En estas mismas páginas hemos señalado la importancia que tiene la autocrítica para el campo popular y para quienes dicen representarlo. No se trata apenas de una reflexión culposa que puede ser autodestructiva, sino de un gesto de profunda responsabilidad por el hecho de no haber podido satisfacer la exigencia que la democracia impone: mejorar la calidad de vida basada en la vigencia cada vez más integral de derechos.
La pregunta no debería ser, en ese caso, por qué se impuso LLA o por qué Javier Milei –un candidato sin historia política, sin estructura partidaria y, vale decirlo, con discurso apenas apoyado en eslóganes y enorme fragilidad programática– está a punto de asumir la Presidencia. El interrogante, en cambio, y por ende la autocrítica, debería analizar por qué quienes estuvieron a cargo de la gestión gubernamental no desarrollaron la más elemental capacidad de escucha para entender y atender lo que la mayoría del pueblo le estaba demandando. Por qué –aún en tiempos en los que se acumularon aciertos como ocurrió durante buena parte de la pandemia– se cometieron gruesos errores que terminaron echando por tierra todo o casi todo lo que se ganó. Por qué, logrado el triunfo electoral, fue imposible construir un proyecto político de mediano plazo que atendiera primero a las necesidades básicas y urgentes de los más débiles y, en función de ello, relegara la disputa de egos y de intestinas luchas de poder.
Seguramente no hay respuestas categóricas para ninguna de estas preguntas. Pero tal vez se pueda comenzar a desandar el camino si se clarifica que el sujeto al que hay que atender, porque es sujeto de transformación, es el pueblo pobre, el que sufre, el descartado. No se puede atender a todas y todos de la misma manera, aunque haya que administrar las tensiones que derivan de la gestión del poder. Puede ser este un intento de satisfacer a varios sectores, de apaciguar disputas y pilotear situaciones. Pero hay que establecer prioridades porque, de no hacerlo, a la larga se termina cometiendo un error: ni los pobres encuentran respuestas válidas –que no puede ser otra que la de salir de su pobreza- ni los otros grupos o sectores se dan por satisfechos con lo que reciben, sea mucho o poco.
También es reduccionista mirar solamente a la economía y sus fríos números. Es un dato, pero insuficiente por sí solo. El ser humano, ciudadana y ciudadano, es un sujeto concebido en sociedad, en relación con su comunidad y con el ambiente. En ese marco la economía es un factor fundamental, pero solo uno en la comprensión más amplia y también sumamente concreta que es la calidad de vida que se trasunta en educación, salud, seguridad entre otros pilares. Y sin perder de vista que esa enumeración debe incluir necesariamente la posibilidad de organizarse, de socializar, de crear colectivamente, es decir, de sentir y ser parte de un proyecto colectivo.
Tal proyecto debe, además, tener una carga emocional que movilice a gran parte de la sociedad en función de la transformación, porque lo racional por sí solo es insuficiente para promover la voluntad de cambio de los grupos sociales, también de quienes enfrentan las peores situaciones en toda comunidad. Conocer no es tampoco y únicamente una tarea racional, sino que exige un acercamiento emocional que requiere de todos los sentidos humanos. Y solo ese modo complejo y completo de conocer puede dar lugar a un proyecto político alternativo que responda a grandes mayorías.
Fue esta falta de propuestas lo que permitió que una derecha carente de un proyecto coherente, pero cargada de eslóganes, haya ocupado el vacío de gestión y de iniciativas conducentes. A la dirigencia –no solo política– hoy sumida en la derrota le faltó escucha y sensibilidad para entender nuevas demandas que se canalizaron a través de distintas redes y modos de socialización, mediante la construcción de otras figuras de referencia y, finalmente, cristalizaron en consignas que supieron cuajar en el hastío, en la desesperanza o en la reacción. De poco valió la mirada al espejo retrovisor intentando traer al frente reivindicaciones que han sido pilares de la democracia que nos permitió llegar hasta aquí pero que hoy no logran anclar en el sentir de las mayorías.
Sobre la base de la autocrítica, pero sobre todo a partir de la escucha compleja y permanente que pone el oído en el pueblo y que integra racionalidad y emocionalidad, quizás se pueda revertir la desolación y el desconsuelo que hoy impacta en casi la mitad de la ciudadanía que avizora un futuro cada vez más ingrato. Para lograrlo se necesita un proyecto de futuro, un proyecto alternativo con capacidad de soñar, también de comprender y tolerar que la diferencia es productiva cuando existe un horizonte común hacia el cual caminar y que para ello no existe una sola vía, sino múltiples caminos que pueden producir sinergia si logran, de manera articulada, coincidir en ejes organizadores del proyecto común. La micromilitancia, los colectivos de jóvenes, de mujeres, de cultura, de emprendimientos productivos, de pymes, entre otros, marcaron el camino. Es necesario escucharlos, aprender de ellos y promover la organización en torno de un proyecto común.
Reinventar el futuro sería una propuesta para salir del agobio y de la inacción. Pero ello no solo implica fijar puntos de llegada. Exige también recrear los métodos para construir lo colectivo, rehacer los liderazgos y volver a entusiasmar respecto de un sueño colectivo. Es sin duda una tarea muy difícil, pero ofrece más posibilidades y tiene más sentido que permanecer apenas en la queja como si la única alternativa fuese resistir con pocas posibilidades de éxito a una ofensiva que se descuenta cruelmente brutal. Es ahora.