La palabra “Extasis” palpitaba en las pantallas, con esa tipografía tan característica de la emergencia o de Crónica TV, en el último tramo del show. En ese momento, Winona Riders revisitaba una vez más su tema “A.P.T. (American Pro Trucker)”, con el que había iniciado el repertorio. Una especie de símil con los verbos separables alemanes, donde el prefijo le da al verbo un nuevo significado. Con la canción incluida en su segundo álbum de estudio, El sonido del éxtasis, el sexteto coronó tres horas de un recital que a la salida ya era recodado como sacristía. Aunque parezca una exageración, este primer desembarco en El Teatro Flores, en la noche del viernes, tuvo tintes épicos y hasta consagratorios. No sólo por este debut en esa zona de la capital argentina o por su duración, sino también por el nivel de intensidad que irradian las actuaciones del grupo. Cada vez más adictivos. ¿O quizá radioactivos?
Uno de los tantos rasgos que distinguió a la banda desde que pidió cancha formalmente en la escena musical argentina, y de eso ya pasaron algunos meses, es su tenacidad en la política del deseo. Cuando manifestaron que no querían quedarse encerrados en el letargo del circuito de salas del barrio porteño de Palermo, al mismo tiempo que éste les abría las puertas, podía haber parecido una provocación o un acto de rebeldía. Y es que esa intención de coartar al aburguesado establishment local caló hondo, al igual que su reflexión acerca del under en tiempos de indie. Sin embargo, nunca recularon en su afán ni en sus ideas. A partir de ese instante, en tanto ahondaban en su estética de la autogestión, abrieron el juego a todas las posibilidades que surgieran o que ellos mismos encontraran. Entonces fueron dándole forma a su propia dinámica.
Antes de convertirse en el artista revelación de la música popular contemporánea nacional en 2023, ellos ya existían. Iban sin prisa, pero sin pausa. Hasta que pasó lo que sucedió: en marzo último, programaron un recital en Niceto Bar que se les fue de las manos. Si bien la sala más chica de Niceto Club tiene capacidad para unas 100 personas, algunas horas antes del show la convocatoria triplicaba el aforo. Los que no pudieron entrar se aferraron a los ventanales del lugar. Apareció la policía, llegó el bardo y volvió el rock. Todo esto mientras la banda desataba su furia en escena o más bien su delirio. Esa madrugada patearon el tablero. Algo que precisaba la escena con urgencia. Y golpearon tan fuerte que de esa grieta emergió buena parte de la actual movida post punk que este año cambió el nuevo orden del rock argentino. Aunque ese género es apenas una arista en su propuesta.
Una semana más tarde del inicio del “fenómeno Winona”, el grupo metió 900 personas en la sala grande de Niceto Club, a lo que le secundó la invitación para abrirle el recital a uno de sus ídolos: los estadounidenses The Brian Jonestown Massacre. De hecho, en vivo es donde se nota esa influencia. Sobre todo en la manera en que se plantan en escena: con un performer ubicado en el centro de los músicos, marcando con su pandereta el equilibrio de las fuerzas. Y donde también resalta un cantante y guitarrista que, en el ala derecha de la alineación, mira a sus compañeros (al tiempo que ellos encaran al público) y dialoga de punta a punta con el otro frontman. Tras ese show, presentaron su disco debut, Esto es lo que obtenés cuando te cansás de lo que ya obtuviste, con cuatro funciones en una de las vitrinas del under porteño, El Emergente. Desde ese minuto, no pararon de reinventarse.
Cuando salió el primer disco, se adelantaron en definirlo como el “mejor álbum del rock argentino en los últimos 20 años”. Y es que no esperaron a que apareciera el segundo. Lo que terminó sucediendo en noviembre pasado, a siete meses del antecesor. Si el repertorio inicial era un compendio de sus temas fundacionales, la secuela se parece más a lo que es hoy Winona. Tomando distancia de sus próceres, en beneficio de su identidad. Pese a que mantiene la alquimia revolucionaria, lo nuevo los ubica en otra dimensión. Sin embargo, en El Teatro Flores pusieron a dialogar ambos cancioneros. Comenzaron a las 21 hs con “ATP”, tema que, por más mántrico que se reconozca, desata pogos. Más tarde vino “¿Así que te gusta hacerte el Lou Reed?”, de aura Velvet Underground y en el que el panderetista Gabriel Torres Carabajal devino en una suerte de Icaro, aleteando su instrumento.
En “D.I.E. (Dance In Ecstasy)” (más allá de los anglicismos, el español es su idioma materno), invocaron al misticismo del Africa Norsahariana para afrontar un viaje vertiginoso hacia las fauces de la introspección. Por cortesía de la psicodelia, esparcida en microdosis. En “Resurrección”, esas guitarras sexies aludían a la órbita groovera de The Jesus and Mary Chain; mientras las violas de “No hay nada más en mí”, que bajaban un cambio sin restar en el relato del recital, invitaban a la cavilación. Ahora que la adrenalina corría por la epidermis, “Catalán” desempolvaba la primera etapa de los Ratones Paranoicos, ataviada en psychobilly. Sobre la base del mismo punto de partida musical, con la lisergia y la oscuridad en calidad de anfitriones, los de la zona oeste del conurbano bonaerense revelaron diferentes desdoblamientos. Siempre sutiles, hasta que se ponían salvajes. Súper salvajes.
A “Anton” la mecharon con “Joel”. Si en algo coinciden ambos temas, aparte de sus títulos con nombres propios, es el protagonismo del diablo. “El demonio está dentro de mí, de mi cabeza otra vez”, versa el primero. Lo que funciona como metáfora sobre el papel del cantante y guitarrista Ariel Mirabal Nigrelli, quien, más que servir de médium hacia el inframundo, lidera una cruzada contra las fuerzas del mal. Y lo hace interpelando a Caballeros Jedi del rock del talante del violero Mick Ronson o el Iggy Pop del disco de The Idiot. Nada de esto sería posible sin la complicidad del otro frontman del grupo, el también guitarrista y cantante Ricardo Morales. Ese pase de pelotas se evidenció en “Abstinencia” o en “Buscando una nueva sensación”, cuelgue de casi nueve minutos con ganas de transformarse en himno de su generación. Por más que “Dopamina” ocupa esa plaza. Pero aún no llegó el hit.
Inauguraron la segunda parte con “La cura”, demostración del poder gravitacional de sus canciones, así como de su dominio de la alquimia del tiempo. Tras ese embate pesado, volvieron a la psicodelia en “Falso Detox”, mostraron su tez sediciosa y explosiva con el garage “Dorado y púrpura”, y deslizaron su chamanismo sonoro mediante el épico “Más fuerte que el sol”. En tanto esto pasaba, en una terna de pantallas la cara de Winona Ryder mutando de pantone alternaba con la proyección de una road movie sobre lo que acontecía en el escenario. El final de la ceremonia lo advirtió el krautrockero “Dopamina”. mientras el stage diving se confundía con el pogo y el mar de gente. Al terminar, nadie lo podía creer: pasaron tres horas, y la magia seguía en pie. De todas formas, la coronación de Winona aún no llegó. Sucederá el 29 de diciembre en Niceto Club: una fecha para agendar.