En la bicisenda de la avenida Corrientes, a la altura de Pueyrredón, un pibe frena ante el semáforo rojo y pregunta: "Amigo, ¿sabés cómo hago para ir a la Plaza del Congreso?" Viene pedaleando rápido, se lo ve contento, y en su tono, en su ropa, en su bicicleta, reconozco a mis habituales compañeros de furgón en los trenes que van y vienen todos los días entre el conurbano y CABA. Lo imagino llegando desde la estación Lacroze, en Chacarita, y también intuyo, por su desconocimiento del centro porteño, que no es un habitué de las movilizaciones populares. A su modo, él también está por meter "las patas en la fuente", aunque tal vez —prejuicio puro— desconozca la referencia.
Solo es necesario bordear el Congreso, mirar las caras, escuchar lo que cantan, o sus charlas con los vendedores ambulantes, para advertir que esto que está pasando tiene muy poco que ver con las típicas movilizaciones de los conservadores y los liberales argentinos. No son "macristas". Son gente "común", amuchados por un rato para vivar al líder que los quiere sueltos. Es algo más que una sociedad derechizada. Es la vida misma que se volvió de derecha.
Entre los miles que van llegando a la plaza veo a un tipo parecido al fletero que hace unos meses me llevó de Palermo a Wilde y se pasó todo el viaje puteando contra el caos de la ciudad y los piqueteros que le hacen perder tiempo y quedar mal con los clientes. Se parece, pero no es; cada uno de los que me cruzo podría representar a esos que no pertenecen a nuestro círculo más íntimo de afinidad cultural o ideológica, que transitan por fuera de ese anillo de protección que establecimos para preservar nuestra salud mental, pero que están ahi, en nuestra cotidianidad, aunque no los percibamos como actores políticos.
"Veo", entonces, al fumigador que vino al edificio hace poco y discutió con el vecino del departamento de al lado porque "nos están matando a impuestos que usan para mantener a vagos". O a Dardo, un albañil amigo que vive en Sol y Verde (suburbios de José C. Paz) y terminó votando a Massa (eso creo) porque le quemé la cabeza, pero cada vez que salía el tema me decía: "A mí el Estado no me da nada, nunca tuve aguinaldo ni vacaciones, vivo el día a día. Si una semana se me cae un laburo, no como".
La vida se volvió de derecha porque desde hace rato la convivencia se tramita con los códigos de la jungla. La lógica individualista —guiada por la necesidad de supervivencia y las ansias de superación personal— impregna ese día a día en la calle, en los codazos para subir al subte, en las historias de Instagram, en el trabajo, en la familia. Nos empujan al narcisismo pero ese narcisismo está lleno de heridas que nunca terminan de supurar.
Una señora se está yendo de la zona del Congreso. Ya va por Rodríguez Peña rumbo a la avenida Belgrano pero no baja el cartel que lleva con orgullo y esperanza: "Javier Milei, en vos confío". La imagen se parece a una estampita que nos daban en la iglesia cuando nos preparábamos para la Primera Comunión y el objeto de confianza era el Sagrado Corazón de Jesús. Seguramente la señora aplaudió hace un ratito cuando el nuevo presidente arengó, como si estuviera anunciando una buena noticia: "No hay plata". Ella aplaudió porque confía en que no habrá plata para los grandes colectivos de los que desconfía (sindicatos, organizaciones sociales, partidos políticos) y que Milei, entonces, abrirá los caminos —como Moisés las aguas del Mar Rojo— para que ella pueda progresar por sus méritos como argentina de bien que es.
Como ella, muchos sienten que están para más y que otros se están quedando con lo que les corresponde. Ese sentimiento existió siempre, pero antes lo capitalizaba el peronismo y ahora lo hace la derecha. Hubo un tiempo en que las políticas públicas propiciaban una movilidad social ascendente. Ese ciclo virtuoso se interrumpió hace ocho años y sus consignas retóricas —"la patria es el otro", "ampliación de derechos", "Estado presente"— se convirtieron en cáscaras vacías, incapaces de cobijar las expectativas de millones de personas.
Deambulé por la zona del Congreso mirando de reojo la plaza, escuchando de lejos, como si esas vallas que cercaban la Avenida de Mayo fueran la frontera que me preservara de un micromundo distópico, plagado de frikis y fascistas. Me volví con una imagen aún más inquietante: la monstruosidad nos acecha desde la más absoluta normalidad.