El cuento por su autor
Las casas con letrinas, las gallinas empollando, los maizales, los pisos de ladrillo… Leer al gran irlandés John McGahern (Cuentos completos, Adriana Hidalgo), me trae muchos recuerdos de infancia, de unos modos de vida hoy escondidos, pero todavía existentes en algunos rincones de la llanura gringa. Cierta vez en una casa a donde me habían invitado a comer, vi a un padre castigar con una rama a la hija ya mayor de edad porque se había atrevido a contestarle. Y estuve en otra casa donde todo se seguía haciendo según lo había hecho en un tiempo la finada. Conozco a personas que todavía viven de este modo. Y hermanos con una relación estrecha hasta la confusión. Y familias tan cerradas en las que es imposible que entre nadie. Pero cierta vez, una amiga que vino a visitarme aquí donde vivo, esta zona un poco rural, me dijo que no le gustaba tanta tranquilidad. Entonces recordé al tremendo McGahern del que tomé el epígrafe y comenzó la combustión de este cuento.
No a mucha gente le gusta esta tranquilidad
Aquí es muy tranquilo. Nunca pasa demasiado. Hemos aprendido a distinguir las voces de las aves y los animales, el aleteo de los cisnes que pasan por la casa, el ruido de los diferentes motores que retumban por los caminos. No a mucha gente le gusta esta tranquilidad.
John McGahern
Había echado las cluecas la mañana del día que tuvieron que internar a Beatriz Helena y entonces fue él quien controló los huevos hasta que los pollitos nacieron. Eso era algo que la mortificaba un poco, porque se trataba de una tarea que siempre habían hecho las mujeres, primero su madre, después su hermana o ella misma. De los cerdos y las vacas sí se ocupaba él, pero ahora quedaban sólo ellos dos en este mundo y alguien tenía que estar en el hospital acompañando a Beatriz Helena. En los veintiún días que mediaron entre las cluecas y los pollitos saliendo del cascarón, había sucedido todo. Nomás unos pocos huevos perdidos y ahora estaban ahí piando ciento cincuenta pollitos; a fines de enero podría venderlos. Todos los meses pasaba por el campo el hombre del rastrojero y su hermana o ella le entregaban los pollos; era como una caja chica, así no tenían que usar dinero de la cosecha, los vendían y a veces también los canjeaban por ropa de cama o no perecederos que el hombre llevaba por los campos.
***
La lluvia de la noche, con ser poca, refrescaba la tierra, le sacaba al campo un perfume a recién nacido. Fueron los dos al pueblo por primera vez después del sepelio, porque se estaban acabando las provisiones. Beatriz Estela un poco cansada de escuchar condolencias que, aun viniendo de sus compañeras de oración, tal vez no eran del todo sinceras. De cualquier modo, respondió con agradecimiento a cada saludo, a cada comentario acerca de lo que había querido Dios, ya no sufre, es mejor así, el señor la recibió en sus brazos, acerca de que ahora su hermana descansaba en paz.
A Luis Ernesto no le gusta conversar, ha sido así antes y lo seguirá siendo ahora. Llegan al almacén y él deja la camioneta, como antes su padre dejaba el sulky, pide un vaso de Gancia y un plato de maníes y absorto va bebiendo y picando, acodado al mostrador, mientras su hermana hace las compras. Como otras veces, como antes, cuando estaban los tres, compraron azúcar, harina, yerba, té, queso cáscara colorada y dulce de batata y de membrillo para varios días. También café, cacao amargo y varias tabletas de chocolate, porque por las tardes Beatriz Estela prepara a veces leche con chocolate y se sientan a beber en silencio, mirando hacia el campo, hacia los sembrados. Tienen trigo, maíz y algo de sorgo para los animales, algunas vacas, cerdos para consumo propio -aunque en Navidad siempre venden algunos lechones- y los pollos que crían para cubrir gastos, sin echar mano de la cosecha.
