Viva la música
Sea cual sea la disciplina artística por la cual se destacan, es frecuente que los artistas experimenten en algún momento de su carrera con la técnica del collage. Y es que superponer texturas, materiales, quitar en una zona lo que va a otra o dejar espacios en blancos o cubrirlos de tinta oscura o de colores vibrantes, parece ser una exploración que le da al artista una data cifrada, una forma nueva de mirar lo propio. Con esta idea, la galería Jorge Mara La Ruche reunió collages de veinte artistas de América latina y Europa que incluyen a Liliana Porter, Grete Stern, Eduardo Stupía y Kenneth Kemble junto a los montevideanos Washington Barcala y Amanda Nieto o el brasileño Macaparana, entre otros. Ahora bien, el hecho de que el collage (una palabra que viene de “cola” o “pegamento”) sea un trabajo lúdico no significa que cualquier experimentación se transforma en obra. “Se sont les plumes qui font le plumage, ce n’est pas la colle qui fait le collage”, dijo Max Ernst. Algo así como “Si son las plumas que hacen el plumaje, no es la cola que hace el collage”, aunque en español se pierde la resonancia rímitca del francés. El ritmo es algo que el dadaísmo valorizaba mucho. De hecho, dadaístas y surrealistas le sacaron el jugo al collage a comienzos del siglo XX al igual que el cubismo o el arte pop como forma de poner patas arriba la tradición. Un lugar destacado entre los artistas que “dibujaban con tijeras,” lo ocupa Henri Matisse cuyos decoupages, señala el texto de la galería, “constituyen uno de los conjuntos artísticos más extraordinarios de nuestra época”. Al final de su vida Mattise, con problemas de salud, encara un conjunto de obras inspiradas por la música y el ambiente del teatro y del music hall. Todas están reunidas en un libro llamado Jazz como analogía entre música y arte. Porque en definitiva, en las dos disciplinas, de lo que se trata es de saber bailar.
Mr. Vértigos
Once hombres comen su almuerzo sentados en una viga, colgando a 250 de metros sobre la ciudad de Nueva York mientras construían The Rockefeller Center. En 1932 la foto, tomada por Charles Ebbets, apareció en The New York Herald Tribune, en plena recesión, y desde entonces se transformó en ícono de la precariedad laboral retratada con inusual belleza. La imagen circuló con muchos nombres; entre ellos, “Hombres en la viga”. Y The Beam (o sea, “la viga”) es el nombre de la nueva atracción turística que The Rockenfeller Center ofrece a través de su página web. La propuesta es que la gente pueda sentarse en una gran viga de metal y elevarse en el aire en una de las terrazas del edificio. Hay una cámara lista para tomar una foto y la oportunidad de, como indica la web, “de elevar a los visitantes 250 metros sobre Nueva York”. La experiencia dura apenas un minuto, el tiempo suficiente para que los turistas puedan posar para una foto que se incluye en el paquete cuyo total ronda los cien dólares. El asunto es lo suficientemente seguro como para que puedan subirse incluso chicos a partir de los cinco años. Los muchachos originales mirarían la escena impávidos. Miles de ellos (la mayoría inmigrantes provenientes de Italia, Alemania y Europa del Este) se subían cada día a los lugares más altos sin ninguna protección para construir rascacielos. En el caso de la foto, solo dos pudieron ser identificados: los irlandeses Joseph Eckner y Joe Curtis.
Carta imperial
El 19 de octubre de 1956 se realizó un banquete en Beijing organizado por Mao Zedong en honor a la primera visita oficial a China del primer ministro de Pakistán, Huseyn Shaheed Suhrawardy. El agasajo contó con alimentos de ambas naciones e incluyó delicias como “Consomé de Nido de Golondrina y Hongos Blancos”, “Aleta de Tiburón en Salsa Marrón” y “Pato Pekín Asado”. De la velada participaron, además, otros cuatro estadistas chinos. Entre ellos, el primer ministro Zhou Enlai. Todos estos detalles hacen que la carta donde consta ese menú oficial haya sido subastada por 275 mil dólares, según indicó la casa RR Auction, con sede en Boston. La gran frutilla del postre, digamos, la constituye el hecho de que lleva la firma de Mao (y también, de los otros comensales). El menú fue firmado con pluma estilográfica y tinta negra. “Sostener un menú firmado por Mao Zedong y Zhou Enlai es sostener una pieza del pasado, una pieza que cuenta una historia de compromiso diplomático, intercambio cultural y la forja de amistades que han perdurado a lo largo de décadas”, dijo el vicepresidente ejecutivo de la casa de subastas, en un comunicado. En la misma actividad se vendieron una máquina capaz de decodificar información durante la Segunda Guerra Mundial, un documento firmado por Thomas Edison para patentar una bombita lumínica y un cheque por cuatro dólares con la firma de Steve Jobs fechado en julio de 1976. Es decir, mientras surgía Apple en un garaje de Silicon Valley.
Diseño celestial
El nombre de Richard Danne está unido al de la Nasa por razones singulares. Él nunca estudió las estrellas. Tampoco construyó un cohete. Sin embargo, junto a su socio Bruce Blackburn, es artífice de uno de los elementos más reconocibles de la agencia espacial: el logotipo con el acrónimo NASA escrito en letras anaranjadas, conocido como “gusano” por su estilo zigzagueante. Danne, de 89 años, acaba de ser recibido en la sede de de Washington para rendirle honores a su obra. Entonces aprovechó para contar la historia, que comenzó en los '70. Por entonces, su pequeña empresa de diseño recién formada, Danne & Blackburn, ganó un contrato estatal para adecuar la gráfica de las agencias federales a los nuevos tiempos. Ellos apostaron por un diseño limpio y futurista, bien diferente del logo original azul, lleno de decoraciones como estrellas, una elipsis y una forma que semeja el ala de un avión. También, elaboraron un manual exhaustivo de lo que se debía hacer y lo que no: tamaño y uso adecuados del logotipo, ubicación del texto que lo acompaña, tono específico de color que debía ser usado. Pero también, el manual proponía formas renovadas de comunicación institucional. “Esto es algo que no existía antes de nuestro rediseño”, aseguró Danne. “Las publicaciones y los formularios eran un desastre, desiguales entre sí tanto en el lenguaje como en la apariencia”, sostuvo. Después de la pérdida del transbordador espacial Challenger y su tripulación de siete personas en 1986, y de los primeros problemas con el Telescopio Espacial Hubble, la moral en la Nasa se deterioró. Entonces decidieron volver al logo original, con el argumento de que era el mismo que había usado el Apolo 11 en su misión a la luna, ya que el “gusano” era la evidencia de dolorosos fracasos. Si embargo, en 2015, el manual de estándares gráficos de Danne y Blackburn se volvió a imprimir y fue un éxito: agotó siete ediciones y lleva vendidos más de 35.000 ejemplares. Desde entonces, el “gusano” fue volviendo al centro de la escena por su aspecto lúdico “como las letras que decoran una torta de cumpleaños”, dijo con orgullo Danne. Y agregó: “Me encanta ser parte de la cultura pop”. Su creación ahora ocupa un lugar destacado en las naves espaciales, en los trajes, en las maquinarias e incluso se convirtió en una enorme escultura tridimensional en la entrada del edificio de Washington, ahí donde Danne ha sido recibido como un héroe nacional.