Locura y carnaval

Por Javier Armentano

Hablar de Central es una invitación a la felicidad. No precisamente por lo que uno pueda decir o escribir sino por lo que uno siente. Cuando alguien me dice “estoy triste” o “estoy deprimida”, yo siempre les contesto: “Agarrá y escuchá la marcha de Central y vas a ver cómo cambia todo”.

Central es el equipo de la ciudad, el que lleva el nombre de la ciudad y cuyo nombre se escribe en la lengua de nuestra ciudad.

Central es el sentimiento feliz del pasado, del presente y del futuro. Del pasado, porque estamos a ciento treinta y cuatro años de que el escocés Colin Bain Calder brindara una nochebuena en los talleres de los trabajadores ferroviarios fundando el club popular de Rosario; a noventa de que mi abuelo le contara a mi vieja de esta pasión extraordinaria; a sesenta de que ella me la transmitiera a mí y a treinta de que se las transmití a mis hijos. O si se quiere, a cincuenta y dos años de la Palomita de Poy y del primer título nacional logrado por un club del interior del país —cuando eso era imposible—; o a veintiocho del primer título internacional logrado por un club del interior del país —la gloriosa e increíble Conmebol de la mano de Don Ángel—; o a cincuenta del negro González de la mano de Timoteo; o a cuarenta y nueve de Marito Kempes; o a treinta y seis del Loro Gaitán; o a cinco del Patón y Marquito Ruben; o a cincuenta y siete de la aparición de la Ocal; o lo que usted quiera.

Pasaron nuestras glorias eternas, nuestras ciudades deportivas, nuestro estadio, nuestras camisetas, nuestro escudo, nuestros colores, nuestra marcha, nuestros jugadores, nuestros hinchas, nuestros técnicos y nuestros artistas. Todo. Porque Central tiene todos los símbolos, fechas e íconos con los que se constituye una Nación. Exacerbados hasta la locura. Grabados a fuego en el alma y en el corazón. De generación en generación. Desde el barrio hasta el último arrabal. Porque Central como Nación, no limita con Chile, ni con Brasil ni con Paraguay. Central siempre abrió sus fronteras a la locura y al carnaval.

Por el futuro, me tomo el atrevimiento de citar a dos gigantes: al Negro Fontanarrosa que pronosticó que “el vuelo continúa” y al filósofo Luis Martorano —niego rotundamente que lo haya dicho Enrique Santos Discépolo— que dijo: “Central es lo único en la vida… que se pareció a mi vieja”.

Soy canaya, con Y griega. Así, como verdaderamente ruge y suena. Soy del Gigante de Arroyito, mi hogar, mi templo, mi felicidad. Vamolacadé. Por ayer, por hoy y por siempre: “Central de mi vida, vos sos la alegría de mi corazón”.

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Los plátanos de calle Almafuerte

Por Susana Rueda

Cada vez que cierro los ojos y pienso en mi infancia, aparecen los plátanos de calle Almafuerte, los charcos de la vereda -mi patio de juegos-, el kiosco de enfrente, la casa de mi vecina doña Rosa llena de árboles frutales, el galpón donde ensayó Donald cuando vino una vez a cantar a Rosario Central y los escudos del club de mis amores pintados en las esquinas.

Era muy chica cuando se pavimentó mi cuadra, que era de adoquines, sin embargo recuerdo muy claramente que el bautismo del pavimento fue la estampa del escudo auriazul amorosamente pintado como homenaje a la infraestructura de la evolución urbana. Ya sé que el vandalismo está castigado por el código de Convivencia, pero en ese momento la pintada era casi arte urbano, un deleite para los ojos y corazones canayas de los vecinos y vecinas.

