Hay sitios en el mundo que, aunque pequeños, emanan una intensidad inabarcable. La frontera entre México y Estados Unidos que une a las ciudades de El Paso, en Texas y Juárez, en Chihuahua, es uno de esos lugares. Y la Universidad de Texas en El Paso es un ovni en ese espacio ya raro en muchos sentidos. La arquitectura de la institución más importante de la ciudad es estilo butanés. Si, Bután, Asia. Como los castillos característicos de esa región en la cordillera del Himalaya. En 1914, cuando hojeaba la revista National Geographic, Kathleen Flipping, la esposa del primer edecán de lo que entonces era la escuela estatal de Minería y Metalurgia (hoy la Universidad), se enamoró de las fortalezas del reino de Bután, llamadas “dzongs”. Y le pareció que quedarían hermosas ahí en el desierto, al pie de las montañas Franklin, en el agotador calor del verano y los inviernos helados. La mandó construir en ese estilo y hoy es la única universidad de los Estados Unidos inspirada por esa arquitectura –¿por qué debería de haber otra?-- con 97 edificios en diseño clásico butanés a metros de Ciudad Juárez. En 1967, la reina de Bután Ashi Kesang Wangchuk también vio fotos de la Universidad y decidió establecer una relación protocolar pero permanente. Así, en el Museo de la Universidad hay colecciones de arte butanés, se hacen ceremonias religiosas, hay un templo en funcionamiento y también un programa especial para estudiantes de Bután.
La mayoría de los estudiantes, sin embargo, son latinoamericanos. La universidad tiene un programa de literatura en español que incluye escritura creativa y se juntan venezolanos, mexicanos, argentinos, peruanos, chicanos, colombianos, chilenos y más. Bilingües la mayoría pero no exclusivamente. Una de las estudiantes, que me acompaña, escritora, envía remesas a su familia en Venezuela. Otro, que además es periodista, podría vivir en El Paso pero prefiere su ciudad, Juárez. Es quien me invita a un paseo y nos vamos al otro día, dos juarences, una venezolana y yo, en auto. El centro de Ciudad Juárez se conecta directamente con el centro de El Paso. Hay otros puentes, pero en el principal es el céntrico, como si existiera un paso sobre la Avenida Corrientes que une el Obelisco con el Bajo. Y exagero. Quizá sean menos metros sobre el puente. La gente camina la frontera todos los días. Los residentes de El Paso se van a Juárez si necesitan un dentista o una limpieza facial. O van a hacer las compras, todo tipo de compras. En 2008, cuando Juárez se hacía tristemente célebre por los crímenes de las mujeres, El Paso era declarada la ciudad más segura de los Estados Unidos. Desde las ventanas de la Universidad se escuchaban los tiros de la guerra de bandas: en algunos vidrios hay marcas de disparos. Así de cercan están. Hay un área de El Paso llamada Segundo Barrio que es un rincón de América Latina en la frontera. Están todas las características que conocemos además del idioma castellano. Las calles comerciales con ropa ofrecida en la vereda y el gran piletón de las ofertas. La comida callejera, no solo mexicana: arepas y churros y tacos. Los vestidos de comunión y cumpleaños de quince. Reggaetón, Ricky Martin, Juan Gabriel, Luis Miguel y rock nacional argentino. Y en una cuadra particular, adornada por un enorme mural que retrata a los personajes más destacados de la cultura mexicana, se reúnen los migrantes que logran cruzar la frontera con sus bolsos, sus hijos, su cansancio, su desconfianza, su alivio, su incertidumbre. Los baños químicos y los buses delatan las oleadas. Texas no acepta migrantes y ellos se estacionan ahí esperando ser trasladados a otro estado que los refugie.
En Juárez la intensidad y fealdad de la ciudad posiblemente oculten la violencia pero, como me explicó mi guía y acompañante, la actitud es una mezcla de “no es para tanto” con “nos acostumbramos”. Él nota la violencia cuando lee el diario, ahora. Hace años le resultaba obvia, pero ya no. Después me dirá que hay una batalla narco en funcionamiento pero o no es como antes o no se nota como antes o quizá las cosas ya son así. La primera parada es el área donde desaparecieron las mujeres que iban hacia las maquilas, las de Huesos en el desierto, las de 2666, las que convirtieron a la ciudad en un símbolo del terror. Hoy está gentrificada a lo Juárez: incluye un enorme consulado de Estados Unidos, y hay un parque de la memoria donde estaba el campo algodonero que las mujeres cruzaban. Ya no es un desierto. Han pasado muchos años. El memorial a las víctimas del “feminicidio” (así se nombra el crimen en México) está sobre la avenida Paseo de la Victoria. Pero está cerrado y desde las rejas rosadas se lo ve un poco descuidado. Cuelgan algunos posters recordatorios, como el de Silvia Arce, asesinada en 1998, pero son muy pocos. Quizá tres. Eso es todo. En el puente fronterizo hay una cruz rosada con clavos, como recuerdo: hacia allí van las marchas de las mujeres los 8 de marzo, en las que no se permiten hombres. La casa de Juan Gabriel, uno de los héroes locales, también está cerrada pero las veredas están llenas de gente que deja flores y canta las canciones, porque varios parlantes pasan la música del divo a todo volumen. Los bares famosos, como el Club 15 o el Kentucky, donde supuestamente se inventaron las margaritas, son algo sórdidos y, me dicen, hay una obvia conexión entre los femicidios y las barras iluminadas en colores densos. Los bares semivacíos conservan las leyendas de sus visitantes célebres cuando Juárez no era sinónimo de crímenes: Hemingway, Elizabeth Taylor, Marilyn, Cormac McCarthy.
En El Paso residió Cormac McCarthy, el autor de La carretera y No es país para viejos y ese Moby Dick contemporáneo que es Meridiano de Sangre. La calle donde vivió se llama Coffin, es decir, ataúd. Es bonita y modesta. También vivió en un hotel anticuado e incómodo en el centro de El Paso, el Gardner, que no tiene memorabilia del escritor pero sí copias de la ametralladora de Dillinger, otro huésped. En la librería más linda de la ciudad hay ejemplares firmados del autor que murió en junio pasado y algunos textos inéditos originales propiedad del dueño, un hombre encantador que se vino desde Los Ángeles y fue amigo del muy privado McCarthy, que jamás fue a una presentación o dio una entrevista mientras vivió en Texas.
El viaje hasta Chihuahua, la ciudad capital y mi siguiente parada, es en auto. Cinco horas de viaje. Esta parte de la frontera no está bien comunicada. Es el puro desierto. No se puede evitar pensar en lo duro de cruzar. Lo fácil de matar y esconder allí. Lo pobladas que alguna vez estuvieron estas tierras. La guerra espantosa que se libró en esta sequedad retratada en Meridiano de Sangre, novela que sigue esta misma ruta. Y recuerdo un cuento de Ray Bradbury que transcurre en México. Mary, la protagonista, piensa después de ver las momias de Guanajuato, que la enfrentan a su mortalidad: “México es un país raro. Todo selvas y desiertos y extensiones solitarias y aquí y allí un pueblo pequeño como éste, con unas pocas luces encendidas que puedes apagar con un castañeteo de los dedos. Es un país grande y hermoso.”. Y le pregunta a su pareja: “¿No se siente nunca sola esta gente?”. “Están acostumbrados”, responde él, con desdén de gringo, hacia la gente y hacia ella. Es imposible no preguntarse lo mismo en la frontera solitaria y atiborrada, triste, hermosa y desesperante.