Caída de los semblantes, pasión por el fuego
La desaparición de Alberto Fernández y la derrota abrumadora de Horacio Rodríguez Larreta mostraron algo: la caída de los semblantes. En estos momentos parece que casi nadie sigue a los que apuestan a la apariencia. Se trata, claro, de apariencias vacías, sin relación a ningún real. Por la misma razón Macri no se presentó a elecciones.
El ascenso de Milei refuerza la hipótesis. No hay allí ningún argumento. Hay fractura del discurso. Todos somos un poco locos, algunos más, otros menos. El votante de Milei puede ser inteligente, racional y sereno en su vida cotidiana. Pero en su voto, en el mejor de los casos, está gran parte de su locura. Ese voto está, en gran medida, basado en su identificación con el grito furioso, enloquecido, incendiario, del cual venía haciendo gala el candidato elegido hace un buen rato.
Los discursos operan desde el semblante. Cuando el semblante se desprende del real pulsional el discurso se degrada, pierde eficacia. Cuando se toca lo real, el punto de imposibilidad de cada discurso, si hay trabajo simbólico, existe la posibilidad de pasar de un discurso a otro. Pero cuando la inflación imaginaria se ha tragado al trabajo simbólico el pasaje entre discursos se vuelve imposible. Y cuando el imaginario se agota, explota. Lo real retorna violentamente.
El triunfo de la locura y la maldad es una muestra del agotamiento de la eficacia discursiva. Los “agotados de ser engañados” han renunciado a apostar al discurso. El hecho de que Milei haya ganado sin mentir no quiere decir que él sea el agente de un discurso verdadero. Como decía Lacan no hay discurso que no sea del semblante. Lo otro del discurso es el desecho. El grito enfurecido es el desecho del discurso. Lo que parecería estar gravemente dañada es la representatividad. No se puede esperar nada bueno de eso.
La representatividad dañada es un síntoma de lo que llamé la locura de la razón capitalista. El avance voraz del capital financiero viene produciendo hace rato fundamentalmente un efecto de destrucción del entramado social. A nivel subjetivo suele ser una tentación, en aquellos que se sienten acorralados, el salto al vacío, la hetero y autodestrucción. Vimos durante la pandemia una aceleración en este sentido, corporizada por los militantes de la antivacuna. Pareciera ser que finalmente van a lograr instalar una pandemia con “libertad” y sin vacunas. La libertad de morirse de hambre.
Voces en la Rosada
La voz de Cristina era escuchada con devoción por algunos, con rechazo furioso por otros, con interés por muchos. Claramente no dejaba indiferente a nadie. Era una voz invocante. Llamaba y ante el llamado nadie puede ser indiferente.
Macri tenía dificultades con la voz. Tropezaba continuamente, cometía muchos lapsus, incluso le costaba leer. Esa dificultad estaba ligada al trabajo que requiere sostener la mentira planificada en todos los órdenes. Sólo decía la verdad a través de los lapsus, que quedaban ahogados por la cacofonía mediática. La acción violenta a nivel de la palabra estaba a cargo de los oligopolios mediáticos y sus operadores, autopercibidos periodistas.
Alberto Fernández nunca habló.
Cónan, el bárbaro domesticado
Milei tampoco habla. Fundamentalmente grita y escucha voces. Ese grito surgido del abismo tiene que haber sido el rasgo identificatorio que muchos abismados eligieron como sostén de su voto. La furia incendiaria.
Quien no pasaba de ser un panelista gritón cuando fue llegando la hora decisiva empezó a escuchar voces y toses perturbadoras. Un economista argentino, que ha atravesado el 2001 y luego la crisis del 2008, nada menos que producida en EE.UU., y todavía cree en la mano invisible del mercado, no puede estar más que al borde del delirio. Que al asumir no tuviera un equipo armado para gobernar o que si lo tenía lo haya depuesto tan fácilmente y en tan poco tiempo, es un indicio claro de su aproximación al abismo. Como así también lo fue la angustia que experimentamos gran parte de los que no lo votamos.
Tal vez haya encontrado en la voz de Macri un elemento estabilizador. A través de la desmentida (“lo sé pero aun así...”) de lo que ha dicho hace muy poco de él, de Bullrich y de toda la casta que ya le copó el gobierno. Veremos cómo termina esta aventura asociada a alguien que se especializa en desechar humanos y hasta partidos políticos.
Sólo el fetichismo de lo nuevo y del cambio, que promueve esta pseudocultura, le pudo hacer creer a alguien que el panelista presidencial no forma parte de lo peor de la casta. Éstos, lo sepan o no, siempre acusan apuntando al espejo.
Alejandro del Carril es psicoanalista. Autor de “Psicoanálisis en la locura de la razón capitalista” (Ed. Planeta)