Recuerdo que el equipo acababa de coronarse campeón nacional en 1973 y pintaba muy bien para la Libertadores del 74. Aldo Pedro Poy (que vivía a la vuelta de mi casa natal) estaba en su mejor momento, y el club incorporaba a Mario Alberto Kempes, uno de los mejores goleadores de la historia del fútbol. Ambos fueron convocados por la selección nacional en el 74, y eso fue crucial en el desempeño del equipo que se quedó con las ganas pero llego a subcampeón de la Libertadores de ese año.

Todos mis recuerdos infantiles tienen algo de Central, todas mis alegrías, aún el nacimiento de mis hijos está salpicados por esos maravillosos colores que tanta alegría (y también muchos padecimientos) me ha generado en mi vida y la de mi familia.

Central querido, siempre estaré contigo.

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Mire lo que le digo

Por Jorge Cánepa

Antes de que me anoten en el Registro Civil, ya tenía el carnet de cuero, con la foto de bebé sonriente y en la tapa, el escudo de Central. Era socio y recién nacido. Corría el año 1946 y, por esos tiempos, ser hincha era todo ilusión, sueños y pasión. Cuando en el camino intrincado de la vida perdí el carnet, sentí que algo entrañable me faltaría. Todavía lo busco, como a aquellos hombres que me hicieron canaya. Mi padre y mi padrino quisieron que fuera uno más de los hombres sensibles. Los dos se fueron pronto, en plena juventud, pero antes me dejaron adonde debía estar.

Yo fui, como muchos, a esperar el tren a Rosario Norte para aplaudir a los jugadores que habían empatado en Buenos Aires. Estuve entre la multitud en el ‘70, y vi el primer robo en vivo y en directo, en la cancha de River, cuando decidieron que tenía que ganar Boca. Para vender El Gráfico lo hicieron muchas veces. En el ‘71, tuvieron que poner en la tapa la foto de Aldo y entonces, empezó otra historia.

Hoy, en mi vejez, sigo como todos los de Central. “La reflexión cuerda para mitigar pasiones” de la que hablaba Sor Juana Inés de la Cruz, me funciona para casi todas, menos para el fanatismo auriazul.

Central no tiene simpatizantes. No existen. Tiene seres cuyo razonamiento se suspende cuando juega. Un canaya siempre está en el límite natural de la capacidad de amar. Gane o pierda un partido, ríe o llora con el alma. Allí vive el sentimiento, el orgullo y la suerte de ser de Rosario Central. Y llevamos el nombre de la ciudad, orgullosamente.

O usted conoce a algún centralista que diga "¡no, a mí el fútbol no me importa".

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Brindo por vos

Por Horacio Vargas

Estoy seguro de que me hubiese pedido –a sus noventa años- que lo llevara a la cancha de una ciudad de la Argentina que no conocimos. Y si así no lo hiciere, dios y la patria (canayas) me lo demanden. Pero Lito se murió joven y entonces por su cariño, su tiempo, recuerdo que hace cincuenta años mi padre me llevó a celebrar el gol de Roberto Cabral ante San Lorenzo en el estadio Monumental, que significó para Central la obtención del campeonato nacional 1973 y el segundo título de Primera División de AFA.

Hace cincuenta años caminamos hasta el centro de la ciudad. Hace cincuenta años yo me senté por primera vez alrededor de una mesa con mantel blanco extendido en un restaurante de calle San Luis que ya no existe. Hace cincuenta años descubrí el centro, esa zona, a los 13 años. Hace cincuenta años, un 29 de diciembre de 1973, vi gente a través del ventanal del restaurante sin nombre recorriendo la calle asfaltada, a pie, en camiones, en autos que ya no existen…

Vi banderas. Vi rostros hermosos con torsos desnudos, transpirados, cantando, esa noche de verano. Vi a mi padre feliz, levantando su pingüinito, la jarra blanca con vino tinto -indispensable en toda mesa rosarina de una época- a modo de celebración, ante cada hincha que se acercaba con la ñata frente al vidrio.

Y me vi y me veo aún hoy celebrando un título canaya en aquella otra ciudad.