Dicen que antes de las tormentas hay un silencio abrumador. La calma chicha. Tal vez sea eso lo que sucede en mi casa. No se escucha nada. Si logro prestar la atención adecuada, tal vez pueda escuchar la sangre verde haciendo fotosíntesis en las venas de las plantas de mi patio, pero nada de voces humanas. Hoy tampoco las veo llegar desde la ventana del algoritmo de las redes sociales. El teléfono está ahí, callado, muerto o en coma, pero en silencio. Hace uno días escuché una columna radial en la que se hablaba del “país de las últimas cosas”. Esa sensación de estar viviendo el último todo antes de la catástrofe. La última salida a comer afuera, la última jornada laboral sin novedades, tal vez el último aguinaldo. Pero también los últimos días sin salir a la calle a defender esas cosas básicas que supimos conseguir. Hoy es el día que marcaba ese último tiempo. Y yo soy como una duquesa asediada por los conquistadores que se empeña en seguir al pie de la letra el protocolo de la visita la Reina.
Pero el silencio en un día como este es un jarrón de cristal en la esquina de la mesa. En algún momento un gesto de más, una corrida al baño, un despiste, y el jarrón que era tan bello se convierte en miles de pedacitos irrecuperables. Entonces alguien llama por teléfono. Alguien que no se puede evadir. Y dice “Cuánta gente hoy en el Congreso, el tipo dice que va a rociar el país con napalm y lo aplauden”. Y el sol, y las plantas, y las voces de los pájaros y los cubiertos ordenados por tamaño, todo, todo, se esfuma en un instante. “¿Cómo llegamos hasta acá?” dice esa misma voz en el teléfono. Yo respiro, trato de creer que puedo cortar la comunicación y volver a mi huevo a vela en la que hoy es un domingo como cualquier domingo. Pero ya es demasiado tarde.
“No aprendimos nada”. La última frase queda adherida al teléfono. El cuerpo me vibra con esas tres palabras. Creo que voy a llorar, pero no, no puedo. Me pasa algo peor. Como si hubiera visto a alguien querido en una acción muy miserable. Una sensación de asco pero también de desasosiego: ya nada será como antes. Pero entonces una idea se empieza a dibujar. No es un pensamiento tranquilizador, ni siquiera la intuición de una futura esperanza, es algo más inquietante: creo que sí hemos aprendido. Durante estos cuarenta años de democracia hemos estado haciendo fuerza para poner sobre la mesa social que lo que habían querido dejar oculto, había realmente pasado. La desaparición de personas no fue un truco de magia: fue un plan sistemático de exterminio. Un plan que tuvo espacio para cuestiones específicas como el robo de bebés, la censura de toda expresión cultural adversa al sistema, y, por supuesto, un plan económico que ejecutó con pericia de buen relojero. Ese plan tuvo ejecutores, que con toda nuestra energía intentamos llevar a la cárcel. Tuvo beneficiarios que tratamos de sacar del anonimato. A todo ese trabajo, lo llamamos “la memoria”. El día en que ese plan se puso en funcionamiento –el 24 de marzo- se convirtió en efeméride. Feriado Nacional y acto protocolar en todas las escuelas del país. Aprendimos muy bien qué hicieron los represores y le hicimos todos los homenajes que pudimos a quienes murieron bajo sus garras. También aprendimos, porque se dijo hasta el cansancio, que los dictadores actuaron fuera de la ley, y que la Constitución es lo más importante que hay que defender. Ah, y que la violencia es muy mala. Cuando yo era niña, en el pequeño círculo de los resistentes, de clandestinos que trataban de sobrevivir en un país que tenía campos de concentración a la vuelta de cada esquina, no se hablaba de defender la ley. Se hablaba de defender la vida. La ley era injusta y se la combatía. Y combatir es un verbo de acción. De acción violenta. Nadie salió a matar a nadie en aquellos años difíciles, pero salir, hablar, juntarse, pensar, manifestarse de cualquier manera, implicaba violentar el sistema de opresión. Porque “la lucha no violenta” es un oxímoron. Aprendimos, a través de la muy eficaz pedagogía de la crueldad, que nos pueden destruir hasta niveles indecibles y que lo único que tiene la democracia para ofrecernos cuando no estamos de acuerdo con lo que pasa, es votar. Porque ahí “se expresa el pueblo”. Sin embargo, aunque no tenga tan buena prensa ni esté en los manuales de historia de las escuelas, hay otras cosas para aprender y otros sujetos que nos pueden enseñar. Sólo hace falta hacerles lugar a esas otras historias, tantas historias, que componen la trama larguísima de la memoria. Porque la tan mentada “memoria completa” es esa que no sólo nos enseña lo crueles que fueron los genocidas, sino también la potencia implacable del colectivismo. Ese colectivismo que el nuevo presidente sí recuerda y por eso teme. Ese colectivismo que parece va a quedar fuera de la ley en el país que nos promete en gobierno que hoy se inaugura, pero que es parte de nuestra identidad. No de la identidad de todos, porque nunca es “con todos” en una sociedad de clases, pero que está en la identidad de todes quienes nos reconocemos dentro del campo popular.