Mientras drenaba una laguna fétida con una pala bajo el rayo de sol en una villa miseria de San Fernando llamada Villa Garrotazo, Ramachandra Gowda, el hijo adoptivo que se trajo Adelina del Carril, la viuda de Güiraldes, de la India, vio aparecer un hombre, un sexagenario robusto, que se le puso a la par y sin decir palabra comenzó a cavar ante la mirada desconfiada de los habitantes del caserío aledaño. Era un húngaro llamado Töhöton Nagy a quien su pasado de jesuita, organizador de masas campesinas en su país, perseguía con insistencia. Aunque había sido dado de baja de la Orden, se había casado y se integraría a la masonería en Argentina, no podía dejar de ser quien era. La experiencia del KALOT -Unión Nacional de Colectivos de Jóvenes Trabajadores Rurales Católicos-, una formidable liga campesina de la que fue el alma que abarcó más de tres mil pueblos donde organizó 800 cooperativas agrarias, había quedado en el pasado sepultada bajo los escombros de la ocupación soviética.

Aunque había nacido en la pequeña aldea de Bozitópuszta que fue húngara y hoy es parte de Serbia, Nagy vivió su infancia y adolescencia en una región de resonancias literarias: Transilvania. Al pasar a dominio rumano, se trasladó a un colegio católico en Kisujszálias, Hungría. El llamado de la fe lo condujo a integrarse a la orden jesuítica, que le confirió identidad y sobre todo un método de saber y una forma de plantarse ante el mundo. En la época en que paleaba barro y ayudó a urbanizar la villa, en 1963, terminó de escribir su autobiografía bajo el título Jesuitas y Masones, que editó en Buenos Aires por su cuenta. No solo se trata de un intento de expiación sino, y sobre todo, de un formidable alegato personal donde el pasaje de la Orden a la vida política comunitaria, la mediación entre el Vaticano y los soviéticos para lograr algún tipo de convivencia en la Hungría ocupada, y su destierro final a la Argentina, en que animaría el movimiento villero y se acabará por integrar a la Masonería, diseñan un relato donde la búsqueda de la fe anuda con un anhelo irredento de concordia entre organizaciones que durante siglos fueron asintóticas, rivales.

Escrito con fragmentos de sus diarios y cartas, el libro narra su formación, signada por las rigurosas disciplinas propias de la milicia de Loyola que ve en Jesús un Cristo militante. Penitencia, estudio, control de cuerpo y examen de consciencia permanente, obediencia absoluta a la Orden y decisión de intervención en el mundo secular, “pulimiento del intelecto y adiestramiento de la voluntad” mediante, lo llevaron a formar en 1937 junto al Padre Kerkai el KALOT, que, lejos de una organización de caridad, como pretendía la Iglesia, fue “un instrumento de justicia social”. “Queríamos organizar una capa campesina consciente que no reza por sus derechos sino que lucha por ellos. Nuestra meta oculta era la reforma agraria”, refiere. Comenzaron ideando un movimiento de formación de cuadros entre los novicios, con publicaciones y pequeños emprendimientos económicos, que fue creciendo hasta devenir un organismo -un comunidad eclesial de base- de amplia inserción en todo el país. La Encíclica Rerum Novarum que postuló una renovación de la Iglesia era el paraguas bajo el cual los cursos de formación de campesinos católicos, donde pasaron unos 30 mil, eran en realidad la antesala de una revolución.

Nagy describe escenas conmovedoras de promoción social. Por ejemplo, la realización de conciertos de Bela Bártok en los que hacían cantar canciones antiguas a los campesinos junto a la orquesta sinfónica; la puesta de obras de teatro durante la ocupación; la construcción de bibliotecas campesinas; en fin, la toma de tierras de la propia Iglesia para desplegar la labor de las ligas agrarias. Aunque en un comienzo los soviéticos miraron con simpatía, no exenta de desconfianza, el movimiento (medianamente comprensivos, pretendían reducir los templos a actividades religiosas sin intervención social ni política) acabaron prohibiéndolo. Pero ya no había vuelta atrás. Invadida Budapest, los bombardeos destruyeron las sedes de la organización en todo el territorio. Hubo saqueos de sedes y deportación y fusilamientos de militantes del KALOT; el martirologio cristiano había dispuesto nuevamente su cuota de carne sacrificial. Acosado, perseguido, Nagy comenzó a hacer viajes clandestinos hacia el Vaticano atravesando ejércitos con pasaportes falsos, siendo detenido varias veces, fugado, disfrazado; incluso llegó a sufrir un simulacro de fusilamiento: todas las rutinas militantes en aras de defender el movimiento, reducido a la mera supervivencia.

