Entre las diferentes reformas en las que el actual gobierno tiene comprometidos buena parte de sus esfuerzos se destaca la de la educación como una de las más significativas, necesarias y de alto impacto en la transformación de la dinámica social, cultural, política y económica en el país. Su cambio no vendrá por las consabidas y eternas frasecitas según las cuales la educación es el pilar, motor, eje central, bastión principal, impulso, factor determinante etc. etc., de lo que se pretenda legar a las generaciones venideras.

Queda demostrado con evidencias irrefutables, que lo hecho hasta hoy no ha generado un sólido sistema formativo con el que se garantice “el acceso al conocimiento, a la ciencia, a la técnica, y a los demás bienes y valores de la cultura”, como reza nuestra Constitución Política. Por ello, si es que, la educación es un arma cargada de futuro, como se dice de la poesía y otros saberes inspirativos, su oportunidad no está en el lamento del pasado sino en la configuración de condiciones reales para robustecer sus finanzas, incidir en la formación de directivos, maestros y maestras, y paliar las situaciones socioeconómicas que afectan el desempeño de las y los estudiantes e impiden la progresividad en los mejoramientos escolares.

PISA no son las pruebas con las que debamos cuantificar los progresos en la conquista de una plataforma educativa consistente en el país. Diferentes análisis, recomendaciones y estudios dan cuenta de que ese dispositivo no es el más apropiado para equiparar avances del pensamiento crítico, la resolución problemas y la comunicarse efectiva en series trienales de estudiantes de 15 años {entre séptimo y octavo en Colombia], desconociendo entornos y contextos que no resultan intercambiables entre los países de la OCDE.

Los cambios deben iniciar en las pruebas internas de las instituciones educativas. Hoy no existe un solo instrumento que le permita al Ministerio de Educación, al ICFES (Instituto Colombiano para la Evaluación de la Educación) y a los centros de educación superior, identificar, caracterizar, detectar debilidades y proponer alternativas de formación centradas en las evidencias de aprendizaje propuestas. Ni siquiera por ciudades se ha hecho este ejercicio; aunque Cali ha desarrollado una herramienta llamada “MARSO” y el ICFES ha dispuesto las pruebas “Evaluar para avanzar”, que no aportan resultados institucionales y cuentan con serias dificultades técnicas para superar las barreras en la infraestructura informática y desconexión habitual en las escuelas oficiales.

En igual sentido, la entrega de resultados de las pruebas SABER de 3, 5, 7, 9 y 11 que aplica el ICFES resulta muchas veces tardía, no impacta la planeación en las instituciones educativas oficiales, o no va acompañada de asesoría técnica suficiente para impulsar y sostener cambios en los procesos de enseñanza y evaluación de los aprendizajes escolares. De hecho, son muy pocos y desconocidos los análisis en torno al impacto e incidencia de estas pruebas vinculadas a la cualificación de los procesos escolares. En este sentido, la tarea del Viceministerio de Educación Básica y Media, junto a la del organismo rector de la evaluación en Colombia, todavía deja mucho que desear, pues los Rectores y Coordinadores del país ni siquiera son convocados para discutir, problematizar y tomar decisiones en conjunto que, pese al respeto por la autonomía escolar, garantice al país el establecimiento de acuerdos respecto de lo que debe ocurrir en el aula. En esto han fallado todas las misiones educativas diseñadas hasta ahora.

Peor todavía, las universidades e instituciones de educación superior permanecen desentendidas de lo que ocurre puertas adentro en las instalaciones educativas. Cuando aparecen, lo hacen como contratistas del estado en tareas investigativa o para el desarrollo de proyectos generalmente ahistóricos, esporádicos y faltos de coherencia respecto de las trayectorias de dichos centros. Más que como agentes cooperantes en la transformación de prácticas y en el rediseño de condiciones de éxito educativo, la academia aparece en las escuelas en paracaídas, desconfiando de lo que ocurre en sus aulas y mirando con desdén a sus profesores.

Pese a la inmensa responsabilidad que cabe a las Facultades de Educación y a las demás unidades académicas que, en un contexto de ingreso precario y oportunidades laborales escasas que llevan a profesionales de casi todas las disciplinas a las aulas y a la dirección escolar, prefieren ganar dinero montando diplomados en pedagogía o etnoeducación, antes que ocuparse en delinear las condiciones de mejoramiento de las prácticas educativas con la implementación de nuevas estrategias de enseñanza y alternativas didácticas para acompañar el éxito en los aprendizajes de las y los estudiantes en el presente siglo.

Por ello celebramos el propósito ministerial y presidencial de elevar la educación a derecho fundamental en el país, a la espera de que el Estado, la sociedad y la familia nos encontremos en un propósito compartido que alimente la necesidad de contar, por fin, con un Sistema Nacional de Educación coherente y pertinente, que ponga orden al disperso tendido curricular multimaterias que hoy sufrimos, implemente estrategias sólidas para la evaluación de aprendizajes soportados en evidencias, consolide una plataforma informativa que vincule la evaluación interna con las pruebas externas y comprometa a los agentes educativos de las Secretarías de Educación, las Universidades y el Ministerio en la urgente tarea de contar con maestras y maestros formados para instalar el definitivo futuro del país, clase a clase.

*Doctor en Educación. Es autor y coautor de varios libros y artículos en torno a los estudios de la afrodescendencia. Rector de la IE Santa Fe – Cali. Colombia.

Publicado originalmente en www.diaspora.com.co