En un estante del escritorio hay un cuadrito, una foto que me sacaron después del penal de Montiel, en el estadio Lusail. Cara de loco, los ojos cerrados, los pelos revueltos, las cejas alzadas, la boca abierta; estoy diciendo lo mismo que seguramente dijeron ustedes y millones de argentinos: ¡Vaaaaamos carajo! Revivo la felicidad de aquel momento cuando relojeo la foto, mientras escribo estas líneas. Yo estaba ahí, soy uno de los privilegiados que estuvo ahí y se lo puedo contar a mis nietos. Y lo pude contar en Qatar. Volver a vivir. Diario de un viaje alucinante, el libro que empecé a escribir a mi regreso y se publicó cuatro meses después. Y les puedo contar ahora a ustedes lo que me pasa, esa extraña mezcla de sensaciones que me atraviesan un año después.
Repaso, en principio, lo de Qatar y eso también es una coctelera de sentimientos encadenados.
Indignación. Encontré ya en el primer vistazo un país millonario para pocos, luminoso, inmaculado, lujoso por donde se lo mire. Un país hecho a la medida de los sueños de los neoliberales argentinos. "No tienen sindicatos, es un ejemplo a seguir", había dicho Macri mientras se babeaba con los jeques. Todo muy obsceno.
Incertidumbre. La Selección era una incógnita. La Copa América había funcionado como un estimulante potente, pero no sabíamos qué podía pasar en el enfrentamiento con los europeos. Dábamos por descontado que pasábamos sin sobresaltos la primera fase (bien argentino), pero ¿después?
Pena. Por la muerte de Hebe de Bonafini. Recordé que en medio el Mundial del 74 se había muerto Juan Domingo Perón y en el 86 Jorge Luis Borges.
Angustia al cubo. Perdimos en el partido inaugural con Arabia Saudita, una derrota que no estaba en los cálculos de nadie; nos coparon la parada los de verde en la tribuna y encima me pesqué el covid del que había zafado en Buenos Aires. Todo mal.
Miedo. A empatar o perder con los mexicanos, a tener que volvernos antes de tiempo, no tanto por el virus que retrocedía con las cuatro vacunas recibidas. Fui a ver el partido con México envuelto en barbijos, con cara de momia.
Alivio. Con el gol de Messi se espantaron los fantasmas y hasta el bicho, creo. Me abracé con el joven periodista que estaba a mi lado en el palco. No sabía su nombre ni el medio para el que trabajaba ni nada. No habíamos hablado una sola palabra antes. Ni tampoco después. El pibe tenía la edad de mi hijo; yo la de su padre, seguramente. Bien argentino todo.
Optimismo. Empezó a crecer la confianza después del claro triunfo con los polacos y a medida que iban cayendo muñecos: Australia, Países Bajos.
Agrande, pero no mucho. A esa altura de a ratos pensaba "que pase el que sigue" y en la opción de Brasil o Croacia me seducía la idea de enfrentar a Brasil, pero en el fondo era mejor Croacia, claro. En la concentración lo habían vivido igual y después nos enteramos cómo habían festejado la eliminación de Neymar y compañía.
Orgullo. Por la forma en la que se le ganó a Croacia, por el respeto a la pelota, por la convicción con la que se jugaba, por el baile a los franceses en el primer tiempo, por el tremendo gol de Di María en el mejor gol del Mundial.
Locura. Por todo lo que sabemos que pasó en el segundo tiempo y el alargue de la final, el corazón al galope, el subibaja de la tensión, el miedo a que de un saque se rompieran todas las fantasías, hasta que llegó el " vaaamos carajo", que vuelvo a relojear en el estante de la biblioteca.
La tapa del libro es una foto con gente, mucha gente, todos con camisetas argentinas de espaldas, los brazos en alto; hacen flamear banderas celestes y blancas, van cantando, abrazados algunos. Y lo que siento ahora es que me lo perdí. Que era una oportunidad única, irrepetible de compartir la calle con todo es pueblo en éxtasis. Estaba allá, pero sentía envidia por los de acá. Bien argentino.
Un año después persiste la sensación de que me lo perdí. Y eso se mezcla con los buenos recuerdos pero también con este presente nebuloso. A un año del Mundial y en medio de tanta angustia social y política pareciera como que no hay espacio para el festejo de nada, ni siquiera desde el recuerdo.
Tal vez el fútbol mismo nos abra una lucecita de esperanza. En el Mundial del 74 nos humilló Holanda y cuatro años después le ganábamos la final. En el 2018 perdimos 3 a 0 con Croacia y cuatro años después le ganamos por el mismo resultado. En el 2018 Francia nos sacó del Mundial y cuatro años después le ganamos la final.
Cuatro años.