En 2017, a cien años del nacimiento de la niña prodigio, había escrito un artículo acerca de Carson McCullers y su novela El corazón es un cazador solitario, novela que me ha marcado la vida para siempre, pero de a poco, a fuego lento. Me había hecho entrar por una puerta que yo siempre había creído que estaba cerrada simplemente porque no me había decidido a probar si estaba abierta. Había titulado a ese artículo “Las razones del corazón”.

Ahora vuelvo a transportarme en el tiempo:

Eran dos tomos cuadrados de extensión despareja. Ediciones del Centro Editor de América Latina, unas ediciones muy remotas, no las más populares que irían a kioscos años después. Los dos ejercieron desde algún momento del final de mi infancia una atracción irresistible que me llevaba a sacarlos de la biblioteca alta del living una y otra vez. A veces, debía sacarlos de los rincones más apartados de la “cómoda” del cabezal de la cama de la habitación de mis viejos, porque uno de ellos los estaba leyendo, entonces se estacionaban una temporada entre otros libros en ese mueble oscuro y callado como un ataúd. Después volvían a la biblioteca alta y estilizada del “living”, ahí se quedaban, siempre juntos, envejeciendo juntos, como en la simbiosis de los matrimonios de muchos años.

Hay un momento de la adolescencia en que empiezo a leerlos. No recuerdo si mis primeras lecturas de esos dos tomos de El corazón es un cazador solitario eran completas o fragmentarias, o si lograba pasar en algún momento de un tomo al otro.

Recuerdo perfectamente la relación de Singer con el griego gordo y chiflado y cómo me enervaba que la amorosa actitud de Singer no fuera correspondida por Antonapoulos; me indignaba que cuando Singer iba a visitar al gordo en el hospicio este lo maltratara y solo le exigiera sus dulces. Recuerdo que releía una y otra vez las página sensuales en las que Mick Kelly (alter ego más rústico de la propia Carson) aparecía con Bubber, su hermanito delgado y tenso. Las dos parejas me remitían a dibujos animados hasta que, claro, una buena vez leí el libro completo y entré en la literatura. El pueblo, el bar onettiano de Biff Brannon, el comunista Jake Blount, profético y alcohólico, el doctor Copeland, los mudos, la vida enigmática y solitaria de Singer cuando se queda solo, el cerebro de Mick, el pueblo, el verano seco, interminable. Conjeturo que lo fui leyendo en 1979 y 1980, y para 1981 seguro lo había vuelto a leer entero, y que a los veinte años leí Frankie y la boda y La balada del café triste. No volvería a leer El corazón es un cazador solitario hasta tantos años después, cuando en 2017 escribí el texto que mencioné antes.

Dije que con este libro entré en la literatura y lo hice de una manera tan rotunda que nunca pude disfrutar plenamente –sin sospechas, quiero decir- de Cien años de soledad, de su entusiasta apego por lo mágico y su gozosa exhibición del artificio. Yo había quedado prendado para siempre de la modesta magia de Carson McCullers, su ligereza –tenue, tímida- para lo deforme, lo raro, lo diferente. Ella marcó mi límite a un lado y otro del realismo.

El dato de que Carson había escrito El corazón es un cazador solitario a los veintiún años (se publicó cuando tenía veintitrés) me cortaba la respiración y me dejaba absolutamente nervioso y emocionado, me convertía inmediatamente en el fallido hermanito que se fuga, alguien signado por el fracaso y la nube negra. Pero para bien o para mal, no seguí en mi vida el derrotero de ninguno de los personajes del libro. Quizás, porque a pesar de todo, a pesar de habitar infancia y adolescencia en un arrabal de la ciudad, pertenecía a ella, y no a un pueblo opresivo como el que describe Carson. Quizás, eso me salvó de un destino que a veces veía desfilar por la mirada soñadora y algo alucinada de mi madre, ex pueblerina, de quien heredé la miopía, ese mal de lejanía.

La lectura tantos años después de El corazón es un cazador solitario me devolvió a la polvorienta tierra de mi infancia y me permitió descubrir aspectos que me habían pasado inadvertidos antes de los veinte años. Ya no quise renunciar a auscultar la trama que entrelaza misteriosamente la vida y la literatura, la existencia y la ficción: las razones del corazón.

Ahora reparo que desde 2020 me fui dedicando con la intensidad física y mental que le es inherente, a auscultar en los imprecisos senderos de lo que antiguamente se denominaba lo autobiográfico y que ahora se suele condensar en el fetiche del Yo. Hago la salvedad: jamás pensé que al escribir acerca de mi infancia o mi adolescencia, estaba haciendo deliberadamente literatura del yo, pero sí, conscientemente, trabajaba con materiales de mi vida, de mi biografía, algo que elocuentemente excede al yo: uno no vive ni crece solo por más que todo aquello que lo constituye termine pasando por el más personalísimo de los filtros literarios. Pero fue así. Una cosa fue llevando a la otra y me encontré viajando en el tiempo hacia los años de mi infancia en Mataderos.

Volviendo a aquello de las razones del corazón, esas a las que me había dedicado tantas veces, prestando atención a otros escritores, a sus libros, a sus personajes, tramas e ideas, indudablemente la persecución de esas razones me había convertido en un astuto y serio buscador de las razones de los corazones de los otros.

Desandando el camino, siento que la pandemia y todo lo que trajo de resaca desde el más oscuro arquetipo del lodo que nos forma a los seres humanos, me puso en otro lugar, desplazado pero más crudo y genuino, acorde con los tiempos que corren. Ahora, también persigo el corazón de las razones. ¿Solo mis razones? No exclusivamente. Pero pienso que ya no es posible intentar abordar al otro sin antes darse una vuelta por uno mismo. Y no para ser protagonistas sino quizás, todo lo contrario, apenas, para dejar un testimonio. Como huellas de tiempo.

La vida autobiográfica también ha de tener sus razones secretas, no ser tan solo un enhebrado de anécdotas. Pero ahora trato de capturarlas desde el centro de lo inaccesible, ese corazón del corazón que se persigue a sí mismo.

Quizás solo los personajes como John Singer, el mudo, tengan sabiduría y paciencia para escuchar a los demás, aunque no los entienda, pero tal vez sí entendía que el escritor solo debe prestar oídos, adentro y afuera de su conciencia.

Seguir buscando las huellas. Como un cazador solitario.