Enrique Bunbury regresó a los escenarios porteños en la noche del martes último con una energía tan sólo comparable con la de estos días de borrasca. Es lo más cercano que se vio este año a una fiera enjaulada que ha recuperado su libertad. Pero sin perder los modales. El único desliz que protagonizó el español, en su escasa y dosificada perorata, fue cuando pidió disculpas por los errores que podía cometer en su performance a causa de la emoción. Justamente el sentimiento fue el motor de su show, y el público no dudó en subirse a esa calesita desbordada de energía. Si la vuelta de The Cure a fines de noviembre sirvió de broncodilatador para el clima de temor casi nihilista que experimenta esta Argentina entregada a las fauces de la incertidumbre política, lo que se vivió en las dos horas de show del ídolo maño fue una sesión de catarsis.
Las poco más de 14 mil personas que acudieron al Movistar Arena se entregaron en cuerpo y alma no al cantautor, sino a sus canciones. Al punto de que temblaban cada vez que sus voces buscaban proyectarse al extender los brazos al cielo. Qué curioso. Hace un año y medio, el ex líder de Héroes del Silencio daba por vencida su quijotesca batalla contra la nada misma. Se quedó sin voz, y estaba por quedarse sin oxígeno. Según la biodescodificación, los problemas respiratorios están relacionados con las ganas de vivir y de ser feliz. Si bien al final se supo que el origen de su mal estaba en el químico de la máquina de humo que se suele usar en los espectáculos, no hay dudas de que el malpasar impactó en él. De lo que puede dar constancia su nuevo álbum, Greta Garbo, que lo trajo a una ciudad en la que conoció de primera mano la pasión que esconde el amor.
Por eso no fue fortuito que eligiera a Buenos Aires para el inicio de esta gira. Sin embargo, a diferencia de la actriz sueca que inspiró el título de su duodécimo disco de estudio, quien decidió retirarse de las cámaras en el clímax de su carrera para convertirse en la reclusa más famosa de Hollywood, Quique (como lo vitoreaba su público en cada “olé, olé”) decidió que a sus 56 años aún tenía mucho para dar. Demasiado. Por eso la fuerza que emanaba desde el escenario no era la de un músico de rock convencional. Era todavía más potente. Su voz encarnaba la potencia barítona de Raphael, pero su sensualidad era tan rockera como la de Sandro. Y ni hablar de la teatralización, tomada prestada del mejor de todos. Del puto amo del rock and roll, Elvis Presley. Bunbury, en estos seis años de ausencia, se convirtió en ese hermoso mito de Prometeo.
“Ustedes saben los tiempos que vivimos. Hoy más que nunca apuesten por el rock and roll”, propuso el músico en la introducción de “Apuesta por el rock and roll”, cover que supera al original, firmado por el también zaragozano Más Birra. Lo dijo en la segunda mitad de su actuación. Si en esa instancia de la ceremonia la feligresía se había entregado plenamente a la parábola, este vicario de la canción rock tuvo que construir esa intimidad. No se trató de una edificación lenta, aunque sí compleja. Pese a que su nombre remite a discos del calibre de Flamingos (2002), El viaje a ninguna parte (2004) o Las consecuencias, amén del cuarteto, Bunbury arrancó por su presente. Tras salir a escena ataviado como un rockero sureño, al estilo de Lynyrd Skynyrd o Johnny Winter, desenvainó su repertorio con “Nuestros mundos no obedecen a tus mapas”, canción que abre Greta Garbo.
A esa especie de krautrock le secundó el espacial "Cuna de Caín", de su disco Expectativa (2017). Para luego retomar su actualidad con la dialéctica entre rock y R&B plasmada en “La tormenta perfecta”. Por ese período se quedó un rato más. Entonces hizo el moderno “Hombres de acción”, respaldado por un video psicodélico de luchadores mexicanos. Y pegó un salto atrás de la mano de la emotiva balada con dejo a blues “El rescate”, lo que desató el primer arrebato de empatía. Se mantuvo en ese downtempo con forma de funk en “Cualquiera en su sano juicio (se habría vuelto loco por ti)”. Mientras paulatinamente iba desgranando su apasionante cancionero, ya había deslumbrado con su repertorio de movimientos de un frontman de rock. Señalaba la guitarra estirando su brazo, se inclinaba hacia el público en un ángulo de 45 grados o quebraba sus caderas.
Una vez que terminó el tema de su disco Posible (2020), con ese teclado eclesiástico que enlazaba a “Riders on the Storm”, de The Doors, con “Living in the City”, de Stevie Wonder, sus seguidores levantaban los brazos y los abrían en forma de “V”, en señal de victoria. Se plantó como crooner, en el pasillo que comunicaba con el escenario, cuando presentó el flamante “Invulnerables” y más tarde invitó a viajar con él a “Alaska”, de Greta Garbo. En el medio hizo “Más alto que nosotros en el cielo”, en el que se podía escuchar a hombres gritando “Te quiero, Quique”, de manera desgarradora. Y el voltaje se levantó todavía más apenas sonó “Que tengas suertecita”, cuya mexicanidad recordaba nuevamente que los chicos también lloran. Y hasta hubo los que se agarraban la remera a nivel de pecho porque, al menos literalmente, no podían apretarse el corazón.
El llamado “Aragonés Errante” se puso cabaretero en “El extranjero”, que rankeó entre las favoritas de la noche, y regresó al vaudeville con “Sí”, otro tema prestado (esta vez del grupo español Umpah Pah) que supo hacer suyo. Si “Desaparecer” invocó a la actriz sueca en las pantallas en blanco y negro, el technicolor irrumpió de vuelta en el rock canchero “La actitud correcta”. En “Apuesta por el rock and roll” se puso sombrero de cowboy desgastado y se colgó la guitarra acústica. Pero se lo sacó en “De todo el mundo”. Y claro: se preparaba para el raid que estaba por venir. Su guitarrista principal arpegió la viola eléctrica una, dos y en la tercera ocasión se pudo distinguir el primer gran himno que parió Héroes del Silencio: “Entre dos tierras”. Una de las canciones más potentes que se hayan hecho en el rock de la nación europea.
Luego cometió la osadía de bajar un cambio con “Parecemos tontos”. En tanto que en “Lady Blue” se pudo ver a Raphael, Sandro y Elvis todos juntos, a los que sumó el irresistible Serge Gainsbourg. Vaya descaro, semejante ímpetu. Se fue de escena con esa gente adulta tan enardecida como el fandom de Taylor Swift en River. En el bis, Bunbury, que estuvo respaldado por un septeto impecable, apeló por el bolerazo “Aunque no sea conmigo”, al que le pisó los talones otro clásico de los Héroes: “Maldito duende”. Una y otra vez, en el final, repetía: “Las estrellas te iluminan. Hoy te sirven de guía. Te sientes tan fuerte que piensas. Que nadie te puede tocar”. Como si fuera un mantra. Y el artista seguía descendiendo. Lo evidenció en “La constante”, y a continuación en “… Y al final”. Entonces se entendió su consigna, muy en sintonía con la de Andrés Calamaro: la evolución de un buen rockero hispanoparlante radica en la canción popular. Esa que se mete en los huesos.