Defender el valor de la política nos volvió conservadores. Ampararnos en la verdad nos hizo antipopulares. Ser consecuentes con nuestras ideas nos llevó a perder las elecciones. Reivindicar nuestra historia nos condenó al anacronismo.
Tal el divorcio entre las estructuras institucionales y su representación. Entre la operatoria tecno-financiera glocal y los ingenuos crucifijos con que quisimos espantar a sus vampiros. Entre nuestra “lectura” del mundo y las formas del devenir social.
Si volvemos la mirada atrás, veremos que ya en 2009, durante el apogeo kirchnerista, las concepción política y la argumentación ideológica atravesaban una crisis importante respecto del cambio epocal que empezaban a protagonizar las juventudes de todos los estratos sociales. Una extensa variedad de indicios demandaba un aggiornamento efectivo de las prácticas políticas. Paradójicamente, las demandas provenían del propio vientre gestante, el que había generado los mejores estímulos y las mejores condiciones para su desarrollo y proyección. Pero la inercia de las convicciones pudo más que la responsabilidad frente a la creciente falta de interlocución con los nuevos actores sociales. Así comenzó un efecto dominó que fue erosionando el principio de autoridad, que continuó debilitando las instituciones y que terminó deslegitimando al sistema democrático. En paralelo, el peronismo se fue apartando de la escena social (no de la política), con la misma velocidad que —como dice Juan Ruocco— dejó de procesar los cambios que se dieron en el discurso público.
Sin dejar de reconocer los méritos de una oposición que, con cintura política y ductilidad narrativa, supo travestirse para poder parasitar el descontento social y reorientarlo hacia una “casta” de la que simularon excluirse, no debemos desmerecer los errores no forzados de una dirigencia propia que, ensimismada, no supo trascender su propio círculo de baba, desaprovechando ventajas y oportunidades con la misma vocación por el error. Tampoco podemos dejar de considerar los efectos del solipsismo de los nichos académicos, que renunciaron tanto al mundo de la vida como a las miradas de conjunto, y empezar a reclamarles que trasciendan la endogamia y la producción de diagnósticos remanidos para (1) afinar su escucha social más allá de los oportunismos editoriales, y (2) devolver insumos de acción a través de saberes socialmente válidos.
Este cúmulo de desaciertos e infortunios, a pesar de todo, no deja de configurar una oportunidad. Mientras se reordena el escenario sociopolítico, podemos explorar una concepción descentralizada y participativa del poder, anche del Estado y las instituciones. Coordinada por grupos de interés, cerca de las necesidades, sin verdades reveladas. Como ya ocurre con la politicidad que instituyen las juventudes actuales en sintonía con la dinámica de la comunicación internetiana; en definitiva: como lo reclama la realidad que se volvió desconocida. ¿Da miedo? Peor es tener razón.
* Fernando Peirone es Doctor en Estudios Sociales de América Latina; docente e investigador de UNPAZ y UNSAM.