Como los tobas, a fin de siglo, como decenas de chaqueños y misioneros que llegan aún hoy con lo puesto y se instalan en la periferia, en un espacio vacío que deja la villa miseria, con apenas algunos bártulos sobresaliendo en el esporádico del Norte que cruza la ciudad, con sus hijos mirando desde la ventanilla el andar vertiginoso de la Rosario desconocida; el recuerdo incierto de lo que se deja atrás; la búsqueda de un familiar, de un amigo que ayude a la familia a empezar de nuevo, lejos de tanta miseria y cerca de una fantasía: “Aquí estaremos mejor”.
Omar Arnaldo Palma nació el 12 de abril de 1958 en Campo Largo, en el Chaco, y siendo niño emprendió con sus padres y sus hermanos el mismo recorrido que centenares de comprovincianos que escapan del monte, para refugiarse en la gran ciudad. Sólo cambia el paisaje, y los exiliados del más allá buscarán un pedazo de tierra para construir una nueva vida.
Los Palma se instalaron en el barrio La Vivienda, cerca de Arroyito, en el norte de la ciudad, un barrio de techos bajos y calles en diagonales que confundían al más obsesivo, rodeado de una villa miseria pegada a las vías del Ferrocarril Mitre.
La primaria pasó sin mayores expectativas, pero el pibe sólo tenía una preocupación: jugar al fútbol en el potrero del barrio hasta que se armó un equipo infantil, Pulgarcito, sensación del momento, que terminó con el tiempo transformado en un equipo de la primera división de la Asociación de Fútbol Rosarino.
En esos años de mediados de los setenta, Palma no era Palma. Era Zuca.
Un morochito fornido, bajo, habilidoso, una pulga de una derecha fuertísima. Zuca convocaba detrás del alambrado a los viejos nostálgicos, a los pibes que se maravillaban con las piruetas del Pulgarcito a torpes grandotes, que no podían soportar tanta humillación. A lo sumo recurrían a la estocada y Zuca caía al suelo, una y otra vez, los mediocres buscaban doblegarlo, pero Pulgarcito se levantaba sin hesitar, reclamaba la pelota a sus compañeros más altos y creaba otro ataque. Desde los costados de canchas tan viejas como las de Sparta y Argentino siempre había un despistado que preguntaba por la identidad de esa pulga negra que hacía vibrar los corazones.
Es curioso, pero al principio Palma prefirió el estado salvaje a la profesionalización. Tanto talento hizo que Palmita –a esa altura ese era su nombre real– fuera tentado para ganar sus primeros dineros jugando fútbol en el campo. Allí donde van a parar pequeños talentos que no pasan la prueba de rigor en el fútbol profesional, veteranos o pibes que recién se inician.
Hasta que un tipo que se llamaba Silva, quien dedicaba su vida a buscar pibes en los barrios y en los potreros, le dijo que se viniera a Rosario Central. Palmita no era un niño ni necesitaba iniciarse en una categoría de principiantes, así que recaló en cuarta división y compartió el mediocampo con dos pibes que también se las traían: Gaitán y Sperandío.
El 20 de octubre de 1979 debutó en la primera división de Central. Tenía 21 años y enfrente estaba nada menos que Boca. El partido terminó 1 a 1. El resultado poco importa. Él había tocado el cielo con las manos y en el barrio esa noche hubo festejo de los pulgarcitos.
Un año después y jugando de cinco por indicación de Carlos Timoteo Griguol, Palma salió por primera vez campeón con Rosario Central, al ganarle a Racing de Córdoba el entonces campeonato nacional.
Después vendría el infierno del descenso. Y su pase a préstamo a Colón de Santa Fe para escaparle a la B, a tanta humillación. De regreso a los domingos, el Tordo –su nuevo seudónimo– volvió a ponerse la auriazul y el 3 de mayo de 1987 sería campeón y figura de Central. Con Lanari, Hernán Díaz, Balbis, Bauza, Pedernera, el Pato Gasparini y Cornaglia, el Pichi Escudero, Lanzidei y el Flaco Galloni, con Don Angel (Zof) en el banco. Le tocó ejecutar el penal ante Temperley, el más emocionante de su carrera porque significaba el título allá en el sur. Con los honores en la espalda, Palma pidió más plata a la comisión directiva para continuar en Central y asegurar el futuro de sus hijos, decía que se había terminado el muchacho de los primeros años que gastaba mal lo que ganaba. La salida fue la obvia: el Tordo tuvo que optar entre dos ofertas de afuera, el Toulouse de Francia o River Plate. Y el Negro eligió a los millonarios.
Después River, donde estuvo parado por una lesión, lo vendió al Veracruz de México. Cansado de un fútbol mediocre y sin querer resignarse a ganar dinero solamente, Palma intentó la última patriada. Volver a casa definitivamente.
Mientras imaginaba una vida sin sobresaltos, en el ocaso del guerrero, Palmita es hoy la figura de este Central hecho de retazos. Ha vuelto a jugar de cinco, porque el físico y las lesiones acumuladas achican las perspectivas, y, como a Maradona, le alcanza con algunas maravillas para dejar sentado que es lo mejor que le pudo pasar a la memoria del hincha canalla. Hace caños, sombreros, les grita a los pibes, los ordena, se enoja con el jugador que lo marca fuerte…
Acaba de cumplir 36 años y anunció que no falta mucho para que se retire del fútbol. Tal vez a fines de 1994. O alargue la despedida en función de la magnitud de sus últimas actuaciones.
Una vez, la revista Risario le preguntó: “Negro, ¿qué querés ser cuando seas grande?”.
Y Pulgarcito contestó: “Y… podría ser comerciante. Abrir algún negocio, una fábrica, algo que yo maneje. Por ejemplo, fabricaría gorros de Central. ¡Seguro que no me fundo nunca!”.
Publicado en el diario Rosario/12, el 3 de mayo de 1994. (ver aparte)