"¡No somos minoría!" gritaron desde un balcón que da a las vías del tren en desuso de la calle Garibaldi en el barrio de La Boca. Era el sábado anterior a la asunción de Javier Milei, a pocos metros se celebraban los 50 años de la existencia de Un Cuerpo Lesbiano, una novela que Monique Wittig dice que escribió porque no había nada escrito así hasta el momento. Después supo que no era la única y que había más lesbianas por el mundo escribiendo poemas, como Safo, o novelas apasionantes como las de Djuna Barnes.
A lo largo de la semana, el grito desde el balcón fue un paisaje de congoja y un estímulo para prestar una mirada atenta a eso que parece que no, pero está. Solidaridades que revolotean al ras del suelo y que confirman que debajo de los escombros hay un cálculo secreto -o una escritura compartida-, subterráneo e inatrapable por las redes de la crueldad encarnadas hoy en una política de ajuste desmedida que prometía ir hacia la casta y se direccionó sin tapujos al pueblo.
La escena que da pie a deshilvanar otras que van en la misma línea sucedió el domingo por la tarde, muchas horas después de la asunción. En la estación Congreso, un chico sube al vagón y explica que vende plásticos para envolver la SUBE porque necesita 6 mil pesos para pagar la habitación esa noche y no dormir en la calle. La primera persona que le da dinero es un niño que se llama Tauriel y que vende estampitas. Saca un billete de 500 pesos del bolsillo y se los ofrece. El chico no acepta y le regala uno de los plásticos que vende. El nombre del niño lo supimos porque la señora que estaba al lado, además de darle dinero por una estampita, le pregunta cómo se llama. También le dice que tiene un hermoso nombre. El chico y el niño se van a otro vagón y la señora se queda llorando.
No es cierto que por fuera de la ovación al “no hay plata” del presidente hay un vacío desolador. La escena entre Tauriel y el vendedor duró lo que tarda el subte en salir de Congreso y llegar a Plaza Miserere. Un gesto que va a contrapelo de ese regocijo en la sentencia de que hay que sufrir para estar mejor. Hay mucho para encontrar en las complicidades que se montan allá lejos de la plaza que grita “policía, policía” sonando a que nunca existió un Facundo Molares que murió en agosto de este año con la rodilla de un policía sobre su cabeza. Las escenas que se muestran son las de “Dios, motosierra y trabajo” de la mano de tipos que vuelven a estrenar las pilchas de ministros y graban frente a las cámaras de chicos especialistas en Tik Tok sus mensajes ajustadores.
Pero hay escenas otras, que duran tres paradas de subte o un mandado. ¿A dónde mirar entonces? ¿Cómo espigar esas solidaridades cotidianas y hacerlas parte de las estrategias para vivir mejor?
La señora que vende verduras a la vuelta de mi casa, elige para vender las manzanas más jugosas y prefiere no remarcar, incluso cuando esa mañana el hijo la llama desde la carnicería desesperado porque dos kilos de milanesas salían 15 mil pesos: “Comprá un kilo, después vemos qué hacemos” le dice la madre. Esas palabras le traen un poco de calma al hijo, la misma que ese día tiene el colectivero que pisa el freno bien decidido y espera en la parada a la chica que viene corriendo desde la otra esquina y que agitada se sube y le dice “gracias”. No es que fuera grave esperar al siguiente, ni tampoco es que tuviera horario para llegar a algún lado. Pero había sido un día difícil y cuando se sentó y miró por la ventanilla se alegró de que eso le saliera bien.
Ese gracias que quedó resonando en el colectivo es parecido al que en silencio aparece en un viaje de Once a Morón, entre alguien que está a punto de romper en llanto y que encuentra una mirada liberada de los brillos de las pantalla del celular. Es una persona de más o menos 50 años que le sonríe. Entre el llanto que no fue y la sonrisa hay un pacto de compañia y de un viaje menos angustiante.
A esa hora hacen 30 grados en Paternal, una señora saca dos reposeras a la vereda, y le dice a su vecina, una jubilada que cobra la mínima, que salga, que tiene el tereré listo para charlar un rato. Le pregunta cómo está, le dice que no se preocupe, que llenó la heladera de comida y que la mayoría son cosas que cocinó con sus propias manos. “De hambre no nos vamos a morir”. Las dos esperan la caída del sol y auguran un verano no tan caluroso.
“Nos vemos después de que pase el verano” le dice la maestra de tercero a la niña que no quiere irse de la escuela. No quiere tener una maestra nueva el año que viene, le tiene miedo a lo desconocido y está convencida de que su felicidad depende de que su maestra se quede con ella para siempre. Por eso la seño la abraza fuerte y después le pregunta si ya armaron la pileta. Esta vez, las vecinas y su mamá la armaron en la vereda, y aunque los caños están oxidados no tiene ni una sola pérdida. Invitan a todxs a la hora de la siesta, traen pan y dulce de leche para la merienda y pasan la tarde con los dedos pegoteados.
Después de escribir un libro totalmente lesbiano, Wittig se dio cuenta de que no era la única. ¿Dónde está eso que parece que no está escrito? En el gesto conmovedor que sigue ahí, por más que se pronostiquen vientos individualistas es posible mirar intersticios de la vida cotidiana y ver a Tauriel, metiendo la mano en el bolsillo y sacando los 500 pesos. Bien alejado de la espectacularización del mercado, la revancha política y el grito de libertad banalizado.