenta a la mercantilización sin tope. Un mes después, una mesa tendida de 55 metros de largo con platos vacíos frente al poder legislativo cordobés y la invitación a la escritura disparada desde la frase yo me pregunto.loqueros/Si no es ahora.../¿cuándo se pierde el juicio? prefiguraban lo que vendría.
Cacerolas de ahorristas estafadxs, piquetes de aguerridas organizaciones sociales, fábricas recuperadas, clubes de trueque, ollas populares, tomas de universidades y tierras, docentes, estudiantes y jubilados en lucha fueron la antesala de la insurrección popular del 2001. Al Piquete y cacerola la lucha es una sola le correspondió un precioso tiempo de esplendor del activismo artístico argentino. Un enorme inodoro con un joven caracterizado de cordero defecando en público –ideado por el colectivo Etcétera– y colas de ciudadanxs acercando su excremento o el de sus familiares, amigxs y mascotas a la puerta del Congreso Nacional a inicios del año 2002 sintetizaron a través del “Mierdazo” la crisis de representación política y el hartazgo social.
Desde Ludueña, un barrio azotado duramente en esos años, la ciudad de Rosario se invadió de ángeles de la bicicleta y hormigas que gritaban Pocho Vive. La lucha sigue en alusión al militante social Claudio “Pocho Lepratti”. Denunciaban la atroz represión de aquel 19 y 20 de diciembre, exigían justicia por lxs muertxs del pueblo y construían una imaginería y un tipo de organización popular que, desde la fiesta Carnestolendas como hito de la resurrección, confrontó la finitud del atroz asesinato policial. El cambio de nombre a la estación Avellaneda y su apropiación como un espacio de la cultura popular junto a la poderosa simbología en torno a la Masacre dieron encarnadura a esa primera consigna que con tanto deseo como desencanto rezaba Darío y Maxi. No están solos. O el encendido cántico que coreaba con digna rabia la sangre de los caídos se rebeló, ya vas a ver las balas que nos tiraste van a volver.
Post crisis del 2001, con el agudizamiento de la feminización de la pobreza, la mira puesta en la responsabilidad sobre los cuidados, la violencia sexista y la persecución policial sobre cuerpos feminizados y LGBTIQ, las luchas feministas ocuparon y transformaron los espacios de movilización masiva. En ese contexto, irrumpe Mujeres Públicas renovando los lenguajes y estrategias visuales, performáticas y comunicativas del movimiento. Su primera intervención Aborto. Escarpines. Todos con la misma aguja (2003) recuperaba el reclamo histórico por el derecho al aborto legal, seguro y gratuito y trazaría una nueva lengua política que comenzaría su andar en las calles interfiriendo tanto las formas rígidas del discurso feminista como las patriarcales del activismo artístico político de la época. Afiches e intervenciones callejeras fáciles de reproducir, copiar, fotocopiar, juegos lúdicos, refuncionalización de objetos cotidianos y utilización de la ironía y el humor marcarán esa lengua incómoda que también soplará desde el sur neuquino con el colectivo de lesbianas feministas Fugitivas del desierto y, años después, flameará en las remeras intervenidas de Serigrafistas queer. Tres constelaciones diferentes que desbordaron y desafiaron las narrativas estéticas cisheterosexistas.
En 2006, La Plata crispaba el escenario político nacional preguntando ¿Dónde está Julio López? Las pancartas del Colectivo Siempre, que tenían estampado su rostro con su típica gorra y signos de interrogación, nos recuerdan, en su multiplicación, que aún hoy no hay Nunca Más. Porque nos falta Julio, pero también porque la policía y las fuerzas de seguridad asesinan y desaparecen en democracia a jóvenes pobres de barrios populares, cada año en cada rincón del país. Como parte del mismo repertorio un gigante ¿A qué te podés acostumbrar? hecho por Surcos-Praxis junto a otros actores como la Mesa de Escrache Popular sobre el edificio de una facultad platense instaló la incomodidad con una democracia que tiene cada vez más deudas que haberes.
