“Si hubiera tenido más tiempo hubiera escrito una carta más corta», es una frase atribuida a Marco Tulio Cicerón. Más allá de las autorías es una frase reveladora. En la brevedad se anida también la excelencia. La novela de Idangel Betancorut, 61 postales sobre el viento (Puerta roja ediciones), participa de aquello que la crítica literaria del siglo XX designó con el nombre de nouvelle o novela corta. Participa y la sobrepasa, la penetra, perfora, la rebasa; le injerta la poesía y el teatro y hace de la narrativa el primer frankenstein que puede presumir de belleza y simetría.
Es la novela corta de un pueblo largo de fe; fe, que al igual que el viento, viene desde mucho tiempo atrás a la espera del milagro que la estire.
Un árbol de naranjas crece en las puertas de la catedral e impide visitar a la virgen. Un niño roba una naranja y es asesinado a golpes. María , la mujer que es una y todas para siempre, resume la tragedia que implica poner un significado a los milagros. María la virgen no visitada atrás de los portales; María Tibia, la vendedora ambulante que descubre la imagen de la virgen e inaugura un pueblo que camina sin hostias; María Soledad, la adolescente violada y asesinada sobre cuya lápida no crece ni crecerá jamás ningún árbol de naranjas. María, el nombre jamás dicho de una ciudad del norte que comanda la necesidad vital de asignar al futuro toda la potencia de un recuerdo de ofrendas y rezos con el nombre renovado de la fe.
“Los azahares han vuelto, pero el recuerdo es nuevo”, dice el Premilenial, personaje no menor de esta historia. Los azahares necesitan de un viento que es tan catamarqueño como la virgen. El milagro, como los azahares, exige el soplido de la fe, que no es otra cosa que esperar que suceda afuera lo que ya sucedió adentro, y eso se lleva como un hogar para siempre. “La fe la ponemos la gente del pueblo, quenó”, dice María Tibia, mientras postula el cuerpecito del niño asesinado a golpes para subir la cumbre del sacrificio por donde no bajará ningún milagro y ese es, quizás, el milagro mayor.
Hay una historia que se construye como una sátira la cual, no obstante, no renuncia al instinto artístico de pintar la humanidad de un pueblo que hace lo que puede con lo que cree. Una feligresía que espera la melodía peregrina pero necesariamente incompleta de sus rezos.
Parafraseando a Pizarnik, uno podría afirmar: cada rezo dice lo que dice/ y además más/ y otra cosa. Dice la vida del pueblo y sus pecados, su estadio hundido y sus castigos, sus vírgenes y sus ofrendas. Cada rezo canta un viento caliente que lleva mucho y no trae nada, pero promete el zumbido extraordinario de la sanación.
"Selfie o no ser, esa es la cuestión", afirma un personaje, y más que un hombre solo que mira en su imagen replicada en un celular la senda de una felicidad impostada, encontramos la fantasía de un pueblo espejado en la fotografía de su fe, la sombra incontenible de un cerro en forma de virgen, de vida, de calvario que ofrenda en sus estaciones el milagro de salvar al hijo condenado, a la madre que sobrevive. Una historia que nos revela que quizás la selfie de un milagro sea la imagen detenida del viento.
Sobre el final de la novela hay un diálogo que exige presencia, un diálogo de teatro, no de novela. Un diálogo que espera el alba como se espera a Godot. Transcribo sólo fragmentos:
Extranjero: La única forma de que el amor venza es yéndose.
Premilenial: Yo insisto en la mujer, vos en el movimiento.
Extranjero: No creas, estoy quieto en la insistencia del camino.
Y en el remate:
Extranjero: ¿Y mañana, cuando no podamos hablar?
Premilenial: Volverá el perfume de los naranjos. Otra vez la luz dormirá sobre el río para despertar el viento de los andes.
Extranjero: ¿No te parece agotador tener que volver siempre al mañana?
La novela de Idangel Betancourt es la gran aparición de la narrativa del norte grande. Es la obra de un poeta y dramaturgo que se propone, como postulaba Silviano Santiago, "la destrucción de toda unidad de pureza". Una narrativa que postula zonas fronterizas donde el lenguaje de lo extremo se vuelve imprescindible para habitar el libro desde una lectura nómada, lectura que visite cada postal y beba del viento toda la poesía y el drama al fondo de la prosa.
61 postales sobre el viento es la novela de un pueblo que actúa diariamente el hecho portentoso de esperar.
¿Qué cosa se espera? El futuro quizás, aquello que en palabras de un personaje "volverá para dejarnos morir".