Se llamaba alfarería. Un día sería uno de los negocios emblemáticos, importantes, de la ciudad. Pero mucho antes, para nosotros, los chicos del barrio de la calle Laprida entre Cerrito e Ituzangó, era “la macetería”, adonde íbamos a jugar con Estelita y Mimí. Una tarde nos subimos a una montaña de tierra y nos empezamos a tirar cascotes. A Estelita le di en la frente. Eso estuvo mal.

No teníamos idea de que corríamos por el interior de un laberinto de estantes de madera y caballetes, rampas, altos y bajos, que no eran lo que eran porque sí. Pisoteábamos con alegría sin fijarnos mucho en que por ahí cerca se escondía un horno de 1876. Y que toda esa estructura con tierra, barro, hornos y piezas frescas o por hornear existía gracias al señor Víctor Winkler, el padre de Rubén, que por 1947 consiguió comprar esa misma fábrica en la que él era empleado.

A la vieja y descampada primera alfarería, la de la arcilla fina, la de la buena tierra de las barrancas del Paraná, se le plantó la raíz de la Revolución Industrial. Desde la tracción “a burro” para mover la noria que amasaba el barro hasta la maquinaria moderna a seis macetas por minuto, en los años 50.

Para Rubén, su padre “don Víctor” y su madre Pepa fueron el alma y el motor de esta fábrica que nunca abandonaría su perfil artesanal, aunque llegara a vender más allá de Rosario, Casilda, Isla Verde y también Buenos Aires. El hermano de Rubén, Ernesto (el padre de Estelita y Mimí), se encargaba del reparto en el camión Ford volcador (y en un camión similar nos llevaría a los chicos del barrio a recibir a los jugadores de Rosario Central).

No es un dato menor que toda la familia viviera allí mismo, al lado de la fábrica, y que a don Víctor –ya con sus hijos casados, y en sus puestos de trabajo- se lo viera elegante y atento. También a la enérgica “abuela Pepa”, que a nosotros nos vigilaba por si nos portábamos mal.

Porque seguíamos entrando y saliendo a las corridas, por la macetería o por el pasillo de al lado.

Y al fondo vivía Rubén. Era rubio, de ojos muy claros y sonreía. Estábamos seguras de que era un galán. Nos caía bárbaro Rubén.

No sabíamos, entonces, que desde muy pibe se interesó por el oficio. Y además de su padre, también aprendió con un señor muy atildado, vecino también de la calle Laprida, a quien le llamábamos “el escultor”. Era Rogelio Pezzini y había hecho una formación en el Louvre.

Mientras, los chicos del barrio corríamos con la bicicleta o nos tirábamos globitos de agua.

Y Rubén estaba delante del torno. Todos los días. Todos. Entonces, en medio de esas corridas, o de idas y vueltas, me iba a sentar a un rincón y lo miraba trabajar. Lo estoy viendo trabajar. No me canso, lo observo ahora, estoy sentada con las piernas colgando de un tablón: Rubén pone un pedazo de arcilla brillante, amorfa, encima del torno. Pedalea, la pieza gira y él va moldeando algo que no sé qué puede ser. No me engaño ni engaño, no le salía una igual a la anterior. Cada volumen era nuevo, imprevisto: una jarra panzuda, o algo con doble curva y alto, con peligro de no sostenerse (pero se sostenía, como las piezas de Giacometti).

A mí me suena a que Rubén me regaló y nos regaló (pienso inmediatamente en su amiga y vecina Beatriz Vignoli, quien además escribió tan acertadamente sobre él en este diario) un principio literario. Y un principio sin más. Una ley que empieza por la forma de sentarse y empezar a tratar el material. De enfrentarse a él con calma y serena atención.

Porque las cosas van pasando por ahí fuera. Pasaron cosas, a todos, nos pasaron los años. Estelita se sacaba de encima a un novio desde el teléfono de la macetería. Mi hermana se recibía de médica. Y Rubén empezaba a aparecer en la prensa, porque la ciudad empezaba a mirarlo atentamente -los clientes, los grupos de estudiantes, las autoridades- y reconocía su labor.

Mis sobrinas lo conocieron, porque yo quería que tuvieran constancia de este tipo artista y amigo de los artistas que me hizo el honor de guardar un tiempo una entrevista por mi primera novela. Y porque Alfarería Winkler permitió algo que hoy suena remoto, raro. Enfrente del escultor, de las señoras de la sodería, de la galletitas de Luisito, de las señoras Inocenta y Elvira, la macetería era y hacía nuestro barrio.

Rubén sigue delante del torno. Aquí mismo está la pieza -bajita, panzuda, sobreviviente a un viaje transoceánico- que me regaló. Lo hizo con esta condición: tenerla cerca de mi mesa, mirarla cada tanto y recordar así que cada día uno hace eso, como “eso” se quiera llamar. Y de paso hace una vida, una familia, enriquece un barrio, cuida a sus hijos y a su esposa, propicia que su hijo Fernando continúe con la labor que empezó el abuelo Víctor...

Todo lo que ocurre cuando Rubén, cada mañana de su vida, se acomoda frente al torno y empieza a trabajar.

* Escritora, autora de las novelas Levantar ciudades y Viejas revistas, participa en antologías editadas en Barcelona; y es periodista cultural.