Cuando te vas de Rosario a vivir a otra ciudad, nunca caés en la cuenta de que siempre vas a estar viajando para regresar. Se tratan de viajes infinitos, al menos mientras alguno de los tuyos siga en pie, esperándote. Al principio, esta tensión no entra en tu cálculo, porque lo único que le decís a los tuyos en voz alta -para oír decírtelo a vos mismo -, es: “Nos vamos a estar viendo seguido”.
Calculás también que ellos pueden viajar a verte de vez en cuando. Yo no sé si alguien se aleja de un sitio por toda la eternidad, y menos de Rosario. Porque más de uno tiene la fantasía de instalarse en Madrid, Nueva York o Buenos Aires y al final traer los huesos a su vieja ciudad, para pasar sus últimos días. Más de uno debe decir, en el autoexilio: “Buenos Aires es una ciudad cruel con las personas mayores”. Y vuelve a Rosario porque es quien, literalmente, vuelve a casa. Hay casos, pocos, pero los hay.
Desde el primer día que pusiste un pie fuera de la ciudad para convertirte en el rey de la colina, gran parte de tu vida se volverá en un organigrama de pesadilla: ¿Cándo voy? ¿Cuándo vuelvo? ¿En qué viajo? ¿Dónde paro? Y a medida que pasan los años comprenderás que todos los viajes no pueden estar organizados, que habrá emergencias de los que se quedaron y emergencias tuyas, que te harán volver una y otra vez, como una noria. Te marchaste para conseguir una libertad -económica, social – que no tenías en Rosario, ciudad con alma de pueblo, y resulta que caíste preso de un calendario marcado por la autopista, por la Estación Retiro o por el Aeropuerto de Barajas.
Regresarás para pasar fiestas inolvidables y fiestas que querrías olvidar desde que vislumbraste que el vitel toné y las anchoas se veían olorosas y se olían oscuras. Te preguntás si seguirán tomando las mismas bebidas, la misma marca, una, que quizá ya no existe. Te dará mala espina sentarte a la mesa navideña o de fin de año con un segundo círculo de parientes y algunos desconocidos: hijos de la familia ampliada de tu hermana, nuevos novios, nuevos integrantes, nuevas promesas. Aprenderás a callar, a ser cauto, a permanecer como un zorro con apenas el hocico apenas fuera de la madriguera para olisquear si debés o no largar que seguís votando a quien siempre se votaba en tu familia nuclear, la de papá y mamá. Hablar de política con esa gente que come y bebe en la vajilla de mamá, será como tirar una bomba. Ya bastante maltrecho estás del viaje en micro, del viaje en taxi, o de los peajes donde hay unos robots que no te dirigen la palabra y a los que creíste personas como vos y les sonreíste.
No sabrás cuánto contar de tu propia vida allá, porque no querés quedar como un fanfarrón, pero tampoco un pollo mojado. ¿Debés mostrarles el celular que tenés, la tablet en la que viniste leyendo o escuchando música durante el viaje? O es mejor hacer un manto de silencio sobre tus gastos y tus fetiches y tus pequeños lujos. Estás amordazado y buscás en la mirada de tus seres carnales la complicidad que ellos hace mucho olvidaron tener con vos. Ahora hay otros, que ocupan tu lugar aunque no te lo digan. Los otros son los que viven aquí, nietos, amigos nuevos, amores nuevos. Un poco se excusan cuando te los presentan, porque comprenden que te sentís desplazado y por eso refuerzan que te extrañan, que sos único, y que cuántas cosas hubieran hecho con vos que ya no puedan hacerlas porque te fuiste un día, bien lejos.
Por eso, no hablás de nada en especial. Vas surfeando las conversaciones, comentás qué loca o qué amable es la gente allá donde vivís; un comentario al pasar. Hablás de los temas de la agenda: el clima, por ejemplo. ¡Faltaría que se desate una guerra familiar por tu presencia!
Regresarás para profundizar la senda que lleva de la puerta de tu casa -la de tus padres, la de tu exesposa o exesposo – a los lugares conocidos: el almacén, el bar, el videoclub, el plátano, los plátanos en fila que sacuden su melena con disgusto cuando te ven recién llegado. ¿Sigue la panadería de doña Leonor?, preguntarás, ¿qué pasó con el kiosquero de la vuelta? Un día te contestarán que hace veinte años que falleció, y cuando te lo contaron no pareció importarte. Claro, no te importó porque tu cabeza estaba en ese instante en las cosas de allá: tus preocupaciones cotidianas por esa doble vida natural de los migrantes. ¿Habías dejado bien cerrada las canillas antes de salir? ¿Se acordará el portero de pagarte las expensas este mes, con la plata que le dejaste?
Lo que hacés es dormir. En tu casa natal, en tu ciudad natal, podés dormir. Estás a salvo de quién sabe qué monstruo sin cara ni cuernos que alumbró y gruñó alguna vez al borde de tu cama de púber, y era el deseo, la ilusión de ir más allá. Rosario depende demasiado del más allá, tiene unas ganas de expulsarte bárbaras, desde el día que naciste. Cuando despertás, tu papá te vuelve a comprar los mismos bizcochos de la infancia, y te compra una cantidad exorbitante, que no te entran en el estómago. Porque tu papá o tu mamá saben que desde el minuto cero en que llegaste, que sólo te bastaron dos horas para volver a ser rosarino. Ni siquiera te comentan: “Te compré los bizcochos que…”, porque eso sería hacerse cargo de que te fuiste alguna vez, y nadie quiere hacerlo. Luego del shock inicial del reencuentro, esperan que rehagas tus pasos hasta la panadería de doña Leonor, que preguntes si La Romana sigue estirando el horario, para que llegues a comprar las pastas a la salida de misa, como preguntabas antes. Si es que vas a misa aun, claro.
Un día cuando volvés, no hay nadie.
Son solo voces en los recovecos de tu mente, que hablan en susurros.
¿Qué harás, morirás de buena muerte acá, con nosotros, tu familia? –preguntan.
Te quedarás con el crisantemo en la mano, observando de costado a esa ladina de la Muerte que, como un perro flaco, te viene rondando. Ponés la flor en la tumba de tus muertos, y te volvés allá, a la otra ciudad, para enseñarle a los tuyos de allá, que nunca deben irse del lugar donde nacieron.