¿Cómo haría mi hija de once años para creerme que a su edad no sólo no había celulares ni internet, sino que en el partido de La Costa apenas lográbamos ver la televisión un par de días por semana, casi siempre con la imagen lluviosa? Y eran dos canales de Mar del Plata que empezaban a transmitir recién después del mediodía y que los dibujitos animados apenas estaban al aire una hora. ¿O que para ver la final del Mundial 78 nos fuimos a un bar de General Madariaga, a más de ochenta kilómetros?
¿Y que escuchábamos casi todo el tiempo la radio pero que se oían mejor las emisoras uruguayas que las de Buenos Aires?
¿Cómo hacer para que me crea que cualquier familia, incluso humilde, procuraba comprar una revista semanal y el periódico todos los días?
En mi casa, eran infaltables el Billiken, El Gráfico y la Gente. Y con ellos llegaba el saber escolar, el deporte y la actualidad política. Y listo, no había mucho más. No había libros debido a que mis padres no habían podido estudiar ni siquiera la secundaria, nunca vi uno en sus manos, pero siempre me inculcaron que los leyera. Gracias a una varicela a mis ocho años, mi padre me trajo el primer y único libro que me regalaría en su vida: Bufalo Bill, de la colección Robin Hood. Aún lo conservo, y aunque no fue mi preferido me produjo el despertar a la lectura sostenida y por el mero placer de conocer historias. Cuando me curé, fui a la librería y compré el libro de Emilio Salgari que marcaría mi infancia, y quizás mucho más aún: Sandokan. Andando a los sablazos por las selvas de Malasia acompañando a los tigrecillos de Mompracem sumé mis primeros palotes antiimperialistas. Y luego me inicié en la “aberración de la justicia social” con la historia de Robin Hood en los bosques británicos. Y me hice habitué para siempre a la única posibilidad de acceder a otros mundos, que otra cosa se podía hacer en esas épocas tan aburridas, como dice mi hija.
De grande tuve que aceptar que me volví un intelectual, sin que aún sepa que significa verdaderamente tamaña palabra. Pero de alguna manera tengo que nominar mis oficios terrestres que rondan en torno a la docencia, la psicología y la escritura. Muchas veces me he preguntado acerca de las marcas que me llevaron a la eterna curiosidad de querer estar siempre aprendiendo y de trabajar preponderantemente en el campo de lo simbólico. Y esos libros se encuentran entre ellas. Pero hay más.
En la esquina de mi casa de San Bernardo, en Chiozza y Santa María de Oro estaba uno de los dos kioscos permanentes del pueblo, el canillita era Roberto Rodríguez Quiroga. Un petiso de cejas bien tupidas, muy parecido a Pipo Mancera, que además era el papá de Ariel, mi compinche de andanzas desde que había llegado al pueblo a mis cinco años. Durante toda la infancia Roberto fue mi mecenas revisteril, si me permiten el neologismo. Porque yo iba casi todos los días y durante horas me sentaba en el paredoncito apoyado en la vidriera y leía una tras otra todas las revistas. Hasta que el frío me entumecía, o la luz del día caía y mi madre me llamaba a los gritos para tomar la leche desde la puerta del negocio familiar, en una primera época almacén, luego zapatillería y finalmente bazar y ferretería. Leyendo de ojito, como se decía en esa época. Mi padre, como buen comerciante se molestaba un poco conmigo, porque era un claro abuso, pero Roberto me dejaba y no llegaba a enterarse de la cantidad de horas que allí me pasaba. Y lo peor era que no era el único. A veces, dos o tres pibes coincidíamos sentados en el paredoncito. Uno de ellos era Marcelo Bellotti, quien tiene un par de años más que yo, y que es abogado, sociólogo y saliente Secretario del Ministerio de Trabajo de la Nación. En algunas oportunidades hemos charlado que ambos compartimos esta marca inicial que luego se prolongó cuando ambos descubrimos por separado la biblioteca del Club Social y Deportivo de Mar de Ajó.
Volviendo al kiosco, mi voracidad era insaciable. Que Patoruzú, que Isidoro Cañones, pasando por todas las de editorial Columba y los comics de Marvel y cía., hasta llegar a las Skorpio y similares. Sin olvidar después a las de editorial La Urraca (algunas las compraba), y así la lectura de ojito se prolongó durante años con todo lo que llegaba en el destape democrático. Un verdadero despropósito de la mano de la generosidad de Roberto, imagínense cuánto dinero perdió de ganar conmigo. Cuando crecí un poco, empezó a darme un poco de vergüenza. Y Roberto, con sabiduría y mayor generosidad todavía, me ofreció llevármelas y devolverlas al día siguiente. Seguramente volverían con algunas frases menos en los renglones por mi hambre de abarcar todos los mundos.
En esas épocas, ya había reemplazado las novelas de aventuras de la colección Robin Hood por el fantasy y la ciencia ficción de los libros de editorial Minotauro. Quién iba a decir que años después conocería a las hijas de su mítico editor, Paco Porrúa, cuando me fui a estudiar a Mar del Plata. Y nunca dejé de leer, más bien anárquicamente y de todo como en botica, derivando más hacia la literatura latinoamericana comprometida con lo social.
Roberto continuó durante muchos años en la esquina, hasta que se jubiló. Al mismo tiempo, los kioscos fueron languideciendo, hace bastante tiempo que ya no hay colas esperando que llegue el diario ni se agota la tirada de ninguna revista. Quedan tan pocos, que para un niño actual ir a un kiosco se reduce a la compra de golosinas o de un alfajor. Ya no hay ninguna puerta secreta que lleve a otros mundos en esa especie de ropero de Narnia de color naranja.
Hace muy poco tiempo agregué a mi vida la faceta del que escribe. Siempre teniendo en claro que lo más importante es cumplir con la máxima borgeana de ser un buen lector mucho más que escritor. Por eso, me jacto de seguir leyendo. Y en eso de andar ahora por ambos lados del mostrador, me resultó inevitable preguntarme quien o quienes me motivaron. Y si bien aparecen ahí mi abuelo materno y la profesora de literatura del secundario, siento que mi vida sería distinta sino hubiera estado Roberto, el canillita de la esquina. Quien sobrecumplió su oficio siendo una suerte de gestor cultural promoviendo en mí la lectura, quizás sin proponérselo.
El año anterior a la pandemia presenté una de mis novelas en San Bernardo. Y reconociendo su marca, quise invitar a Roberto para agradecerle lo que había propiciado. Pero ya estaba muy mayor, y no pudo venir. Mi amigo Ariel vino en su lugar y luego le mostró el video donde lo nombraba. Me contó después que su padre se emocionó mucho y que cada tanto le pedía que se lo mostrara de nuevo. Roberto falleció durante la pandemia, sin que sus hijos pudieran acompañarlo de la mejor manera en la despedida final por los protocolos de salud de ese momento.
Estamos transitando una época en la que terminaron muchas cosas, y seguramente se iniciarán otras. En ese devenir, se vuelve imprescindible sostener los reconocimientos y agradecimientos a quienes nos han acompañado en algún trecho o nos marcaron el camino contribuyendo para que seamos quienes somos. Y ahí, entre unos cuantos, está Roberto, el canillita.