El año pasado surgió en la amplia constelación del streaming una nueva ficción histórica: The Gilded Age -o La edad dorada-, creada por el británico Julian Fellowes como deriva americana de la ya célebre Downton Abbey. Aquella serie había sido un éxito de seis temporadas, una saga aristocrática sobre la Inglaterra del siglo XX desde el hundimiento del Titanic hasta los conflictos de entreguerras que cambiaron el mapa europeo para siempre. Fellowes demostró clasicismo en la construcción narrativa y elegancia en la puesta en escena, actualizando la viejas disputas del 'arriba y el abajo' de la sociedad tradicional inglesa en un abanico melodramático. The Gilded Age tiene otra impronta: se remonta a las últimas décadas del siglo XIX en el corazón de Nueva York para desnudar la batalla a cielo abierto entre la vieja riqueza de los pioneros y los millones del negocio ferroviario y la especulación bursátil que traen los recién llegados a la ciudad. Su inspiración es la literatura de Edith Wharton, deudora de un tono menor, guiada por cierta sintonía con su agudeza para observar la época y cuestionar arribismos y mendacidades, y sobre todo definida por un gusto regocijante por los vestidos, las fiestas y aquel esplendor extraviado en el lejano pasado.

Sin embargo, el desembarco de The Gilded Age a comienzos de 2022 en HBO Max no fue tan venturoso, sus aires novelescos y sus personajes arquetípicos redujeron la mirada crítica apenas a tibias intenciones, y la dinámica de clases a poco más que una pintura descolorida del retrato de Wharton en La edad de la inocencia, publicada en 1920. Pese a ello, algo latía en el centro del relato, que necesitaría un año para madurar y quizás una nueva temporada para consagrar su valía. El eje de las tensiones entre las familias patricias y los nuevos ricos se condensa en las dos veredas de una calle de Manhattan: de un lado, las hermanas Agnes Van Rhijn (Christine Baranski) y Ada Brook (Cynthia Nixon), señoras de alta alcurnia, una viuda y atada a la tiranía protocolar de su estirpe, la otra soltera y consumida en su caridad y renunciamientos. Del otro lado, el matrimonio de Bertha (Carrie Coon) y George Russell (Morgan Spector), dueños de un monstruoso fideicomiso que administra inversiones, ferrocarriles y negocios que harían sonrojar al Charles Foster Kane de Orson Welles. Pero el adalid de ese descarado ascenso social es Bertha, proveniente de la clase trabajadora y emergente con ansias de conquista y admisión. Una perfecta encarnación del Jay Gatsby de F. Scott Fitzerald, sin un sueño en forma de amor imposible sino apenas convertido en una butaca en la Ópera de Nueva York.

Bertha es el alma verdadera de The Gilded Age, una espléndida arribista con aspiraciones de gran señora. Villana estoica en la arena pública, insegura en la intimidad, roída por el deseo de agradar. Y su exquisita dualidad le debe todo a la extraordinaria Carrie Coon, una de las mejores actrices del lado menos visible de Hollywood. Surgida de un doble casting en 2013 que la convirtió, por un lado, en la sufrida hermana de Ben Affleck en Perdida (2014) de David Fincher -quien se deshace en elogios en cada mera mención de la actriz- y, por el otro, en la protagonista de The Leftovers, serie insignia de Damon Lindelof en su resurrección luego del fenómeno Lost. Desde entonces Coon ha logrado papeles consagratorios -en The Nest (2020), en la reciente His Three Daughters (2023)-, otros con bienvenida popularidad -el de Callie en el reboot de Los cazafantasmas (2021)- y grandes apariciones en series como Fargo (2017) y The Sinner (2018), sin el merecido reconocimiento. Con su ojos grandes y su voz cavernosa, nunca pasa desapercibida, ni siquiera en aquella última escena de The Post: Los oscuros secretos del Pentágono (2017) de Steven Spielberg, cuando levanta el teléfono para afirmar la mayor ilusión democrática de ese siglo, que la prensa libre debe servir a los gobernados y no a los que gobiernan.