La persistencia y la novedad de las violencias actuales toman nuevos ribetes en el activismo contra la violencia letal en ciudades como Rosario, donde obras de teatro, pintadas, murales, happening caricaturizan a jueces que garantizan la impunidad policial, restituyen humanidad a lxs jóvenes matables -con trayectorias vitales no politizadas ergo no romantizables-, manufacturan un nuevo poder de verdad para sus madres y sus hermanas -que llevan a sus familiares impresxs en sus remeras como una nueva capa de la piel- y lxs convierten en dignos de memoria social. Prácticas estéticas contra la violencia letal que retoman para resignificar y conjurar la propia condición estética de la violencia, su enorme peso expresivo.
Hacia el 2015 la problematización social de la violencia se amplifica y marca un nuevo punto de inflexión en los activismos feministas tanto por su masividad como por la circulación y posterior apropiación colectiva intergeneracional. El lenguaje que se enunció contra los feminicidios bajo la consigna Ni una menos construyó una nueva gramática local que, en una primera instancia, estuvo atravesada por la retórica y las estéticas del luto, de la vestimenta negra, de la presentificación del cuerpo ausente como resignificación de las siluetas de desaparecidas y asesinadas. A partir de ese grito de hartazgo inicial se instituyeron acciones que no sólo transformaron la agenda clásica de demandas, sino que volvieron, una vez más, al cuerpo como vector de encuentro, como soporte político y estético de experimentación de la lucha material y la disposición afectiva para gritar en común vivas nos queremos o si nuestros cuerpos no valen produzcan sin nosotras.
La resignificación de las fechas de la agenda histórica feminista recuperó la vieja beligerancia de los cuerpos reunidos en las calles e impuso nuevos/viejos debates vinculados a las formas de la justicia, los vínculos con el Estado, la lengua y la retórica de la violencia cisheteropatriarcal. Del luto a la festividad masiva, del negro al verde y a la expansión sin precedentes de los pañuelazos por el derecho al aborto que, finalmente, se instituyó en ley a fines de ese tormentoso 2020. El mismo año en el que el país y el mundo atravesaban una crisis planetaria sin precedentes producida por el virus SARS-CoV-2 cuyas consecuencias en el entramado subjetivo apenas estamos vislumbrando. Demasiado para un cuerpo común, como anticipaban premonitoriamente organizaciones populares feministas en el cacerolazo contra el g20 de 2018.
La pandemia acentuó la pregunta por las condiciones de la habitabilidad. También invitó a invenciones no antropocéntricas del futuro. Marchas vivoreantes, acampes, caravanas náuticas, festivales, performances, “azos” ambientales, jornadas culturales, cortes de rutas, abrazos simbólicos al río, bicicletadas, proyectazos, escraches a los propietarios responsables de las quemas de tierra de las islas del Delta del Paraná, entre otras acciones, tuvieron cita desde 2020 en Rosario y Paraná.
En paralelo, a los pañuelos en disputa se sumaron manifestaciones con comparecencias patrias, guillotinas, bolsas negras mortuorias con nombres de líderes y referentes políticos y sociales del campo popular y familiares de genocidas o policías retomando la semiología manifestante del movimiento de Derechos Humanos marcando desplazamientos inesperados, expropiaciones, sabor a tiza, a ceniza, a derrota. Estas coreografías no deseadas en el espacio público y la auto-destrucción de nuestra casa común nos obligan, ahora, a preguntarnos qué formas de cuidados nos damos ante el avance mortal del extractivismo, de los proyectos negacionistas y de las derechas manifestantes.
Quizá al mirar atrás asomen destellos en torno a cómo volver a vivir juntxs, de una imaginación posible, todavía y aún, en las ruinas que deja el neoliberalismo. Quizá en el ardor que persiste en estas apariciones veamos un por-venir desde el cual trompear el nihilismo acuciante para que la empatía y la bronca no sean monopolio discursivo y estético de los negadores de nuestras existencias. Quizás nos ayuden a inventariar lo que está en peligro, lo que perdimos, lo que aún tenemos, lo que no nos podrán quitar, a fabular una vez más la democracia.