El castillo - 7 puntos
(Argentina/Francia, 2023)
Duración: 78 minutos
Intérpretes: Justina Olivo y Alexia Caminos Olivo
Estreno en Sala Lugones y Cine Arte Cacodelphia.
La censista llega al imponente castillo ubicado a unos pocos kilómetros de la localidad bonaerense de Lobos, en las puertas de la zona más fértil de la Pampa húmeda, para entrevistar a quienes viven allí. Aunque no lo diga en voz alta, es evidente su sorpresa al saber que la mujer descendiente de pueblos originarios y de cuerpo curtido por décadas de trabajo doméstico que contesta sus preguntas es la única dueña de un predio de ni más ni menos que 64,3 hectáreas, como precisa ante la encuestadora. Llegó a tener un terreno que abarca hasta mucho más allá de lo que le permiten ver los binoculares que usa en la ventana de la cúpula luego de heredarlo de parte de su antigua empleadora, quien prefirió dejárselo a ella antes que a sus familiares directos. Solo le impuso una condición: nunca venderlo. Y en esas anda Justina Olivo, embarcada en la muy difícil misión de mantener su promesa de cuidar ese legado arquitectónico de doce habitaciones y seis baños que comparte con su hija Alexia.
Estrenada en la sección Panorama de la última Berlinale y con paso por los festivales de San Sebastián y Mar del Plata, entre otros eventos audiovisuales, el primer largo en soledad en la silla plegable de Martín Benchimol luego de haber codirigido junto a Pablo Aparo La gente del río (2012) y El espanto (2017) utiliza sin distinción las herramientas del documental y la ficción para mostrar el día a día de esas mujeres y del muy particular universo que habitan. ¿Dónde empieza lo real y dónde lo imaginado? ¿Qué porcentaje de los diálogos son auténticos y cuánto hay guionado? Como si fuera un mago avezado, Benchimol nunca transparenta la lógica del truco y abraza una ambigüedad que cada espectador deberá despejar a medida que el relato vaya adquiriendo la tonalidad de un melodrama gótico, incluyendo el protagonismo central de esos ambientes de paredes descascaradas y techos amarronados por la humedad.
El universo de estas mujeres está hecho de soledades compartidas que sólo parecen confluir en el techo en común y en las tareas que Justina le ordena a Alexia y que ella hace de modo autómata, como si el castillo fuera una circunstancia transitoria en su vida, un medio y no un fin en sí mismo. Para Justina, en cambio, el mundo no va más allá de ese terreno, aun cuando las fotos sepia que cuelgan de las paredes sean de una familia que no es la de ella sino de la “señora”. Su lealtad permanece inalterable, al punto de preservar sus secretos amorosos como si estuviera viva.
Son, pues, dos maneras espejadas de relacionarse con el pasado y con el lugar, de apropiarse (o no) de ese espacio para convertirlo en un hogar. No por nada Alexia, fierrera de pura cepa, pase sus días sentada en un simulador de carreras –cuando no maneja una camioneta en un circuito creado por ella dentro del predio– mientras planea mudarse a la Ciudad para trabajar en el taller mecánico de un amigo y prepararse para ser piloto de Fórmula 4, algo para Justina inviable porque, como diría Milei, “no hay plata”. Y es verdad: ya no saben qué objeto vender para conseguir algo de dinero.
El castillo muestra un mundo dentro de otro mundo. El exterior llega solo a través de videollamadas del novio de Justina –que no está muy interesado en verla y rechaza cada invitación para verse– o de las visitas de familiares de la ex dueña que van cada tanto a usufructuar las instalaciones y tratan a Justina como la empleada que supo ser. Ella, lejos de comportarse como una terrateniente, mantiene los usos y costumbres de antaño, ilustrando así una serie de tensiones de clase que corren subrepticiamente por las venas de este retrato familiar.