En abril del 45 salió de Budapest mientras la Gestapo y el Ejército Rojo arrasaban el KALOT. Por su capacidad política Nagy acabó realizando misiones oficiosas para el Vaticano en diálogo directo con el Papa, aunque debía sortear la oposición del Cardenal Mindszenty que pretendía la restauración de la monarquía en Hungría con apoyo norteamericano. En sus viajes frecuentó a Pío XII, a Montini -futuro Papa Pablo VI- y al mariscal Voroshilov, que dirigía las operaciones del Ejército Rojo. En sus gestiones intentó implementar cierto modus vivendi que acabó por ser descartado con el fin de la guerra debido a las posiciones reaccionarias de Mindszenty, que llegó incluso a disolver el KALOT. Su destino estaba sellado.

En Argentina había 4000 personas organizadas en círculos obreros: ese fue el argumento con que pretendían tentarlo para sacarlo de Hungría. “Sonreí para mis adentros pensando en los 2 millones que habíamos organizado con el padre Kerkai” -ironiza. Finalmente, obediente a las órdenes de la Orden, se radicó un tiempo en Uruguay donde, nuevamente, chocó con la jeraquía eclesiástica y finalmente, en 1947, pleno peronismo, se instaló en Buenos Aires. “Acá en Argentina comencé a revivir”, escribe. El entusiasmo le duró poco. Al entrevistarse con el Cardenal Copello, éste le dijo: “aquí no hay problemas sociales, los soluciona Perón”.

Deshauciado, se radicó un tiempo en Chile, donde intentó reproducir la experiencia del KALOT, pero ya estaba atenaceado por la pérdida de la fe. “No puedo vivir en la Iglesia, pero tampoco sin ella”. En medio de esas cavilaciones “despertó en mí un proyecto fascinante: conocer al enemigo mayor de la Iglesia, penetrar sus secretos para saber la verdad”. Se hizo masón. Ocultando su nombre y su pasado, habiendo solicitado el estado laical de la Orden, alcanzó el mayor grado de su nueva fe: “quería ser un buen masón, del mismo modo como traté de ser un buen jesuita”. Al final de este nuevo estadio, del cual ofrece una minuciosa descripción en la que detalla los distintos aspectos que hacen a la vida de la Masonería, concluye diciendo: “tenemos nuestros secretos, pero en realidad no los tenemos”. Esa especie de esperanto de los símbolos, las ceremonias fascinantes y la mudez enigmática de los emblemas, fueron su mayor preocupación durante esa etapa. Llegó incluso a fundar su propia logia, la Kossuth -nombre del patriota del ‘48-, que nucleaba a los húngaros desterrados en Argentina. Jerarquía, ritualidad, disciplina, vida intelectual, acción social: todas aquellas dimensiones que habían hecho de él un buen jesuita, las reencontró en la vida masónica. Pero la ausencia de sacralidald, descubierta al final del camino, le hizo abandonar el rumbo.

Tras haber trabajado varios años en la Biblioteca Nacional y dirigido el Archivo de la Universidad de Buenos Aires fue convocado a comienzo de los 60 por la Unesco para realizar una investigación sobre las villas miseria. Fiel a su historia, en 1964 fundó la Asociación de Comunidades Rurales Argentinas (ACRA) con el objetivo de eliminar la indigencia en el campo y fomentar la horticultura local. El proyecto, que proponía una vuelta al campo y contó con la aprobación del presidente Illia, fue truncado por el golpe de Estado de 1966. Una nota de Primera Plana muestra los avances de la experiencia: “Ni kibutz ni koljoses, es algo eminentemente argentino, dice el profesor, que, junto a Ramachandra Gowda imparte a los futuros colonos educación comunitaria previa. Nagy confía en crear un verdadero centro piloto en materia rural, con el concurso de las más modernas maquinarias y aplicando los métodos más avanzados en la producción agraria. Deberán proveerse, en primer término, elementos esenciales para poder iniciar la experiencia: dos o tres molinos, perforadoras para extraer agua, equipo para trasladar el agua de un arroyo cercano, para todo lo cual hace falta bastante dinero. Pero Nagy confía en la ayuda de los empresarios: Aquí, en la Argentina, los hombres de negocios son más amplios y generosos que los de Europa”. En Villa Garrotazo logró la urbanización con la colaboración, entre otras personas, de la madre de Borges y Adelina del Carril. Incluso llevó de visita a Victoria Ocampo junto a Lanza del Vasto, que vio en la experiencia una versión de su Comunidad del Arca, de inspiración gandhiana.

Nuevamente desilusionado, regresó a Hungría, que ya formaba parte del bloque socialista, donde trabajó como redactor de la Enciclopedia de Literatura Universal y como nexo entre el Vaticano y el gobierno. Acosado políticamente -su libro Jesuitas y masones, que había sido un éxito editorial mundial, fue prohibido- murió de tristeza en 1979.

En el año 2002 Villa Garrotazo estuvo nuevamente en las noticias: un proyecto de construcción de un puente pretendía aislarla -rodearla de un muro- “para generar condiciones de seguridad”.