Coda y Bochatón lideran hoy la celebración del grupo (Foto: Pablo Mehanna)

El lado B no tiene jurisprudencia. El 19 de Noviembre de 1998, frente a las cien mil personas que se reunieron frente a la Catedral, los Peligrosos Gorriones ofrecieron el recital más multitudinario de su historia. Era el cumpleaños de La Plata: el aire estaba lleno de electricidad. Unos años antes, sobre el mismo escenario, Andrés Calamaro había lanzado su célebre enunciado sobre el porrito y todos incorporamos el verbo preconizar a nuestro vocabulario. El perfume de los tilos, a punto de florecer, se mezclaba con el humo de los puestos de choripanes. La banda de Francisco Bochatón estaba en plena combustión. Aunque todavía nadie lo sabía –empezando por ellos–, era uno de sus últimos conciertos en casi una década. De pronto, antes de tocar una de las canciones de su primer disco, el cantante hizo la sinapsis más precisa de la historia: “Qué linda noche para fumarse un bicho reactor”. Ojalá algún policía haya redactado una denuncia. Ahora sería poeta.

A treinta años de la edición de aquel extraordinario disco debut, la banda platense se prepara para celebrarlo con un concierto en The Roxy y una nueva formación: Matías Mango, Braulio Aguirre, el histórico Guillermo Coda y el propio Bochatón. “Aquel disco lo grabamos todo en cinta”, recuerda Francisco. “En esa época las cintas se usaban varias veces, así que en un momento nos agarró curiosidad y la adelantamos para ver qué estábamos borrando. Bueno, borramos ‘Matador’ de los Cadillacs. ¿Podés creer?”

Los gorriones (passer domesticus, según la ornitología) no son una rara avis. Asociados históricamente a los designios de Domingo Faustino Sarmiento, cualquiera puede observarlos en cada alambrado de la honda pampa argentina. En los cables en desuso del tendido eléctrico o las ramas de los tilos. En el vértice del cordón, prestos a beber el agua sucia de la ciudad. Sin embargo, cuando los Peligrosos Gorriones aparecieron en el horizonte del rock argentino, no se parecían a absolutamente nada. ¿O acaso alguien cantaba sobre cacerías de caballos con esa urgencia punk y un descalabro de quiebres progresivos? Como notó Martín Zariello (aka Il Corvino), Bochatón rompía el campo semántico hasta cuando hablaba. Pero no, claro que no: los Gorriones no habían nacido del proverbial repollo.

A fines de los ochenta, La Plata estaba en trabajo de parto. Apostado entre el Ministerio de Seguridad y la Casa Curuchet, el Boulevard del Sol concentraba buena parte de la actividad nocturna de la ciudad. Incluyendo las razzias. Y la ginebra. Los chicos armaban fiestas con piletas en las quintas de City Bell y Las Canoplas grababan Batman (1988) gracias a un programa de Tom Lupo. “En aquella época, yo tenía un programa en Radio Capital, que funcionaba frente a Plaza Italia”, dice el periodista Oscar Jalil. “Un día apareció Francisco. Me llamó mucho la atención, porque era muy pendejo y tenía un peinado new romantic: el pelo rapado de un costado, una permanente del otro. Venía a promocionar un show que organizaba con alguna de sus primeras bandas en el auditorio de Radio Provincia. El pibe brillaba, te podías dar cuenta”.

Como si fuera una fiebre, todos dejaron de usar spray. Si querías sobrevivir a la corrida hiper-inflacionaria de 1989, ya no podías usar el peinado de Signos: los prosaicos noventa reclamaban otra cosa. Nadie sabía qué cosa. En el Boulevard del Sol, alguien puso un disco de Pixies. Alguien dijo dance en lugar de pista. De pronto, como si fueran hongos, aparecieron una pila de bandas nuevas: Míster América, Topografía Difusa, Víctimas del Baile, Señor Valdemar, Planeta Mongo. Lo único que tenían en común era la gente.

“1990”, dice Bochatón. “Ya habíamos cambiado un montón. Cada uno venía recorriendo la ciudad por su cuenta. Yo lo veía a Coda dando vueltas por ahí, tocando con su banda Bar 39. Todavía no éramos amigos: le decíamos El Rubio. Un día lo fuimos a buscar a la salida de un recital y no lo encontramos, entonces nos mandamos hasta su casa para que tocara con nosotros. Esa es la situación originaria. La que desató esto. Queríamos ser disruptivos. Romper todo. Escuchábamos música de la época, pero no estábamos afectados. Qué se yo. Era nuestro mundo. Nos podía interesar la movida Manchester, pero no por eso nos íbamos a poner una camperita. Yo vivía en 17 y 35”.

