El retorno de Moby Dick es un libro difícil de clasificar. Parece un texto de divulgación científica sobre los estudios de los cachalotes, con fotos, cuadros, notas al pie, QRs para ver videos y bibliografía, en una excelente traducción de Víctor Goldstein. Por ese lado, ofrece una colección de datos fascinantes sobre los cachalotes, tanto fisiológicos como culturales (sí, los cetáceos tienen culturas diferenciables). Pero es también un relato de aventuras, sobre todo cuando cuenta momentos de encuentro, maravilla y comunicación entre humanos y mamíferos marinos. Y cada vez que el autor piensa en nosotros, los humanos, y nuestra relación con otras especies, el suyo es claramente un libro filosófico dedicado al análisis de nuestra forma de ver a los otros habitantes de la Tierra.
Como libro de divulgación –dirigido a quienes leemos sobre biología como legos—, las explicaciones de François Sarano son de una transparencia excelente y transmiten su pasión por lo que hace, además de contar con maestría los increíbles encuentros entre cachalotes y buzos científicos, marcados por la curiosidad y delicadeza de los animales, y el amor y respeto de los humanos. Por ejemplo, en el inolvidable capítulo xii, “Domestícame” -claramente una referencia a la relación entre el Zorro y el Principito-, se cuenta que esos gigantescos cetáceos eligen acercarse, jugar y hacer contacto físico con algunos de los buzos, los reconocen como individuos, los buscan y confían en ellos.
Sobre esa base casi mágica, analiza Sarano nuestras relaciones con la naturaleza. Las conclusiones se distribuyen en todo el libro y se desarrollan especialmente en los últimos dos capítulos. Para proteger a esos animales, dice el autor, hay que acabar con la contaminación y los usos humanos que llevan al calentamiento global, claro está, pero también es indispensable un cambio en la lectura que hacemos del mundo. El autor de El retorno de Moby Dick está en contra del establecimiento de zonas intangibles para proteger a los animales. Es esencial, afirma, ampliar el contacto, el encuentro directo –no mediado por cámaras o películas— entre humanos y no humanos. Si no lo hacemos, nos amenaza la “amnesia ecológica”: vamos a olvidarnos de que ellos existen. Solamente si nos vemos unos a otros, entendemos que somos parientes y que los necesitamos. Para eso, hay que abandonar la idea occidental/europea de la superioridad de los humanos y adoptar las visiones del mundo de los pueblos originarios de América y África, según las cuales no valemos más que los otros habitantes del planeta; al contrario, somos parte de una red y por eso, los Otros nos son indispensables. Cada vez que deja de existir una especie, la red se debilita, se achica. Los Otros y nosotros somos resultado de la evolución: ese ir hacia adelante en el tiempo que la naturaleza lleva a cabo sin planes, mediante un mecanismo complejo de adaptación. Solamente por eso es posible el futuro en un planeta que también cambia. La diversidad biológica es fundamental para todos y no hay fronteras definitivas ni fundamentales entre los otros habitantes del planeta y nosotros.
Eso último queda claro cuando Sarano prueba que, a pesar de lo que se cree, no todo lo que hacen los cachalotes es para satisfacer las necesidades básicas de supervivencia (saciar el hambre, descansar, defenderse, defender a la generación siguiente). Al contrario, llevan a cabo muchos actos por razones que solemos asociar solo con la humanidad, la solidaridad, por ejemplo, y no solo con los miembros de su especie sino con los de otras, como los delfines que salvan a humanos de los tiburones. Por ejemplo, cuando invitan a jugar a un buzo, no lo hacen para comer o defenderse sino solo por placer. Como nosotros, son seres empáticos que se ponen en riesgo para salvar a otros, de ser altruistas y esa tendencia parte de una idea básica de sus culturas: la convicción de que el individuo solo existe dentro del clan.
La existencia de los clanes no implica que todos los cachalotes sean iguales. Al contrario, hay individuos diferenciables por sus características personales. Por eso, Sarano y los suyos dan nombre a cada cachalote y van conociéndolo por sus comportamientos, características físicas, reacciones y hasta uso del lenguaje.
En el fascinante capítulo x, “Dialecto en clic mayor”, se analiza el complejísimo lenguaje de los cachalotes, incluyendo sus dialectos zonales y usos individuales. Es una lengua hecha de clics, clangs y silencios. Tiene mucho en común con la nuestra aunque no es humana (“otras necesidades, otro lenguaje”, dice el autor). No entendemos ese idioma todavía, pero sabemos que solo con un acercamiento respetuoso podremos apreciar y conocer en parte el “Umwelt” de la especie (es decir, el universo tal como lo perciben sus sentidos). Está probado que los cetáceos enseñan su “Umwelt” a sus descendientes (educación vertical, de madre a hijo) y lo enseñan a pares (educación horizontal). Así, hay costumbres y lenguajes que solo pertenecen a una región: por ejemplo, solamente las orcas de Península Valdés varan en la playa para cazar leones marinos y enseñan ese comportamiento impactante a la generación siguiente.
La conclusión es simple: el cartesianismo, que llevó al ser humano a una soledad absoluta (para el filósofo de la Modernidad, los entes que no “piensan” son solo “máquinas”), da como resultado una reducción de la diversidad; y lleva directamente a olvidar a los no humanos (“amnesia ecológica”). Por eso, es esencial rechazarlo. Desde la literatura, hay autores africanos y amerindios que afirman exactamente lo mismo y es por eso que, en El retorno de Moby Dick, defiende esa otra manera de leer el mundo, según la cual, no se puede pensar a los animales salvajes en términos de “utilidad” o “rentabilidad”. Nos son indispensables. Por su diversidad, porque vivimos en la red que formamos con ellos, porque sin esa red, nos perdemos, porque son nuestros parientes. Sarano lo explica con cuidado, en detalle, con una lengua hermosa y la urgencia que corresponde.