Mi amigo Charly pasó a buscarme en su Citroën saturado de instrumentos para que lo acompañara al Café de abril, donde tocaba con su banda. Hacían tanto ruido esas ruedas sobre el empedrado de Palermo que su voz se entrecortaba, sin embargo, escuché con claridad cuando dijo que ese café era sólo para mujeres. Yo ni siquiera había imaginado que un sitio así existiera y menos que llegaría a él sin tener que hacer el gesto complicadísimo de ir a buscarlo.
Mi único intento de acercarme a la gente de onda, como se decía entonces, había sido al pedirle a Paula, la hija de la modista Doña Paula, que me llevara con ella a un encuentro entre los fans de Boy George en la Galería Jardín de la calle Florida. No tenían muchas posibilidades de elegir otro meeting point porque ya les habían pasado cosas feas, como cuando el gerente de una confitería del microcentro apeló al derecho de admisión. Menos todavía podían juntarse en el departamento de alguna porque casi todas vivían en pensiones donde no se permitían visitas. Le pregunté qué hacían cuando se reunían y me contó que charlaban, intercambiaban grabaciones y noticias sobre Culture Club. Y que desde el último sábado se sentía feliz porque gracias a una revista Pelo que le habían prestado, había podido traducir su hit preferido.
Me lo cantó: Karma, karma, karma, karma, camaleón/ vienes y vas, vienes y vas/ amarte sería fácil si tus colores fueron los que sueño/ rojo, verde y dorado/ rojo, verde y dorado. El dueño de la Pelo era Esteban, un fan que la enamoró. Varias veces insistí en ir, pero siempre se hacía la disimulada y cuando la veía en el taller literario de la biblioteca, se daba una palmadita en la frente y decía que se había olvidado de pasarme a buscar. Creo que yo era para ella como una hermana menor que no tenía intención de andar cargando en sus salidas por Capital. Hasta hoy sigo imaginando esas reuniones exóticas y sólo Paula sabe cuánto me hubiera gustado comer con ellas masas finas delante de aquél gerente.
La última vez que la vi en el barrio fue la tarde de Nochebuena de 1986. Pasó a los piques por la vereda de enfrente con un bolso Hendy, su campera de corderito doblada en un antebrazo y en la otra mano la valijita de maquillajes. Me di cuenta que enfilaba para la estación y me pregunté dónde festejaría la Navidad, si me había propuesto encontrarnos pasadas las doce. Supe después que se iba para no volver, que acababa de decirle a Doña Paula que se olvidaran de ella. Pasó que horas antes el del puesto de diarios había visto que Esteban la despedía en la esquina con un beso fogoso y le fue con el chisme al papá que, furioso como estaba, le dijo que nunca más iba a pasar por boludo delante de los vecinos y ahí nomás se la zampó.
Ni mú hizo tu costurera para sacarme de encima al bruto ese que me partió en dos la ceja recién depilada. Yo estaba en la cocina haciendo el matambre y apareció de golpe, con el puño cerrado. Después suplicó que me quedara, ¿para qué? ¿para que otra vez me la de?, se descargó conmigo cuando nos volvimos a ver un año después, exactamente, la tarde de Nochebuena del ‘87. Estaba parada en el andén de Pacífico, donde bajé para ir al Café de Abril a celebrar con un grupo de amigas. Qué alegría encontrarla. Había adelgazado y estaba pintada, pero no como cuando caminábamos por Caseros, apenas con delineador y rimel; me pareció el desquite de tanta mesura su sombra chillona y en los labios un brillo que parecía una pátina de oro rosa. El sombrero sobre un pañuelo y las trenzas hacia adelante, me dejaron en claro que aunque todo hubiera cambiado en su vida -incluso su amor por Esteban, que de novio intentó pasar a fiolo, pero no pudo-, su devoción por Boy George seguía intacta.