El Rey del rock and roll está en Bad Nauheim, Alemania Federal. El año es 1959 y Elvis Presley, abajo de los escenarios, inicia su segundo año como miembro del Ejército de los Estados Unidos, luego de aceptar las obligaciones militares en pleno apogeo de su carrera artística. Instalada en la cercana ciudad de Wiesbaden también pasa sus días una adolescente de catorce años llamada Priscilla Ann Beaulieu Wagner, hijastra de un oficial de la Fuerza Aérea. Cuando Priscilla conoció a Elvis comenzó una historia de amor, anhelos, abuso y decepción que atraviesa toda la década de 1960 y buena parte de la siguiente. Una historia que ha sido contada muchas veces, generalmente como una subtrama en la vida y obra del genio de Tupelo. Priscilla, el nuevo largometraje de Sofia Coppola, invierte la mesa y concentra su atención en la joven y sus avatares, tiñendo los rasgos básicos de la película biográfica con el análisis psicológico y emocional de la protagonista, logrando de esa manera que la “mujer de...” dé un paso al frente y se transforme en el centro de gravitación dramático. Cailee Spaeny enfrenta su primer papel protagónico de peso en un relato de perversiones semi ocultas, en el cual una muchacha que transita sus años de estudios secundarios ingresa en un universo de lujos y emociones fuertes, pero también de enormes desilusiones. Un cuento de hadas en el cual una chica tan común y corriente como cualquier otra chica de su edad conoce a una de las estrellas más populares de la época, un sueño hecho realidad en pleno ascenso del fandom moderno que lentamente empieza a transformarse en desengaño cotidiano. La fábula de una mujer joven que, a pesar de estar rodeada de decenas de personas y compartir el espacio sentimental con uno de los hombres más deseados del universo, está radicalmente sola. La más reciente incursión cinematográfica de la directora de Las vírgenes suicidas, Perdidos en Tokio y María Antonieta - La reina adolescente, basada en parte en el libro autobiográfico de 1985 Elvis and Me, escrito por Priscilla Prestey con la colaboración de Sandra Harmon, llega a las salas de cine el próximo jueves 28, justo antes de fin de año y de su lanzamiento posterior en la plataforma Mubi.
La diferencia de edad entre Priscilla y Elvis (Jacob Elordi), que había cumplido los veinticuatro años al momento de conocerla, no pasaría hoy inadvertida y se convertiría de inmediato en un escándalo. Pero eran otros tiempos y el guion de Coppola le dedica varios minutos a las idas y vueltas que rodean los primeros encuentros de la pareja. Los horarios de visita pautados de antemano, sobre todo los del regreso la casa, la necesidad de incluir en el paquete a un chaperón, el cuidado de las honras y virginidades. En una escena temprana, cuando la relación ha dado un pequeño paso más y las palabras le han cedido el lugar a los besos, Priscilla observa las portadas de las revistas con la imagen de su novio y aquellas que registran la histeria –un término de esos tiempos, robado de la caracterización psiquiátrica– de las jóvenes que lo admiran. Pero Priscilla sabe que Elvis es sólo de ella, o al menos eso es lo que supone en su ingenua juventud. “Cuando era chica, en mi casa no se escuchaban los discos de Elvis, así que eso no forma parte de mi niñez y juventud”, declaró recientemente Sofia Coppola en una conversación con la revista Rolling Stone. “Por supuesto, se trata de un auténtico mito americano y lo admiro como el artista único que fue”. Respecto del punto de vista en Priscilla, admite que “fue difícil volver constantemente a su perspectiva. Intenté no emitir juicio alguno sobre ninguno de los personajes y ser empática con cada uno de ellos. Pero realmente me enfoqué en su punto de vista, aunque bueno... cuando una piensa en los padres surge la pregunta. ¿Cómo es posible que alguien deje que una chica tan joven se vaya a vivir con Elvis? Siento que mi trabajo es mostrar cómo fue su experiencia, y que cada espectador piense y tome sus propias decisiones. A fin de cuentas, Priscilla se fue y encontró su identidad por fuera del círculo de hombres que la rodeaba, lo cual debe haber sido muy difícil en esos tiempos. Es algo muy fuerte no tener ingresos propios y divorciarse de un hombre poderoso. Me impresiona que haya tenido semejante fuerza para abandonarlo luego de que toda su vida estuvo moldeada en base a él”.
