¿Para qué sirven nuestras instituciones? Hace un buen tiempo que me formulo esta pregunta, sin poder contestarla. No voy a abrumar con ejemplos históricos, pero vale la pena preguntarse qué se hizo de la ley audiovisual, desaparecida en combate en la administración del gobierno actual, pese a que contaba con la bendición de la CSJN, en audiencia y fallo público (afirmó la constitucionalidad de sus normas en contra de lo pretendido por el grupo Clarín). Vale la pena preguntarse de qué sirvió la prohibición de provecho para familiares de funcionarios públicos en la ley de “blanqueo”, si luego un decreto presidencial se dio el lujo de disponer lo contrario, para que incluso los familiares y amigos de quien ejerce el PEN aprovechen la condonación del injusto y “blanqueen” fortunas. ¿Dónde están los legisladores –tanto oficialistas como opositores– que, en conocimiento de estas afrentas, no proponen el aquí llamado “juicio político” para los funcionarios responsables, aun cuando la demanda no tenga éxito final por carencia de la mayoría calificada de votos parlamentarios necesarios para el éxito; al menos la apertura del juicio serviría para la discusión pública del asunto.
¿Dónde están los legisladores que ni siquiera se despeinan cuando organismos internacionales como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos u organismos de control sobre el tratado multilateral de “desapariciones forzadas”, impulsado incluso por nuestro país frente a crueles acontecimientos vividos, denuncian a la Argentina por las prácticas de su gobierno?: me refiero a la privación de libertad de Milagor Sala y a la desaparición de Santiago Maldonado. ¿Dónde estuvieron cuando se probó que la Gendarmería invadió sin permiso una comunidad indígena en la que se hallaba Maldonado, si no comandada al menos asesorada por el PEN, y luego del ataque ilegítimo “Maldonado no estuvo más allí, fue inexistente”, tal como lo definió un presidente de facto hace ya muchos años? ¿Dónde están los jueces de la Corte Suprema que tienen para sentenciar dos acciones sobre la privación de libertad de Milagro Sala, recursos que duermen el sueño de los justos por atribución que no le corresponde a la Corte (negación de justicia); ¿y dónde los legisladores que, de nuevo, no denuncian a sus jueces por delito o mala conducta en el cumplimiento de sus funciones? La condena internacional no basta ni alcanza para romper la modorra de nuestras instituciones, ni su Derecho interno resulta útil para desplazar a los funcionarios responsables que no sólo encubren sino que, públicamente, participan en los hechos imputados.
Del Poder Judicial federal e “inferior” mejor ni hablar. Es más: ya no es posible pensar en un Poder Judicial correcto sin antes una limpieza de quienes lo han destruido. La semana pasada se conoció el procesamiento de la Procuradora General de la Nación, múltiplemente atacada por nuestro presidente actual y su ministro de justicia sin razón alguna y aún más, en contra de la autonomía dispuesta por la Constitución nacional. Esto me demuestra la razón que tenía al opinar jurídicamente que los fueros previstos en la Constitución, que amparan a ciertos funcionarios de primmera línea, como al mismo presidente de la Nación, no sólo están referidos a la privación de libertad, sino que, antes bien, los protegen, durante la duración de sus mandatos –mientras no cesen por cualquier causa–, de las imputaciones judiciales en materia penal. La ley actual, por razones ocasionales, sólo los protege, al menos con su consentimiento, del cumplimiento forzado de una condena penal –algo ilusorio conforme a la duración del mandato–, pero no de la persecución penal judicial, hoy de moda. No conozco el caso, pero, francamente, no se comprende cómo un juez puede, sin permiso parlamentario, procesar a la Procuradora General de la Nación. Por lo demás, no quiero mentir: no deposito ni un mínimo de confianza en los tribunales y sus jueces hoy en día y existen ciertos apellidos que me provocan repulsión. En cambio, pese a no ser amigo de la Procuradora, la conozco bien, como a su defensor, y, si de algo sirve mi palabra, es, precisamente, para confesar confianza en ellos y dar crédito a sus explicaciones acerca de la inexistencia total de fraude al Estado y de la corrección de la conducta administrativa en cuestión. No se trata de que un juez sea un mal jurista –nunca los jueces, salvo excepciones, fueron un buen ejemplo en el sentido contrario entre nosotros–, se trata de algo peor que eso, de la inexistencia de límites interpretativos de la ley penal, del ejercicio de la fuerza pública puesta en sus manos de conformidad con políticas gubernamentales, como en el caso. La impudicia, según alguien sentenció en esta misma publicación, es aquello que me rebela contra mi propio oficio.
* Profesor Emérito U.B.A.