Cuando Napoleón vio en Londres una estructura cilíndrica en la que se exhibían imágenes que replicaban la ciudad de Edimburgo ordenó extasiado que se edificara su gloria militar con la narración de sus batallas más relevantes en esos dispositivos, llamados Panoramas. No pudo ser. Obtuvo, en cambio, su reclusión final en Santa Elena y la nada desdeñable gloria visual propinada por el pintor Jacques-Louis David.
En el Libro de los Pasajes, Walter Benjamin reflexiona sobre el lugar de las invenciones técnicas que prefiguran el cine. Cajas negras de la vida urbana, esos teatros de luces y sombras construyeron un público que modificó su percepción sobre la vida contemporánea a través de narraciones visuales, remedo actualizado de los vitrales medievales de las iglesias. La aceleración moderna del tiempo requería ser replicada ya no en la forma estática del cuadro en el Museo sino en una secuencia, un relato, que condensaba y ponía en movimiento el devenir del mundo. Hoy el arte las llama instalaciones; su versión digital postula, como en aquellos días, la realidad aumentada e inmersiva.
Benjamin enuncia esos inventos: “dioramas, cosmoramas, diafanoramas, navaloramas, pleoramas, fantoscopio, fantasmo-parastasias, experiencias fantasmagóricas y fantasmapáticas, viajes pintorescos por la habitación, georamas, pintorescopios ópticos, cineoramas, fanoramas, esteroramas, cicloramas, panoramas dramáticos”, hicieron su camino en la Europa del siglo XIX. “La vista en los panoramas” -escribe- “es desde una plataforma elevada, rodeadad de una balaustrada, hacia las superficies que quedan enfrente y debajo. La pintura discurre por una pared cilíndrica, tiene aproximadamente 100 m de largo y 20 de alto”.
Las Exposiciones Universales abundaban en Panoramas: narraciones escenográficas de tema épico, eran versiones miniaturizadas, acotadas en un espacio de contemplación, de la Historia, cuyo sentido contribuía a fundar la nación. Por entonces Ernest Renan postulaba que toda nación es el consenso colectivo cotidiano sobre quién se decide ser; épica y olvido de las masacres originarias arrojan por saldo la identidad nacional. Los Panoramas se pensaron para cumplir esa pedagogía cívica.
El género evolucionó: se le sumaron orquestas que ambientaban con narraciones sonoras el relato visual; se los encerró en construcciones circulares que eran vistas desde afuera a través de lentes; se les confirió profundidad de campo al colocar las imágenes en distintos espacios secuenciales que replicaban la perspectiva natural; en fin, se les adosaron figuras con volumen -muñecos de cera, maquetas-, luces y efectos que quebraran la bidimensionalidad. Encandilar los sentidos del público que asistía asombrado a ese teatro histórico cuya narrativa hablaba un nuevo lenguaje, el del folletín, era el propósito de esos dispositivos singulares. En la Argentina el arte del Panorama tuvo un eximio representante: el escultor, pintor, fotógrafo y arquitecto Augusto Ferrari, padre de León Ferrari, que décadas más tarde propondrá una nueva estética para pensar el drama histórico.
Arquitecto por la Universidad de Génova, había nacido en 1871 en San Possidonio, Módena. Radicado en la Turín industrial trabajó como retratista de la nobleza, restauró frescos y pintó bóvedas de iglesias. Pero cobró fama por la realización del Panorama de Messina Destruida, que ejecutó con asombroso realismo sobre la base de fotografías del terremoto, y participó en la pintura del Panorama de la Batalla de Turín, de 1500 m de largo. Por su alta pericia técnica -reunía oficios que, conjugados, lo habilitaban particularmente para el trabajo- fue convocado para pintar el Panorama de La batalla de Maipú, de 13,5 m de alto por 120 de largo, un encargo del Gobierno argentino que fue exhibido durante el Centenario de la Revolución de Mayo. Realizado por el mismo equipo, que desconocía la Argentina, fue enviado por barco. Por contener la escena del abrazo de San Martín con O’higgins fue comprado por el Estado chileno tras los pactos que cesaron los conflictos limítrofes. La exhibición fue un éxito total: miles de personas asistieron maravilladas a la recreación de ese momento crucial de la emancipación americana. En él Ferrari había incluido elementos materiales tridimensionales, como una cordillera en alto relieve y algunos objetos que daban profundidad de campo a la escena.
Debido al suceso y en busca de nuevos horizontes ante la inminencia de la guerra, Ferrari llegó a Buenos Aires en 1914, donde se conchabó para decorar la Capilla del Divino Rostro de Parque Centenario. Al poco tiempo viajó a Paraguay para diseñar un panorama sobre la batalla de Tuyutí, pero no encontró financiación para llevarlo a cabo. Contratado por el gobierno argentino, para el Centenario de la Independencia, realizó los panoramas de La batalla de Tucumán y de La Batalla de Salta. Enormes estructuras -11 m de alto y 95 de largo-, les adosó iluminación; el de Salta tenía 22 mil bujías. Para su ejecución, atento a los detalles, Ferrari se documentó: encargó uniformes y consiguió que el Ejército simulara maniobras en el campo de batalla. Trabajador incansable, en el ‘18 erigió el altar de la Iglesia de Lavallol.