Cuando Priscilla se mudó a Graceland –la enorme mansión familiar de Elvis, hoy transformada en museo y parque temático– ni siquiera había terminado la secundaria. En la nueva escuela, religiosa y exclusivamente para señoritas, sus compañeras sonríen con algo de malicia al verla, emoción que no logra ocultar una inmensa envidia. En casa, una auténtica jaula de oro, la adolescente pasa los días y noches en tareas sin importancia a la espera de que la última gira o rodaje termine y, así, Elvis regrese a casa, junto a ella. Cuando el Rey está de descanso, es el momento de hacer viajes a Las Vegas, de disfrutar las noches de parranda y los interminables días de compras de vestidos y zapatos, que el propio Elvis aprueba o desaprueba. Incluso el color del cabello y el peinado sufren una mutación a partir de los deseos masculinos. En la cama, nada. Absolutamente nada. Priscilla dedica varias secuencias a un hecho que la autora del libro destaca en más de una ocasión: la insólita protección de su virginidad hasta el casamiento formal de la pareja, en 1967, ocho años después del inicio de la relación. Situación que, sin explicitarlo, el film presenta como una suerte de pudorosa perversión: los toqueteos, las sesiones de fotografías en ropa interior, los besos no derivan nunca en el acto sexual. Mientras tanto, las aventuras de Elvis con otras mujeres –las reales y las imaginadas por una mente lógicamente desconfiada– comienzan a alterar el vínculo. Y también la inmensa soledad de Priscilla, la transformación del sueño en tedioso calvario. El camino de la heroína no es sinuoso, apenas una línea recta con pequeños desvíos que, inexorablemente, vuelven a llevar al sendero principal. En una escena durante una de sus primeras citas, en plena proyección de La burla del diablo, de John Huston, Elvis, algo cansado de interpretar roles de joven rebelde y rockanrolero, le dice a Priscilla qué clase de actor quiere ser: como Marlon Brando. Ella no responde, pero su mirada parece implicar que su deseo es acompañarlo en cualquier decisión que adopte. Allí y entonces. También en el futuro.
“Creo que la historia de Priscilla encapsula algo por lo cual todos atravesamos, aunque de una manera más glamorosa. Quería capturar cuán abrumador es ese primer contacto con el amor, y cuán confuso es intentar comprender a un hombre que es tan hot y, al mismo tiempo, tan frío. Priscilla pasó una parte importante de su vida intentando complacer a alguien antes de darse cuenta de que aún tenía que aprender qué quería para su propia vida”. Las palabras de Coppola resuenan en cada uno de los fotogramas del film, al menos hasta que la decisión de separase comienza lentamente a trepar por su mente. Decisión nada sencilla, desde luego, en particular luego del nacimiento de la hija de la pareja, Lisa Marie Presley. Priscilla, la película, se suma a una serie de largometrajes recientes que abonan el terreno de la biopic cobijado en un componente expresivo que surge del interior de las protagonistas, en particular dos películas dirigidas por Pablo Larraín, Jackie y Spencer, dedicadas respectivamente a Jackie Kennedy y a la princesa Diana. El estilo de Coppola, sin embargo, es previsiblemente diferente al del realizador chileno, menos efusivo. En términos visuales, la realizadora declaró que se dedicó a estudiar con detenimiento las imágenes que el fotógrafo William Eggleston tomó en Graceland en 1983, entre otros materiales de archivo. “Hay muchas películas hogareñas de Elvis y Priscilla en YouTube que ofrecen una impresión muy fuerte de cómo eran en el hogar. Ayudó mucho ver la manera en la cual se movían, la ropa que usaban dentro de la casa. Es algo a lo cual recurrí muchas veces durante el rodaje. Nunca salían a la calle sin estar completamente lookeados, así que abrazamos realmente todos esos peinados altos y el delineador de ojos alado”. La atención a esos detalles también forma parte de la frondosa estética de la película –sin duda habrá alguna nominación en las ternas de diseño de vestuario y maquillaje en la inminente temporada de premios–, acompañado, como es la costumbre en el cine de Coppola, por una banda de sonido ecléctica y, en este caso, anacrónica, con canciones que aún no habían sido compuestas ni grabadas en el momento en el cual transcurre la historia.
En cierto momento, una silla vuela por el aire y pasa a centímetros de la cabeza de Priscilla, golpeándose contra la pared del estudio de grabación. La película no permite inferir que Prestey fuera un hombre extremadamente violento, menos aún un golpeador serial, pero al abuso psicológico sobre su esposa también se le suma esa instancia que pudo derivar en accidente más o menos serio, amén de alguna cachetada inesperada. Para ese momento, la historia color de rosa de Priscilla hace rato que luce desteñida. O bien coloreada con tonos menos aniñados. El vestuario del Rey del Rock también ha mutado, abandonando los trajes de dos piezas por los monos estrafalarios abiertos de par en par a la altura del pecho. La película deja de lado de manera ostensible la muerte de Elvis. A fin de cuentas, no se trata de un relato sobre él, como la reciente biopic dirigida por Baz Luhrmann, sino sobre Priscilla. Ni siquiera es posible escuchar sus canciones, no necesariamente por insalvables cuestiones de derechos sino como consecuencia de una decisión narrativa muy consciente. Sin embargo, en Elvis and Me la autora describe sus emociones al momento de enterarse del deceso, la sensación de angustia y de miedo al futuro inmediato. “De hecho, me quería morir”, escribe, antes de aclarar que “aunque estábamos divorciados, Elvis todavía era una parte esencial de mi vida. En el transcurso de los últimos años, nos habíamos convertido en buenos amigos, admitiendo los errores que habíamos cometido en el pasado y comenzado a reír de nuestras limitaciones. No podía enfrentarme a la realidad de que nunca más lo vería con vida. Dependía de él tanto como él dependía de mí”. Si la historia que cuenta Sofia Coppola adopta los modos más superficiales del relato de empoderamiento femenino, tan caro a estos tiempos, es algo que cada espectador podrá decidir por sí mismo.