Aturdido todavía por el encuentro con el ser de ultramundo, Elégarr busca la campera negra de cuero que dejó colgada en la silla y se abriga en ella para protegerse del rocío de la quinta. En el bolsillo de la campera está su celular, que extrae con el asombro característico de cada regreso al mundo profano cada vez que sube desde las profundidades. Nota que tiene incontables mensajes de un mismo número: Claudia.
Vuelve a ser el Égar, con espacio, cuando siente el fresco rocío de la quinta, cuando se reencuentra con lo verde en la noche. “La quinta disminuida”, como le decían con la banda. Camina por el césped, bajo los árboles. Huele un perfume dulce, mira hacia arriba; distingue algo blanco entre la penumbra puntuada por las luces que llegan desde el barrio y piensa que pronto podrá ofrendarle a Marbas unas naranjas propias.
Sale, cerrando todo en todos los planos astrales y etéricos y físicos. Deja el rastro de las suelas de sus zapatillas en el polvo reseco mientras cruza el estrecho pasillo de tierra al encuentro de los números pintados sobre tablones, de las casitas de bloques de material; mientras camina esos pocos pasos ve malvones, ve perros a la intemperie, ve algún que otro árbol de belleza irreal, ve algún que otro rostro de belleza irreal, iluminado casi teatralmente bajo la luz enferma del alumbrado del municipio.
Los patios huelen a cloro, a pañales y a azahares. Él rodea un alambrado por una puerta o especie de tranquera lateral, y luego atraviesa el patio de cemento; esto inquieta a Sol, el gran gato naranja, que salta de la mesa de portland, lo reconoce y se calma. Por esa zona del patio se extiende una soga de donde cuelgan sábanas tendidas y lencería fina. Contra la casa, bajo el alero, al pie de la luz absurdamente diurna y blanca de seguridad que permanece encendida y que a veces lo desvela, él divisa el piletón, el lavarropas, unas palanganas y una parva de ropa. De nuevo se le acumuló; se dejó estar.
-¡Claudia Mabel! ¿Estás?
-¡Edgar Allan! ¡Pasá!
Él abre la puerta, que estaba sin llave. Lo acomete un dulce aroma punzante de naranjas asadas y la ve entronizada en el sofá del living, envuelta por su larga cabellera castaña y un vestido hindú: parece la carta de la Papisa en el mazo Rider, con esa cálida luz artificial que arroja brillos sobre las plumas de pavo real que decoran su casa. Ella le sale al encuentro y parece traer otro olor más terrenal: carne de ave al horno. Él deja de verla cuando la abraza. Eran adolescentes cuando empezaron a llamarse por sus primeros y segundos nombres, como en las telenovelas. Él se pasaba cada mediodía hábil al rayo del sol, aguardando a que sonara la campana y se abrieran las rejas de hierro del colegio de chicas. Iban a casarse, pero alguien se la arrebató. Él se dedicó a la música y a la magia; ella, a la adivinación. Se reencontraron en un recital. Atravesaron las secuelas de otras relaciones, desastrosas; una hija, solo de ella. Para los muchachos de la banda ella era la Pitonisa, y el apodo prendió: la Pitu. Pero algo no soldó del todo.
-¿Cómo va, bruji? ¿Y la Jessica?
La Pitu se separa del abrazo. Bosteza profundamente; sacude una mano. Lo mira.
-No volvió. Te siento muy oscuro. ¿Estuviste con el... Cabeza de León?
Se sientan. Él nota la tensión en las manos de la mujer; ve temblar la fuente de comida. No la ayuda como otras veces. La mesa parece partida en dos por el silencio.
-¿Y qué le pediste?
-¿Me pasás la ensalada, Pitu?