Un proyecto para la flamante gestión de Alak: descubrir una placa en la casona de los Bochatón. Ahí, con una batería programada y Doña Carmen cebando mate en la cocina, Francisco y Coda tocaron por primera vez “Un ardiente beso” y “Siempre acampa”. Ahí, en el quincho del fondo, Trilo de Las Canoplas escribió la intro de batería de “Escafandra”. Ahí, entre los ensayos de Neuronantes (la banda de Juan Pablo Bochatón) y los libros de Girondo, los Peligrosos Gorriones encontraron su formación histórica: Guillermo Coda (guitarra), Rocky Velázquez (batería), el Cuervo Karakachoff (teclados) y el propio Bochatón.

En la primavera de 1991, el Mono Cohen (aka Rocambole) ya había metido la suficiente cantidad de fichas para que se organizara el Festival La Plata Rock: una serie de conciertos que reunió unas cuarenta y cinco bandas en el Boulevard del Sol. Con el escenario de espaldas al bosque, un jurado de notables (el propio Jalil, Sergio Pujol, Puky Martínez, Marcelo Montolivo y el entrañable Mufercho) seleccionó a los cinco finalistas y se preparó para el gran show de cierre en el Teatro Lozano. Si todos los plugs de entrada parecían llegar desde Patricio Rey, las líneas de fuga señalaban el futuro: Míster América, los Hermanos Makana (semilla de Mostruo! y Pérez), Pantera Negra, Peregrinos (precuela de Estelares) y los propios Gorriones. Ergo, el rock platense.

“Los Gorriones subieron a comerse crudos a todos”, recuerda Jalil. “La primera impresión era la forma de tocar y cantar de Francisco. El repertorio podía pasar de una cosa totalmente furiosa a un romanticismo medio destartalado. El Cuervo, que era como el geniecillo oculto, metía teclados a-go-gó como si fuera una serie de los sesenta. El peinado tipo The Cars del Coda, que parecía recién salido del CBGB. Y Rocky, aunque era el más tímido, era fundamental. Al final, cuando se anunció que ganaban los Peregrinos, Francisco no lo podía creer. Ahí nació esa rivalidad entre Manuel y Francisco que dura hasta el día de hoy”.

Quizás así es como empieza una década. Un big bang también es una fractura.

Peligrosos Gorriones en los '90, por Leo Vaca

EL FUEGO VIVO

Ojo. La Mafia Sónica existió. En algún punto impreciso de 1991, Pablo Schanton convocó a una reunión cumbre en la casa de Daniel Melero. Los comensales de aquella cena, además del periodista y el propio Melero, eran Dárgelos, Fabio Suárez, Ariel Minimal, Rodrigo Martín y Carca. Todavía hay versiones cruzadas sobre los sucesos. Dardos con veneno, monólogos, silencios incómodos, ajustes de cuentas. Para entonces, Juana La Loca ya había grabado Autoejecución con el sello Catálogo Incierto y Los Brujos daban vueltas por los programas de la tarde tocando “Kanishka”. La silla de Bochatón estaba vacía.

“La primera vez que vi en vivo a los Gorriones fue en el año 92, cuando compartimos una fecha... creo que fue la primera vez que tocamos en La Plata”, dice Quique Ilid, de Los Brujos. “Tuvimos una conexión instantánea, no solo musical sino humana. Con el tiempo, profundizamos ese vínculo porque compartimos muchos shows y muchos viajes. Por esa afinidad tanto Francisco como Rocky aparecieron en San Cipriano y yo terminé tocando de invitado de ellos. ‘El bicho reactor’ y ‘Siempre acampa’ ya eran clásicos de entrada, pero me gustan un montón de canciones de los Gorriones. Me encanta como escribe Francisco, obvio, pero otra cosa que me sorprendió desde un principio era la forma que tenía la banda de estructurar sus canciones”.

A veces, donde se suponía que debía estar el estribillo, había un grito. A veces había un trabalenguas. A veces hacían versiones inverosímiles (como el jingle de Ópera Chocolate) o llevaban los arreglos rítmicos hasta el límite de la onomatopeya. El leit-motiv de “Rayo de amor” eran todos esos ah-ah-ah y, aunque lo tocaban como si fuera un tema de Invisible, “Macanas” era un valsecito criollo. Esa música no se podía zapar. Claro que no. Pero se podía contar como quien, sentado al borde de la cama, lee un cuento cruel para el niño perverso que todos llevamos dentro.

“Nos hicimos fanáticos”, dice Marcelo Almada. “Yo abandoné el porteño-centrismo, dejé de laburar con Los Brujos y empecé a ir a La Plata para ser mánager de los Gorriones. Descubrí que los pibes vivían en su mundo. Eran artistas. A diferencia de Los Brujos o Babasónicos, no respondían a la idea de vestirse para tocar. Recién cuando explotó la onda de Los Piojos, eso empezó a ser más normal. Pero en ese momento era raro verlos arriba del escenario vestidos como unos pibes comunes. Muy raro. Siempre tuvieron algo que era un poco grunge, en lo musical y en la estética. Pero casi no escuchaban música... al menos para componer, como método. Hoy ves grupos que componen directamente con Youtube. Una vergüenza”.

