Llueve aún. Ayer, el epicentro fue Bahía Blanca. El presidente, que entiende la labor como una performance en redes sociales, se vistió con ropas de fajina militar y se sacó fotos. No ofreció mecanismos de colaboración estatal para superar la catástrofe. Importan las fotos, la imagen, la captura escenográfica. Importa es un modo de decir, porque es más bien ocasión para la disparada de falsas noticias y comidillas de circulación digital. Pero quizás el vestuario remite menos al compromiso con la defensa de una población asediada por un hecho catastrófico, que a la identificación con un tiempo en el que militares juzgados por ser agentes del terrorismo de Estado gritan ¡viva la libertad carajo!
Llueve aún, como si las fuerzas del cielo necesitaran revelar su potencia de daño, volviéndose huracán, tempestad, inundación. No es de esas lindas lluvias que refrescan el aire, que limpian la ciudad de sus olores y resabios. No. Como ocurre con el gobierno, es puro goce de caer sobre lo existente. La destrucción que avanza. Una serie de realizaciones que tienen por significado la pedagogía de la crueldad: producir una brutal transferencia de ingresos desde la clase de quienes trabajan hacia los sectores dominantes. Pero hacerlo con la sonrisa canchera del que sabe más, con el goce del que castiga para que la lección sea comprendida, con la satisfacción de los vencedores cuando la época acompaña sus victorias. Dicen: es tiempo de sacrificios, pero no hay dolor sino gesto farsesco que lo suplanta, porque su propio programa es la agitación del sacrificio. Todo debe doler, toda alegría venir de un largo padecer. Pero también porque la vida misma --la de los bienes comunes, la tierra, las aguas, las personas-- es declarada sacrificable en el altar del capital. Llaman libre mercado a la libre realización de sacrificios, que ya ni rituales requieren porque se pagan en moneda sonante.
Quieren fundar. A eso vienen. Sistematizar mucho de lo que ya existe --si no, no hubieran sido victoriosos--, organizar y profundizar eso que ya nos habita: el individualismo meritocrático, la idea de un puro esfuerzo individual que sustituiría toda acción colectiva, la consideración de que la política es el nombre de un gasto superfluo o la sinonimia de una corrupción particular; la mirada punitivista sobre toda acción --el otro, la otra, resulta culpable de todo daño que me atraviesa--.
En esa mutación, le dan brillo a la idea de que un derecho puede ser considerado un privilegio. El trastrocamiento señala por un lado la restricción: el derecho que se nombra universal no lo es para todas las personas que tienen, por ejemplo, acceso muy diferencial a la salud o a la educación. Esta idea critica la restricción de los derechos, no su existencia. Pero se solapa con otra, que considera el derecho como privilegio porque el derecho universaliza un acceso que debería ser restringido a quienes hacen el esfuerzo o el sacrificio o el mérito: el privilegio estaría en el usufructo de algo que no se ha ganado. Esta crítica es la contraria a la anterior y es el real fondo ideológico de la discusión: se trata de borrar la idea de derechos no porque no se realice de modo universal, sino porque su realización universal diluye el mérito o el sacrificio. Es decir, la universalización atentaría contra la individualización.
Todo eso bulle en la sociedad argentina, como en tantas otras. Es la lengua del presente. Aquí, tensionada contradictoriamente con la larga marcha de la experiencia peronista, en la que la necesidad exige al derecho y donde la felicidad del pueblo no requiere su sacrificio. Durante mucho tiempo, esa experiencia construyó una amalgama de creencias y sensibilidades. Coexistiendo con esta otra que hoy vemos triunfante. Y que se propone un tratamiento de shock para volverse monolingüe, ritual, obligatoria: un shock económico y represivo. Forjar las almas, moldear las creencias, construir una obediencia al dios del mercado. De eso se tratan estos meses. De pistolas taser e inflación, de hambre y presidio. Cuando algo quiere afirmarse, no será sin conflictividades nuevas y resistencias antiguas, sin movilización de las memorias que compartimos ni olvido de las imágenes de porvenir que cultivamos. Frente a las victorias, hay que recordar su condición temporal.
Temporal también es la tormenta. Cuando acontece, cerramos las ventanas, organizamos el lugar, vamos a resguardo. Pero también preguntamos a otrxs cómo están, si están a salvo. Buscamos ayuda o segundeamos, limpiamos lo caído, hacemos red, recordamos otras tormentas. El tiempo en que vivimos siempre está abierto y su apertura no necesariamente es la del sacrificio, sino que es la del conflicto, la del acontecimiento. La temporalidad excede el puro presente, entre otras cosas porque en ese presente se confrontan distintos modos de habitarlo, pero también porque al lado de esos esfuerzos por la sistematización de la ideología mercantil e individualista, hay otros esfuerzos no menos tenaces, otras lenguas no menos vivas y seguramente más promisorias. O con otras promesas. Temporal es toda victoria, aunque lo hemos olvidado demasiadas veces, resguardándonos en la certeza confortable de lo ya realizado. Hoy, recordarlo es necesario para evitar el abandono a un nuevo estado de cosas.