Por esa distinguida forma de persuasión que tienen los números redondos, La ciudad ausente se repuso en el Teatro Colón. Al borde de la temporada que se va, el martes y el jueves la ópera de Gerardo Gandini, basada en la novela homónima de Ricardo Piglia –con libreto elaborado por ambos– tuvo una nueva versión, esta vez con puesta en escena de Valentina Carrasco y dirección musical de Christian Baldini al frente de la Orquesta Estable. Fue la culminación de Foco Gandini, la serie de manifestaciones con las que a lo largo del año se recordó al compositor argentino a una década de su muerte.
Con un elenco de cantantes parejo y muy eficiente y un bien logrado marco musical, la puesta en escena de Carrasco asumió los riesgos de poner en juego ideas propias y así separarse de la posible tradición que representa un título contemporáneo con antecedentes. La suya fue la tercera, después del estreno en el Colón en 1995 –repuesto en 1997– y de la producción de 2011 en el Teatro Argentino de La Plata.
Más cerca de Carl Sagan y sus estrellas que de la genealogía literaria que funda el lenguaje y la gestualidad que sostienen a La ciudad ausente, el concepto de la directora, si bien efectivo y con numerosos aciertos, tuvo una lectura que por momentos resultó superficial. Seguro de que una novela es una novela y una ópera es una ópera, en La ciudad ausente Gandini es un agudo lector de Piglia, que a su vez fue un lector indiscreto de Macedonio Fernández y Roberto Arlt, por ejemplo. De esa cadena de lecturas y relecturas deriva un clima, un lugar común hecho de referencias musicales, desde ya, pero también, y sobre todo, literarias. Si no se hacen las cuentas con eso, se corre el riesgo perder cierto horizonte, lo que más que un error, es una lástima.
Entre muchos otros que en estas circunstancias resultan menores, el gran mérito de La ciudad ausente hecha ópera es que entre las rugosidades de un universo a la deriva y sus personajes, Gandini hace cantar al castellano. La lengua suena, fluye natural en las voces de cada uno, retumba genuina en el no lugar de una escena sin tiempo, en el que el lenguaje es el cable a tierra. No solo. El castellano de Gandini canta con afectuosas inflexiones argentinas. Y eso, en la saga de la gran obsesión de argentina como adjetivo que define nuestra cultura, es un milagro.
La ciudad ausente es una ópera que en esta parte de mundo resuena de un modo muy particular y en este sentido la mirada de Carrasco, porteña con una intensa actividad en Europa, donde vive desde hace décadas, fue extranjera. Si bien logró producir un imaginario coherente, aunque algo exasperado y por momentos ingenuo en su afán apocalíptico, en la idea de la directora las imágenes de la distopía terminan devorando a la trama. Y sobre todo no terminan de develar los encantos de una partitura de una belleza inconmensurable y de un libreto en el que cada palabra es un engranaje de una original maquinaria poética.
Soledades en pugna
Una voz se escucha y la escena es la luz proyectada de una estrella. Es la voz de Oriana Favaro, que desde el Preludio compuso una notable Elena, la cantante máquina, objeto de la obsesión de Macedonio, que tuvo en el barítono Sebastián Sorarraín un buen intérprete. Enseguida, un ¿astronauta? va a caminar una y otra vez sobre el paisaje ceniciento que dejó la catástrofe. Las micro-operas dentro de la ópera, fueron desde lo escénico y lo musical acaso lo más logrado. En la primera, Constanza Díaz Falú resolvió una convincente mujer-pájaro, recogiendo con gracia galante y precisa ligereza cada una de las sugestiones mozartianas de la música. En la tercera, la soprano María Castillo de Lima tuvo la abundancia precisa para dar el perfil grotesco, en una trama sonora expresionista, a Lucia Joyce, ex cantante de ópera encerrada en un manicomio.
En el segundo acto, el laboratorio es el centro de una trama con fondo de desechos urbanos y restos de soledades en pugna, entre la obsesión de Macedonio, la ciencia de Russo –bien caracterizado por Gustavo Gibert–, las invetigaciones de Junior y el servilismo de Fuyita. En el final, el preludio amplificado con mano maestra por Gandini, la música fue íntimamente grandiosa, conmovedora, y Baldini supo sacar lo mejor de la orquesta para lograr el color justo. Elena, condenada a la eternidad, canta su soledad alucinada, escucha otras voces, delira de incertidumbre, mientras en la escena se refleja la luz demorada de una estrella muerta una eternidad atrás.
Fue un final austero para una temporada en muchos sentidos dispendiosa, que con poco criterio reservó apenas dos funciones para un gran título. Un despropósito para una producción que movilizó energías y talentos que seguramente merecen más espacio. Además de una oportundad perdida para rendir justicia definitiva a La ciudad ausente, que a esta altura tiene derecho a un lugar dentro de una temporada de ópera. Después de tanto humo y poco asado, sin gauchos matreros, guitarras sangrantes ni olor a bosta de caballo, La ciudad ausente logra, finalmente, ser una ópera argentina.