-Ensalada es el matete que se hicieron vos y el Celta con esa mezcla indigesta de magias y religiones. No les bastó con peregrinar hasta la casa embrujada a orillas del Loch Ness porque había sido de Crowley y de Jimmy Page, no, no les bastó con meterse en cuanta orden oculta encontraron: los Templarios del Oriente, el Dragón Rojo… no, no les alcanzó con pasarse noches enteras adorando diosas sumerias y dioses nórdicos…
-No me entendés, Pitu -interrumpe él con la boca llena de lechuga-. Date cuenta de que todos esos dioses y esas diosas están en nosotros, y nosotros en ellos…
-Ah, claro, ahora encima te creés que sos Dios. ¿No te enteraste que esas altas sacralidades están protegidas por elementales de fuego? ¿Qué si no sos parte del linaje no te podés meter ahí, ni mezclar? Y yo que me creía que el vudú haitiano era mi límite. Pero, por si fuera poco, te pusiste a invocar los no sé cuántos demonios de la Goecia…
-Dejame hablar -demanda el Égar entre bocado y bocado de pollo-. Nada puede cruzar las barreras que le pongamos. Yo trabajo con la protección de la luz azul…
-¡La luz azul de San Miguel! Vos le robás los arcángeles a esa Iglesia cristiana que tanto despreciás. ¡En el Tarot, Edgar, el Mago y la Papisa están uno al lado del otro! ¡Y el Papa! La religión le hace de límite al poder del mago. Tiene que haber límites. No podés hacer cualquier cosa de cualquier manera. No podés ir contra la voluntad de Dios.
-Que es mi voluntad, Pitu. Que es mi voluntad. Yo soy Eso. No hay diferencia.
-Vos te creés co-creador en el juego divino del acontecer. Tu sed de poder no se detiene ante nada. ¿Y qué sacaste en limpio de tanta profanación? Un accidente…
-Un accidente es un accidente, che, no me meloneés...
El Égar descorcha la botella de vino, se sirve un vaso y se lo toma de un trago.
-No, Edgar. Vos sabés que si pedís favores al Mal, el Mal empieza a buscarte para que hagás el mal. Y en el medio estoy yo, está mi hija, estaba toda tu banda…
-¡Dejá de hacerme la cabeza con eso, Pitu! ¡Veníamos agotados de tocar y rajábamos a otro reci! ¡Mala suerte! ¡Condiciones de mierda! Yo manejaba, salí vivo, me siento re culpable, ¡pero soy inocente! ¡Y tu manipulación me rompe las pelotas!
Los anillos y las pulseras de plata tintinean; ella ha acusado el golpe.
-¿Y si fue mala suerte, ¿por qué no lo aceptás? ¿Qué necesidad de volver atrás el tiempo? Porque me la juego que le pediste eso.
-¿Para qué preguntás si sabés? El Cabeza no es el Mal. Es mi aliado. Es una deidad antigua que gobierna las fuerzas que crean la ilusión del espacio y el tiempo.
-Es un demonio, y vos lo invocaste...
-¡No lo invoqué, lo evoqué! ¡No lo traje a mí, lo encerré en un triángulo!
-Ponele. Como sea. Igual está mal. Y me duele que me digás manipuladora.
El Égar se toma otro vaso de vino. No ve nada. Empieza a sentirse muy lejos.
-¿Está mal recurrir a un amo del Universo? ¡Si lo llamé para que haga el bien!
-Universo es aceptar que todo lo que ha sucedido en este mundo es para bien.
-Ey, ¿en qué quedamos? ¡Me estás volviendo loco! ¿Fui yo? ¿O lo hizo el Barba? ¡Me meloneás con la culpa y encima pretendés que agache la cabeza! ¡Al final vos sos más chupacirios que mis viejos! ¿Qué sabés vos de libertad y de poder?
La mujer levanta todas las cosas de la mesa, empezando por la botella, y al fin le saca el vaso de vino. La furia lo domina pero él, que ahora es un dragón, con un último esfuerzo de voluntad humana retrocede: sale, busca la tranquera y el pasillo de tierra. La ve a través de la puerta por última vez, con su vestido gitano, de espaldas. Ve en el patio la ropa apilada y la impertinente luz blanca, que se le antoja un símbolo de la falsa luz.