Durante ese año, con la formación de la banda estabilizada, los Gorriones grabaron otro demo. Además de los temas probadísimos en vivo, incluyeron una suerte de bolero que expandía los alcances románticos cruzando la barrera del género y los castigos auto-infligidos. “Compuse ‘Tres monedas’ para que la cantara, envuelta en una boa de plumas, una amiga muy querida: Damasita González Riesco”, dice Francisco. “Aunque yo no lo eligiera, todo ese universo de la música melódica ya estaba en mi casa. Mi mamá escuchaba siempre un disco de Sergio Denis que terminó por gustarme mucho. De hecho, con los Gorriones hacíamos una versión de un temazo que se llama ‘Cuando llegó la hora’. Me acuerdo que se lo tocaba al piano a Tito Losavio y, sin decirle el autor, le preguntaba: ‘¿No parece Lennon?’”.

Virus había tocado “Tengo”, pero todavía faltaban muchos años para que Babasónicos grabara “Rubí”. Almada entrevió un hit y empezó a mover el demo por aquí y allá. A caballo de ese envión, viajaron por primera vez a Córdoba en febrero del 93 y un par de meses más tarde volvieron con toda la troupe del Nuevo Rock Argentino. La rompieron. La banda, en ese contexto, fue considerada por el sello Aguilar para formar parte del compilado Ruido. El contrato significaba, a priori, grabar el disco debut para la escudería de Víctor Ponieman. Los Gorriones, que siempre tenían un pie afuera, firmaron con DG Discos.

“Llegamos a Zeta a través de Daniel Cohn, que era el mánager de Soda”, dice Almada. “Zeta venía de producir el disco de Aguirre y Soda estaba parado, así que estaba disponible. Como el disco estaba demeado dos veces, a los chicos les parecía un poco al pedo: miraban todo medio con desconfianza. Pero Zeta hizo todo un laburo que permitió que el disco siga creciendo: clics, efectos en las guitarras, en los solos. Los chicos quedaron muy contentos. Lo malo, para el sello, es que Zeta se puso inmediatamente del lado de la banda. Se hicieron amigos”.

En el invierno de 1993, los Gorriones trabajaron intensamente en la pre-producción del disco. Selección, ensayos, ajustes. De su escandaloso repertorio de 25 canciones, seleccionaron unas 19 para entrar a Panda. A fines de agosto, cargaron una pila de colchones y se instalaron en el departamento que Almada tenía en Boedo. A veces caían sus novias. A veces caía toda la tribu de amigos platenses. DG Discos había reservado doscientas horas en los estudios de Floresta, con Eduardo Bergallo como ingeniero. Sonaba bien. La letra chica, sin embargo, decía que la franja horaria era desde las 11 de la noche hasta las 8 de la mañana.

“Era muy fuerte”, dice Bochatón. “Estábamos viviendo al revés del mundo mientras grabábamos nuestro primer disco en uno de los mejores estudios de Latinoamérica. Hubo momentos épicos. Me acuerdo que, en ‘Cachavacha’, yo toqué la batería y Zeta agarró el bajo. Me acuerdo cuando se empezó a armar ‘Ardiente beso’ y me fui al control para escuchar. El palazo que me pegó el sonido fue impresionante. Yo quería que cante otro en el disco porque me parecía genial: no podía arruinarlo con mi voz”.

En apenas tres días, metieron las bases completas. Luego, antes de grabar algunos overdubs y secuencias, Bochatón se preparó para una maratónica jornada de canto. Esa noche de septiembre, templado con una botella de whisky y la convicción de sus compañeros, encaró todas las canciones del disco. Una por una. En un gesto de arrojo, inseguridad o mero boicot, guardó para el final el dichoso bolero. Tiró dos o tres tomas imposibles. Exhausto y completamente en pedo, tiró la toalla cuando empezaba a salir el sol.

“Una noche, tipo una de la mañana, suena el timbre”, recuerda Bochatón. “‘Zeta, te busca Gustavo’. Y nada… Cerati pasaba a visitar a su amigo y nosotros estábamos mezclando ‘La mordida’. Me acuerdo que se quedó mirando mis zapatos rojos. ‘¿Qué dice el estribillo?’, me preguntó. ‘¿Gente cariada?’ ‘No’, le respondo. ‘¡Gente que haré hablar!’ Y se empezó a reír: ‘Debe ser porque vengo del dentista’. Fue buenísimo. En ese momento necesitábamos alguien con humor, porque estábamos re-estresados. No le encontrábamos la frecuencia al teclado, se chocaba con la frecuencia de la voz y la guitarra. Me preguntó algunas cosas de la letra y se puso a ayudar. En un ratito lo dividió todo por cada paso y terminó mezclando el tema. ‘Para que se escuche el teclado hay que bajarlo’, me dijo. Genial. No me olvido más”.

