Edinah Nyasuguta Omwenga estaba luchando por su vida tras sufrir complicaciones posparto cuando escuchó a médicos de un hospital en Kenia describir su caso como un típico ejemplo de los efectos nefastos, y hasta mortales, de la escisión.
A diferencia de miles de jóvenes del este de África, Edinah Nyasuguta Omwenga fue sometida a una mutilación genital medicalizada, es decir que fue un trabajador de salud, en un hospital, quien le practicó su ablación del clítoris. "Tenía siete años (...) nadie me dijo que aquello me causaría tantos problemas", cuenta esta mujer, hoy de 35 años.
Cuando Kenia prohibió la mutilación genital femenina (MGF) en 2011, pocos habían anticipado que el procedimiento, tradicionalmente practicado en público con pompa y ceremonia, se trasladaría a clínicas y hogares privados, al amparo de la vista de los demás.
Tanto los profesionales como las comunidades defienden la mutilación genital femenina medicalizada como un medio para preservar la tradición, a pesar de los riesgos para la salud física, psicológica y sexual de las niñas, que a menudo tienen menos de 15 años cuando son sometidas a ella.
Según un informe de Unicef de 2021, este tipo de ablaciones medicalizadas está aumentando en Egipto, Sudán, Guinea y Kenia.
"El fin del mundo"
En el condado de Kisii, a 300 kilómetros al oeste de la capital, Nairobi, más del 80% de estas mutilaciones son realizadas por trabajadores sanitarios, según el gobierno.
Doris Kemunto Onsomu pasó años realizando la incisión a niñas de esta región montañosa, creyendo que era una alternativa más segura al procedimiento tradicional que ella sufrió cuando era adolescente. "Como era consciente del riesgo de infección, cada vez utilizaba un bisturí nuevo", explica a la AFP, asegurando que pensaba que estaba "ayudando a la comunidad".
Las solicitudes le llegaban de familias de todos los estratos sociales. "Las tradiciones no están vinculadas con la educación. Se necesita mucho tiempo para desaprender ciertas prácticas", estima Doris, de 67 años.
Tina (que pidió que no se usara su verdadero nombre) estaba en casa de su abuela en Kisii cuando un empleado médico llegó tarde por la noche para operarla. Tenía 8 años. "Fue como si fuera el fin del mundo, fue muy doloroso", contó a la AFP esta hija de un ingeniero. Por orden de su abuela, tuvo que permanecer en aislamiento hasta que la herida sanó. Ahora de 20 años, esta estudiante en la Universidad de Nairobi hace campaña contra esta práctica.
Rosemary Osano, la menor de cinco hermanas, cuenta que "se sintió presionada" para seguir la tradición. "La gente piensa que hemos adoptado la cultura occidental de muchas maneras (...) así que defienden (la mutilación genital femenina) como una forma de preservar la cultura", dice esta mujer de 31 años.
Crear conciencia
La práctica también persiste dentro de estas comunidades en el extranjero. Un tribunal de Londres condenó en octubre a una británica por haber llevado a una niña de tres años a una clínica de Kenia para someterla a una mutilación medicalizada.
Quienes todavía practican la mutilación genital femenina "dicen que sin esta escisión, la joven se convertirá en prostituta", explica a la AFP la activista Esnahs Nyaramba. El presidente William Ruto ha instado a los kenianos a dejar de practicarla, pero para Esnahs Nyaramba se necesitan sanciones más duras. "Si se manda a un familiar a la cárcel (...) la gente tendrá miedo", asegura. Pero para otros activistas, una política más represiva podría hacer que la práctica sea aún más clandestina.
Varias ONG han decidido centrarse en crear conciencia para que las familias opten por ritos de iniciación alternativos.