Dos veces ganador de la Palma de Oro del Festival de Cannes, primero con El viento que acaricia el prado (2006) y una década después con Yo, Daniel Blake (2016), el director británico Ken Loach tiene la virtud de interesarse por las palancas que mueven al mundo y lo que suele haber detrás de ellas. Por su formación política marxista, le interesa lo que le sucede a la clase trabajadora de su país: cómo vive, cómo habla, qué problemas tiene y por qué los tiene. Y esto es así desde los comienzos mismos de su obra, a mediados de los años ’60, en la televisión británica. El libro Loach por Loach -que acaba de publicar la editorial El cuenco de plata- acerca la palabra del director no sólo sobre los temas que lo ocupan desde entonces sino también sobre la forma de abordarlos, un aspecto que suele pasar inadvertido en sus películas, de una sencillez muchas veces engañosa.
Una aclaración importante, sin embargo: el volumen que llega ahora a las librerías argentinas es la traducción de la edición original de 1998 y que la editorial Faber and Faber nunca actualizó, a pesar de que Loach estrenó desde entonces nada menos que 14 largometrajes (el último de ellos, The Old Oak, este mismo año), y que el crítico británico Graham Fuller, que en su momento lo entrevistó in extenso para el libro, sigue en actividad, escribiendo para distintos medios neoyorquinos.
Es evidente entonces que el libro está desactualizado, pero la paradoja de Loach por Loach está en que muchas de las reflexiones del director referidas al que quizás sea el cuerpo principal de su obra -aquel que va desde Cathy Come Home (1966) hasta Mi nombre es todo lo que tengo (1998), pasando por Agenda secreta (1990), Riff-raff (1991), Como caídos del cielo (1993), Ladybird, Ladybird (1994) y Tierra y libertad (1995)- siguen valiendo para mucho del cine que hizo después. Y que al dedicarse también en gran parte a la etapa inicial de su obra –poco conocida, al menos fuera de su país- aporta una información valiosísima y de primera mano sobre los comienzos del director, actualmente de 87 años.
Nacido en una familia de clase trabajadora de un condado alejado de Londres, Loach sin embargo logró estudiar en Oxford y su primera pasión fue el teatro, Shakespeare en particular, algo que luego no se reflejó en su cine. Pero su laboratorio fue la televisión, la BBC de Londres, donde en plena efervescencia de los “Swinging Sixties” comenzó –a los 26 años- colaborando en series policiales, para pasar muy rápidamente a dirigir varios largometrajes de temática social, que se emitían como un programa especial de los días miércoles y que tuvieron una tremenda repercusión en la audiencia de su momento.
En particular Up the Junction (1965), que abordaba de modo pionero el tema tabú del aborto, y el ya citado Cathy Come Home, que exponía de manera muy cruda los tremendos problemas de vivienda de los jóvenes ingleses de ese momento. Problemas que como dice el propio Loach siguieron perpetuándose e incluso agravándose, a pesar de que la película tuvo tanto impacto que hasta el ministro de Vivienda del Reino Unido pidió reunirse con el director. “Pero cuando le preguntamos, ¿cuáles son sus planes para lidiar con el problema?, vaciló, y titubeó, y le dio vueltas al asunto. Y evidentemente… nada”, cuenta Loach en el libro.
Ya para entonces, al director le interesaban los asuntos de orden político y social, esencialmente cuestiones de clase. Y lo que Loach le dice a su entrevistador de aquellos films germinales se puede aplicar a gran parte de su obra posterior: “Quería poner de manifiesto un sentimiento de solidaridad, y también un sentimiento de que la gente es importante. Poner de manifiesto que las personas son valiosas. Supongo que esto es político, ya que por lo general a la clase trabajadora no se le confiere ese valor y esa dignidad y ese respeto. Todos somos igual de importantes, el drama no es el dominio exclusivo de la clase media (…). Identificar a la gente común como tema digno de un drama es una forma de decir que estas personas tienen una importancia política”.
Hablando de formas, para Loach también está allí el contenido. Sobre esos films iniciales dice: “Fueron la antesala de lo que vendría después. El libre intercambio de opiniones en las conversaciones grupales –con gente presionando todo el tiempo y luchando por sus ideas- me parece muy enérgico y revelador, y lo disfruto muchísimo. Pienso que las personas suelen dar lo mejor de sí y que hablan de la forma más elocuente en esas ocasiones. La clase trabajadora tiene una elocuencia que rara vez se le reconoce”.
Con Pobre vaca (1967), Kes (1969) y Vida en familia (1971), Loach se pasó finalmente de la pantalla chica a las salas de cine, con producciones de bajo presupuesto pero que empezaron a tener alcance internacional en el circuito de festivales. Los temas seguían siendo sociales pero se afinaban las formas. El neorrealismo italiano aparece como un lejano punto de referencia (“Esas películas clásicas le dan espacio a las personas y se preocupan por lo que les preocupa a ellas”), pero el modelo a seguir de ese período es el de la nueva ola checoslovaca, con Milos Forman y Jiri Menzel a la cabeza: “Nos hacían sentir que eran el tipo de películas que queríamos hacer”.
También de allí nace el tipo de puesta en escena e iluminación que luego será una constante en su obra. Dice Loach: “Queríamos iluminar el espacio de modo que la luz cayera democráticamente, sin ostentación, sobre todos los personajes. Al hacerlo así, la iluminación ya no indica que alguien es el protagonista de la escena o de la película y que los otros actores no son tan importantes. Es lo que hicimos en Kes y se convirtió en un principio rector de nuestro método de trabajo”. Y profundiza: “Lo importante es colocar la cámara de forma tal que no inhiba al actor. No debe estar demasiado cerca o encontrarse todo el tiempo en su línea visual, para que el actor pueda relaciones con los otros actores sin que la cámara interfiera o se entrometa”.
Con respecto al encuadre, Loach también tiene ideas muy claras: “Hay que comunicar el paisaje, pero es el paisaje el que debe ser bello, no el plano. Es importante conectar al público con el paisaje de la manera más natural posible”. En particular, porque el paisaje en el cine de Loach no suele ser la bucólica campiña británica sino el horizonte urbano: una obra en construcción, una fábrica, una hilera de viviendas proletarias, un pub.
En el último tramo del libro (que capítulos antes también aborda en detalle la censura que sufrió Loach durante el período Thatcher, no sólo en el cine sino también cuando volvió al teatro), Graham Fuller le pide consideraciones de orden más general, que el director baja a tierra y que no dejan de ser coherentes con todo el cine que hizo después: “La esencia del asunto consiste en encontrar siempre la humanidad de la situación que se está examinando –sea cual sea- y en hallar momentos de resistencia y momentos de disyuntivas y elecciones en los que exista una lucha (…). El desafío es sencillamente decir: ‘Miren, ¿dónde está la humanidad que comparten el público y las personas que aparecen en la película?’ (…) La razón por la que hago películas es para permitir que las personas se expresen, para compartir ese tipo de resiliencia porque es lo que nos hace sonreír. Es lo que nos obliga a levantarnos cada mañana”.