Los feminismos conforman un movimiento colectivo emancipatorio tanto como una teoría política que hicieron de la “libertad” una brújula en sus batallas y no un clisé o slogan (Eduardo Muller lo llamaría banalización lenguajera). Los feminismos son el movimiento histórico revolucionario cuya potencia se redefine ola tras ola, con vertientes transformadoras que reúnen una ganancia de lectura respecto de su propio pasado tanto como una nueva lectura de lxs enemigos a los que les toca enfrentarse.
Los feminismos llevan adelante --insisto-- un trabajo de lectura respecto de las opresiones interseccionales que la historia, siempre abierta y campo de batalla, como ha escrito Enzo Traverso, presenta bajo la forma inédita de nuevas encrucijadas.
Como psicoanalista feminista, desde esa doble pertenencia, escribo estas líneas, en el esfuerzo y la decisión de no retroceder ante esta nueva encrucijada, este escenario poselectoral y a poquísimos días de iniciar un nuevo ciclo, que ya se presenta siniestro y opresivo.
Como iba diciendo, cada encrucijada que nos ha tocado, por lo menos de las que a mí me ha tocado ser contemporánea y en alguna medida protagonista, nos ha exigido batallar por las palabras. Sí, de palabras quiero hablarles aunque parezca un lujo en momentos en los que se disputan materialidades decisivas para las vidas de tantos y tantos de nosotros. Porque sigue siendo también lo que se disputa, lo que está en juego y lo que formó parte de lo que llevó la elección al resultado ampliamente mayoritario que obtuvieron los libertarios.
En el pasado reciente vivimos la disputa por la palabra vida, en tiempos de militancia por el aborto legal, seguro y gratuito, el aborto como un derecho humano reconocido y garantizado para mujeres y cuerpos gestantes. No ha dejado de ser una batalla, aun lo sigue siendo. El lenguaje inclusivo también ha sido una batalla en términos de derechos que pugnan por su legitimidad y reconocimiento, como batalla por las palabras que serán capaces de nombrarnos a todes. Lo que ocurre es que el lenguaje está vivo tanto como están vivas y despabiladas las fuerzas que a la luz del día o en las sombras trabajan leyendo odios y amores, desesperaciones y hartazgos, para encontrar territorios en el presente para nuevas y también para antiguas disputas. La libertad ha sido y aún es una nueva palabra que nos estamos disputando en franca pulseada. No son movimientos emancipatorios los movimientos “libertarios”, no lo son, son movimientos conservadores y fascistas que, según nos están anoticiando con el diario de cada día, han llegado con nuevos nombres y viejas caras, al gobierno. Son amantes y partícipes de un genocidio reciente, los que se vistieron de “libertarios”. Todo lo que es capaz de lograr una palabra... apenas una palabra que ha sabido leer con lucidez, no con locura, la desesperación, la bronca y el hartazgo, tanto como ha sido capaz de movilizar odios y amores. Ninguna palabra gana una pulseada si no ha sido capaz de encarnar en alguna materialidad, en la carne y la sangre de quienes las habitamos.
Hace unas semanas, en otro escenario, el escenario en el que aún pugnábamos por cifrar alguna esperanza, junto a Ana Berezin escribimos dos artículos en este mismo medio (“No se llama locura, se llama fascismo” y “Los hijos del fascismo”). A partir de aquellos textos los debates continúan, porque invadidos por tantos estupores y afectos como estamos seguimos intentando comprender, pensar, revisar lo que ha pasado.
La palabra que permanece instalada y en disputa hoy es la palabra “locura”. Palabra que ha sido vapuleada, banalizada y utilizada para justificar y legitimar violencias varias.
No es locura, dijimos, sino cordura fascista. Hoy escribo para intentar seguir pensando. La palabra locura tiene historia en nuestro país. Tuvimos y tenemos a las “locas” de la plaza, las “locas” utopías que hicieron de lo inimaginable acontecimientos revolucionarios. Tenemos aún multitudes de mujeres que pelean día a día contra ese término, “locas”, que pone en duda sus testimonios y denuncias. El colectivo LGBTQ+ también conoce --y cuánto-- la medida de esa palabra, el alcance que ha tenido y tiene, en sus propias batallas. El sufrimiento psíquico nos merece total respeto, escribí junto a Ana y hoy repito, nos preocupa poder nombrar la violencia consciente y decidida, bien cuerda, de quienes se proponen y se entregan a la crueldad o que son indolentes, indiferentes ante ella.
No es locura tampoco lo que ha permitido y logrado que la palabra “libertad” y la presentación espectacular, histriónica y desbordada del hoy presidente electo, conduzcan y movilicen masas a legitimar el fascismo en las urnas de la democracia. Desde Freud en adelante, incluso Freud en la lectura de León Rozitchner, sabemos que las masas pueden sufrir influjos y entregarse a alienaciones, sumisiones y prometerse a la obediencia. En todo caso, diría que es fe fervorosa y religiosa, credulidad sin pruebas ni garantías como sólo la fe hace existir, la fe desesperada por hallar sentido ante todo tipo de derrumbes, esa que logra transformar fatalidades, desgracias y catástrofes en “pruebas”, “sacrificios” y castigos merecidos. No es casual que estemos asistiendo al surgimiento de un particular “colectivo”: “Los arrepentidos de Milei”, que lleva en su nombre la palabra arrepentimiento, heredera de la estirpe religiosa. Es la fe la que salvaguarda en alguna forma alguna esperanza, alguna justicia. Es la fe la que prescinde de motivos y razones, y se ampara en promesas, la promesa de alguna esperanza. “No va a hacer lo que dice”, esgrimían sus votantes. Estamos viviendo, por otra parte, días en que las palabras justifican atrocidades. Hoy, hoy mismo, la palabra “antisemitismo” recae incluso en quienes decimos “no en nuestro nombre” cuando se emprenden exterminios en nombre de las persecuciones y el holocausto padecido.
La fe mueve montañas, no hay dudas. No es locura, es religión, diría, digo, e insisto en que cuidemos las palabras. Es con palabras que damos batallas dignas y otras las sufrimos, las padecemos, nos las graban en la piel, en la carne y en la psique.
Los procesos psíquicos defensivos que los humanos empleamos para poder vivir sin estallar de sufrimiento son procesos defensivos normales, comunes, a veces terribles, a veces son indicador de lo que somos capaces de hacer frente a algún derrumbe, a veces nos salvan y luego también son capaces de hundirnos. El trabajo de pensar y de enfrentar conflictos nos empuja a abismos, nos mantiene a flote, nos rescata a veces, otras no.
Vamos a seguir disputando palabras. La historia es un campo de batalla, lo sepamos o no, vamos a seguir cuidando nuestras palabras e inventando las que hagan falta.
Hoy asistimos al gobierno que llega para privatizar y destruir lo estatal, para pervertirlo y mercantilizarlo, incluso convirtiéndolo en iglesia, porque el mercado es dios. Veremos si logran sacrificar nuestras vidas y futuros en nombre de esa creencia, veremos cuales luchas nos aguardan, veremos si podremos estar a la altura de ellas.
Lila María Feldman es psicoanalista y escritora.