Durante la Semana Trágica del ‘19 salió con su cámara a fotografiar tipos humanos que utilizaría en los cuadros de la parroquia de San Miguel Arcángel. Buscaba rostros que le permitieron pintar los vicios -ira, envidia, lujuria, gula. En Plaza Once se produjo un tumulto, vino la represión, y en una refriega le dieron un puñetazo en el ojo que acabó perdiendo por la infección posterior.
Tras una estadía en Italia que coincidió con el ascenso de Mussolini, a su retorno construyó el claustro de Nueva Pompeya y participó del concurso del Monumento a la Bandera desde Bahía Blanca, adonde se había trasladado por un encargo. Entre enero y abril de 1928 realizó el Panorama de la Fundación de Bahía Blanca por el coronel Estomba, en homenaje al centenario de la ciudad. Ubicado en Colón y Vicente López, era una estructura circular de madera de 20 m de diámetro con una enrramada de tela de 11 m de altura y 65 m de largo. Allí pintó la Fortaleza Protectora Argentina, con muros de adobe y forma de estrella con almenas en los vértices, en cuyo interior se veían carpas, carretas, ranchos, un mangrullo y algunos soldados. Enfrente del fortín una escena graficaba el triunfo de la “civilización” sobre la “barbarie”: hincados ante un templete con la imagen de la Virgen de la Merced, protectora de la ciudad, una mujer y un indígena rezan, piadosos. A la izquierda se recreaba un malón repelido por Ramón Estomba enarbolando su espada en la batalla; hay acarreo de heridos y fuego en el horizonte. En otra secuencia se veían niños jugando en el arroyo Napostá, caballos, vacas, y concluía con la calle que conduce al puerto.
Pasados los festejos, el cilindro fue trasladado a la entrada del Parque Independencia. Oscar Rimondi (La Nueva Provincia, 17/6/2002) escribió: “Se entraba por un subterráneo y luego se ascendía hasta culminar en un mirador en el centro con barandas, que situaba al espectador a unos tres metros del piso. El paisaje respetaba nuestra geografía y los personajes estaban muy bien representados. La tela llegaba a unos 30 cm del piso y los yuyos crecidos hacían de decoración natural acoplándose con la pintura del panorama. Hacia 1950 fue desmontado para su restauración, pero pasó el tiempo y también desarmaron el cilindro”. A fines de los ‘60, debido al deterioro, fue desmontado y las telas, supuestamente retiradas para su restauración, desaparecieron para siempre.
A partir de allí Augusto Ferrari desplegó una intensa labor como arquitecto eclesial. Su obra mayor fue la decoración del templo de San Miguel, bajo la inspiración de Monseñor De Andrea, que puso en escena la Doctrina Social de la Iglesia inspirado por la Encíclica Rerum Novarum que, en disputa con las ideas igualitarias de anarquistas, socialistas y comunistas, proponía la concordia del capital y el trabajo. En sus pinturas Ferrari colocó a Jesús en la carpintería y plasmó, deliberadamente anacrónico, fábricas y obreros del puerto. Estanislao Zeballos, el ideólogo del Estado moderno, escribió en La Prensa: “Jesús contempla desde su taller humildísimo, a través de los siglos, la obra regeneradora del trabajo, transformando en obreros fuertes y libres a los esclavos de ayer y dando a cada uno fe en sus fuerzas, fe en el porvenir, fe en Dios”. Versión antedatada del peronismo, el templo de San Miguel tuvo un destino infausto. En los pródromos del golpe del ‘55, durante el enfrentamiento con la Iglesia desatado tras los bombardeos de Plaza de Mayo, fue incendiado por aquellos obreros enardecidos que habían integrado el peronismo, producto de la Doctrina que sus pinturas proclamaban. Dos años después, Ferrari, con 86 años, la restauró gratuitamente.
Por entonces se trasladó a Córdoba, donde comenzó a trabajar con su hijo León, graduado de ingeniero en 1947. Construyó templos, conventos y colegios; salesianos, capuchinos, pasionistas y redencionistas fueron las órdenes con las que más asiduamente trabajó -aunque también hizo residencias civiles. La Iglesia de los Padres Capuchinos de Córdoba, la de Villa Allende y la de San Francisco Solano en Río Cuarto son algunos de sus trabajos más notables. En Buenos Aires erigió la Abadía de los Benedictinos y el Mausoleo a la Memoria de Monseñor de Andrea, para el cual donó sus honorarios.
En sus Tesis sobre la Filosofía de la Historia, Walter Benjamin postuló, enigmático, que “En el origen está el destino”. León Ferrari, uno de los máximos artistas del siglo XX que dio la Argentina, dará una vuelta de tuerca a la labor de su padre cuestionando el rol de la Iglesia Católica en la historia, en particular su colaboración con la última dictadura.
Augusto Ferrari falleció, casi centenario, en 1970.