Usted sabe, cultivado lector, que los judíos todavía estamos esperando la llegada del prometido mesías. Creyentes y laicos, incluidos los que no creemos que exista un dios barbudo que digite los andares del universo y se divierta balconeando nuestra espera ansiosa, nos reunimos en Peisaj alrededor del pan ácimo, el guefiltefish y las hierbas amargas para recordar que fuimos esclavos en Egipto y que Él nos envió a Moisés, su elegido para que organizara el asunto de las plagas y separara contra reloj las aguas del Mar Rojo de manera que los buenos cruzáramos a tiempo y los malos se ahogaran. En Rosheshune, con el comienzo del año nuevo, recordamos que eligió al viejo Abraham para firmar con Él un pacto irreversible y lo selló recortando los pellejitos que arrejuntaban la arena del desierto alrededor del pitito de su descendencia, conditio sine qua, non sos judío aunque te autopercibas. Y para Iom Kipur, el Día del Perdón, nos deseamos unos a otros que Él nos considere suficientemente dignos y humanos para renovar nuestra inscripción en el Libro de la Vida. Pero tenemos ojo avizor porque no faltaron impostores que dijeran ser los enviados ungidos y por suerte nuestros sabios supieron descubrir el engaño. Claro que hay sabios y sabios.
Allá por mediados del siglo XVII, un tal Sabbatai Zevi o Shabtai Tzvi --llámelo como quiera-- natural de Esmirna, hijo de una familia de comerciantes, dicen que ligada a empresas holandesas, se declaró mesías. Era un joven que hoy consideraríamos ciclotímico, o tal vez bipolar, pues nadaba entre la cavilación depresiva y una hiperactividad descontrolada que lo hacía blasfemar, arremeter contra las normas religiosas y las tradiciones culturales e inventar una mística agresiva no muy alejada del disparate que le valieron ser expulsado de la comunidad. Después de varios casamientos no consumados y de vagabundear por Tesalónica, Tracia, Egipto y Palestina, recaló en Gaza a consultar a un sesudo cabalista llamado Nathan Benjamín ben Elisha Halevi Ghazzati conocido como Nathan de Gaza.
Nathan no tuvo mejor idea que alentar sus delirios mesiánicos y acomodar su figura de acuerdo a profecías convenientes que intensificaron su fase maniática y, por alguna razón del momento histórico social, político y tal vez económico, en tiempos en que el imperio otomano avanzaba contra el papado y las reyecías de Occidente, los dislates de su discurso cuajaron oportunamente en no pocos judíos de Europa y Oriente Medio. Nathan de Gaza, que fue el cerebro aquilatado y perspicaz de la cuestión, le preparó una especie de programa que lo declaraba señor del Imperio Otomano, aseguraba que reuniría a las perdidas tribus de Israel y resucitaría --o tal vez clonaría, vaya usted a saber-- a una de las hijas de Moisés para casarse con ella.
En un principio, estando en Jerusalem, el consejo rabínico solo los observó a ambos, expectante. Cuando finalmente los rabinos se preocuparon y trataron de calmar sus arranques histéricos, la turba de seguidores del candidato, digo del autoproclamado mesías, arremetió contra sus casas y, según algún historiador quizá exagerado, porque no tengo pruebas, les prendió fuego.
En la efervescencia que despertaba su desorbitado discurso, era cada vez mayor el número de sus seguidores, pero como Jerusalem no le era demasiado propicia, decidió volver a su Esmirna natal. Por donde pasaba en su camino de regreso, lo recibían con delirios de entusiasmo, no solo los judíos que pretendían darle nuevas razones a su existencia sino también los cristianos inquietos, todos engolosinados con la idea y las ansias de un cambio, de un mesías que todo lo contradecía en aras de un mundo novedoso, que renegaba de las leyes legadas por la tradición porque su llegada hacía innecesaria la sobriedad de la religión, y una ola de exención libertaria se extendió entre sus seguidores. Nathan de Gaza lo convenció de que debía instalarse en Constantinopla a esperar la señal divina que le colocaría la corona del Imperio. Las provocaciones, el cisma suscitado en el mundo religioso y la previsión de insurrecciones que pudiera provocar pusieron en alerta al sultán Mehmet IV, que lo hizo arrestar en cuanto desembarcó en Constantinopla. Ya en su presencia, el sultán le explicó que había ordenado que le cortaran la cabeza, decisión que podría revocar si Shabtai se mandaba un milagrito que justificara su divinidad o si, en su defecto, se convertía al islam. Lo del milagrito parece que no funcionó así que, ni corto ni perezoso, Shabtai se hizo musulmán con el nuevo nombre y cargo de Aziz Mehmed Effendi.
Usted se lamentará, sorprendido lector, por todos aquellos adeptos que se habían deshecho de sus tierras, sus casas y sus demás pertenencias para seguirlo a Tierra Santa, quienes ahora se verían frustrados, llenos de rabia y decepción. Pues no. Ellos pensaron que habría una razón secreta de la cábala o una inapelable voluntad del Altísimo por la que el mesías se habría transformado en converso. Algunos incluso siguieron su ejemplo y se convirtieron al islamismo mientras otros entendieron que correspondía dedicarse a investigar e interpretar las razones ocultas de esa religión tan voluble y sorprendente, congregados quizá hasta hoy en las diversas, así llamadas, sectas sabateas.
Claro que también ignoramos a otros mesías de pensamiento y conducta mucho más estables, y preocupación por el fin último de la existencia humana, como lo fue Ioshúa, el hijo del carpintero que, por la trasliteración de las letras, los sonidos y las palabras de su nombre al idioma griego, conocemos hoy como Jesús el Cristo. Ioshúa le habló al hombre común con poéticas parábolas que se filtraban como finas máximas en los corazones, pero también se encolerizó con los financistas fariseos y los echó a latigazos del templo. Cuando los sanedrines --los jueces supremos del templo que, desde los tiempos de Amurabi sabemos que los hay, de todas las calañas-- lo increparon para condenar su soberbia humanista, se mantuvo firme en su declaración de que había nacido entre los hombres para traer la buena nueva de que, ya fuera en los lares terrenales o en las estepas celestes, otro mundo era posible... Por esa solidez de su convicción fue entregado a las autoridades del Imperio --el Imperio Romano, claro-- para que ejecutaran su muerte en la cruz.
En la escala de coloridos matices con que se pintan las historias que he contado y las de tantos hombres y mujeres que han vivido y perdurado, desde los movidos por los intereses más torcidos hasta la sublime dedicación al prójimo, siempre habrá una tumba que podremos visitar para honrar a nuestro prócer elegido. Sepamos, eso sí, que detrás de lo que vemos, de lo que recibimos, siempre están ellos y estamos nosotros. Escuchamos nuevas y viejas melodías, buscamos y necesitamos palabras que interpreten y nos revelen un mundo siempre en cambio, transitando canales flamantes, inteligentes y desconocidos que debemos aprender a manejar y a interpretar.
Pero no olvidemos --chusco lector-- que ellos investigan, guiados por Steve Bannon, el arte de la manipulación para manosear nuestra ingenuidad, entremeterse en nuestro raciocinio y adulterar significados.
Nosotros, en cambio, nomás explicamos... aun lo inexplicable...