Peligrosos Gorriones, hoy (Foto: Pablo Mehanna)

CORTAMOS FIAMBRE DEL CUERPO

“Cuando el disco ya estaba listo, fui al estudio con la gente de DG Discos y se generó una situación de nerviosismo”, recuerda Almada. “En los demos estaba ‘Tres monedas’, que era el hit del disco, pero pasamos todo el material y el tema no aparecía. Y en eso Zeta se puso muy de lado del grupo: no movió un pelo para que entrara. Hubo caras de decepción, pero el disco ya tenía todo para ser lo que es: un discazo. Pero, en el fondo, parecía que hacían todo para que pasara lo más desapercibido posible”.

A pesar del desplante, DG Discos preparó un arranque auspicioso. Tiró una primera tanda de cuatro mil ejemplares (entre casetes y CDs), dispuso el presupuesto para un clip y metió avisos por aquí y allá para la presentación oficial en Prix D’Amí. Ese mismo verano, los Gorriones fueron elegidos como Mejor Banda Nueva en la encuesta del Suplemento Si! (incluyendo el voto del propio Cerati) y Diego Kaplan se puso al hombro la producción del video. El director pidió permiso en una colonia de vacaciones de Olivos, armó una fiestita de cumple y los metió de polizones en la flamante señal latina de MTV.

A la distancia, el video de “Escafandra” maridaba bien con “Heart-Shaped Box” o con “Loser”, pero el disco era un artefacto más extraño que todos los juguetitos de Beck. En la cumbre del menemato, cuando todas las bandas y solistas argentinos se peleaban por grabar en Los Ángeles, los Gorriones cantaban sobre playas de brea y trenes amputados de gangrena. Escuchaban grunge como cualquier hijo de vecino pero, en lugar de drenar el dolor con un rugido, llevaban las cosas un poco más lejos. Como si pusieran un fractal en el centro de su psiquis, podían salir con el riff asesino de “Trampa” o la resignación acústica de “Estos pies”. De alguna manera, de alguna inesperada y emotiva manera, todo lo que hoy conocemos como indie platense parece venir de “Nuestros días”: una canción compuesta sobre el modelo de “Viéndolo” de Los Twist, que modula hacia la voz de Julia Urbistondo.

“Me gustaba mucho como cantaba la chica en ‘Nuestros días’”, dice Mora Sánchez Viamonte, de los 107 Faunos. “En lugar de recurrir al virtuosismo o la academia, cantaba de una forma mucho más honesta. Cuando salió ese disco yo estaba en sexto o séptimo grado de la escuela primaria, así que era una de esas primeras escuchas propias que te van formando como individuo. Lo tenía en casete la hermana mayor de una amiga del colegio. También me gustaban mucho las imágenes, la voz de Francisco y esos teclados locos y personales. Me parece que la influencia más marcada que nos dejaron los Gorriones es la propuesta poética. A veces cuando haces música, la letra te la sacas un poco encima porque tenés ganas de recorrer la melodía y ya. Pero buscar una letra que proponga algo distinto no es tan fácil de encontrar en el rock nacional. Bochatón lo tiene. Ese primer disco es muy platense, ¿no? Nos queda en un lugar de tesoro”.

Así, mientras los Gorriones entraban un poco a los tumbos en el camino hacia Fuga, el disco debut comenzó pasar de mano en mano entre los adolescentes de La Plata. Como si se calentaran las manos alrededor de un fuego, tramaron una conspiración que se firmó en un lenguaje de contraseñas: Quemú Quemú, Cachavacha, Pulpito, Compota, Cachetazo, Paliza. La verdadera patria, como dijo Rilke, es la infancia. Los niños suben primero a los botes, pero no mienten y jamás se olvidan de nada. Si los 107 Faunos cantan sobre calamares gigantes y latas de Pepsi es porque antes existieron los Peligrosos Gorriones. Si Él Mató pone trofeos de plástico en la tapa de sus discos es porque antes existieron los Peligrosos Gorriones. Si alguna banda de rock, en la alta distopía alfa de la música urbana, se atreve a mostrarse cruel y vulnerable es porque treinta años atrás cuatro tipos grabaron este disco. Estas canciones.

¿Estos pies? No me llevan más.  

Bochatón en la gira Nuevo Rock Argentino (Foto: Martín Pérez)

Los Peligrosos Gorriones celebran los 30 años de su disco debut el jueves 14, en The Roxy, Niceto Vega 5542. A las 20.