Igualmente el mejor recuerdo de Coon es su notable interpretación de Nora Durst a lo largo de las tres temporadas de The Leftovers, una distopía sobre el fin del mundo que adquirió renovadas lecturas tras la pandemia. La historia comenzaba con la repentina desaparición del 2% de la población mundial sin anuncios divinos ni explicaciones científicas. Esa tragedia dejaba a Nora Durst sin su marido y sus dos hijos, a la deriva en un duelo que mitigaría en el hallazgo de un nuevo porvenir. Las escenas más conmovedoras se concentran en los pliegues de su rostro, en sus lágrimas contenidas y en la angustia subterránea convertida en enojo y desolación. Coon dio a su personaje la mejor medida de sus sentimientos, el equilibrio perfecto para sus contradicciones. Y ese mismo pulso se dibuja en su interpretación de Bertha Russell, una mujer de decisiones claras y ambiciones conspicuas, enamorada de su marido pero inflexible ante cualquier traición, férrea en la conducción de los destinos de sus hijos y astuta diplomática en la creación de alianzas para alcanzar el lugar que persigue en una sociedad que la desprecia.

Lo que hace interesante a Bertha dentro del desfile de arquetipos que propone The Gilded Age -las jóvenes casaderas, los torpes cazafortunas, las ancianas de alcurnia, los místicos aduladores- es su obstinada tenacidad para escapar al encasillamiento. En la primera temporada parecía atrapada en su rivalidad con Agnes Van Rhijn, epítome del garbo de la vieja ciudad y los prejuicios de su clase. Se mostraba obstinada en conseguir una invitación a los salones de moda y en jactarse de la asistencia de Lina Astor (Donna Murphy) a una fiesta en su enorme mansión. Su último triunfo era la presentación en sociedad de su hija Gladys (Taissa Farmiga) como una promisoria heredera. En esas pequeñas misiones se escurría su energía, mientras su doncella intentaba seducir a su marido, su elegante cocinero francés resultaba nacido en Wichita y las vecinas de enfrente le arrebataban la centralidad de la cuadra. Así, la serie se empantanaba en personajes algo insulsos, como Marian Brook (Louisa Jacobson, la hija menor de Meryl Streep), ilusa recién llegada a la jungla de Nueva York y blanco de arribistas y especuladores, o la diligente Peggy Scott (Denée Benton), joven afroamericana que dirime las tensiones raciales en Manhattan y los dramas familiares en Brooklyn. El resultado era un intento ajado de aproximación a la exploración de Wharton, sin la exquisitez de su letra y astucia de su exégesis histórica.

La segunda temporada ofrece un ágil volantazo hacia los confines de Newport y los vaivenes por una nueva ópera en el corazón de Nueva York. Con ese reacomodamiento geográfico, Bertha asume un protagonismo que no solo tiene que ver con su vendetta personal sino con su gravitación en la nueva coyuntura. Ya conseguido su primer triunfo en el baile que bautizó a Gladys y en buenas migas con Ward McAllister (Nathan Lane), el amigote de las señoras adineradas y perfecto salvoconducto para el ascenso a las grandes ligas, Bertha pelea por asentar el Metropolitan como el nuevo reducto musical frente a la tradicional Academia, al mismo tiempo que libra una nueva batalla con su antigua doncella -otra ascendente por los carriles del sueño americano-, y busca sostener la integridad de su familia con los modales de una arpía y la sonrisa decorosa de la nueva anfitriona de la ciudad. Y Coon es perfecta para desafiar esa falsa camaradería, tallando bajo la teatralidad de su poder, el crudo rostro de una ambición que ya no carga la tragedia de Gatsby sino el cinismo de una agónica validación.

The Gilded Age emite su último episodio hoy domingo 17 de diciembre a las 22 por HBO (luego estará disponible en HBO Max).