***
Fue sacando las cosas y las llevó a la despensa, detrás de la cocina. Después, mientras Luis Ernesto revisaba los corrales, hizo la limpieza de las habitaciones, cambió las sábanas por otras blancas, almidonadas, cambió también el agua de las jarras en los dormitorios, puso toallas nuevas (unas de algodón que Beatriz Helena había desflecado y bordado a lo largo de las noches), regó y barrió los pisos de ladrillo, pasó un trapo seco a los muebles y lavó la cacerola que en la corrida al hospital había quedado por semanas en remojo. Después, separó la ropa de trabajo de Luis Ernesto y salió al patio, llegó casi hasta el escusado, hasta unos latones sobre braseros con agua y jabón blanco que ella misma ralla para que se disuelva fácilmente, porque no le gusta lavar con jabón en polvo, y puso la ropa en remojo, para que la mugre aflojara. Entró al escusado y cuando terminó, lavó paredes, piso y fondo con creolina hasta que todo quedó desinfectado. Después regresó a la casa, a la habitación que por años había compartido con su hermana y que ahora era sólo suya, repasó cosa por cosa con una franela pero no quiso cambiar nada de lugar, y puso a hervir, sobre un calentador, un jarro de agua con hojas de eucaliptus.
Con el olor a eucaliptus reanudando la salud de la casa, se sentó a la pequeña mesa que estaba en la habitación, junto a la ventana desde la que se ve el molino, tan antiguo como ella misma, el molino al que los hermanos trepaban de niños para ver la inmensidad de la llanura, sacó papel y una lapicera a fuente negra con la pluma dorada y comenzó a escribir. Era una carta a su prima, la única prima con la que tenían trato, en la que le contaba lo ocurrido, el tiempo en el hospital desde el infarto de Beatriz Helena y luego la muerte, los trámites para el sepelio y los días de tristeza que siguieron. Si bien las noticias no eran buenas, podría decirse que más que de dolor, se trataba de una carta llena de resignación. Beatriz Helena había muerto con los auxilios religiosos, el padre Pedro -tan próximo siempre, tan querido- la había acompañado hasta último momento, le había dado la extremaunción y los había asistido a ellos espiritualmente, como siempre, desde hacía años; luego habían celebrado una misa de cuerpo presente en la capilla de Campo Arana, una misa muy conmovedora, y llevado los restos al cementerio viejo, donde están sepultados los padres.
La enterramos ese día mismo porque las noches últimas fueron largas y estábamos prácticamente solos Luis Ernesto y yo, velando por ella, nomás nos acompañaban el peón, nuestras amigas del Sagrado Corazón y el querido padre Pedro que jamás nos abandona.
Nos hemos quedado solos, querida prima, muy solos aquí los dos, pero no nos acobarda porque así nos criaron nuestros padres y aunque es inmensa la tristeza y la falta de anhelo en estos días, nos iremos resignando, como a todo. El Padre dice que debemos aprender a aceptar la soledad, de modo que ante las sombras que nos abruman a veces y la necesidad de perdón que nos agobia, cuando el demonio pregunta, en medio de la noche ¿para qué todo?, la Virgen sagrada nos asiste, Nuestra Señora del Bien renueva en las pequeñas cosas de cada día, nuestro deseo de servir a Dios.
El campo está lindo, ha llovido mucho este año; ahora estamos por trillar. Alfa hay poca, nomás para nuestros animales, pero hemos sembrado maíz y está linda la huerta, tenemos tomates, pimientos, zapallitos de tronco y muchas flores de jardín. Estamos siempre ocupados, trabajo no nos falta, y eso siempre es bueno, porque no nos deja pensar. El domingo 13 recordaremos a papá con una misa en un nuevo aniversario de su muerte y dentro de dos meses, si Dios así lo quiere, iremos en peregrinación a Luján porque nos gustaría traer de allí una imagen de Nuestra Señora para entronizarla en nuestra casa. Tengo muchas labores pendientes, ahora sólo a mi cargo, como coser y remendar la ropa. También quisiera decirte que el año pasado, con mi hermana ya enfermita, hicimos un viaje a Fortín Mercedes donde descansan los restos de Ceferino (ahora los llevarán a Chimpay) y visitamos la sepultura de Laura Vicuña, que ya es beata. Bueno, no tengo más noticias que éstas, querida prima, te deseo en lo más profundo de mi corazón un año con selectas bendiciones y te pido disculpas por no avisar de la muerte de Beatriz Helena pero, tanto Luis Ernesto como yo, pensamos que la ciudad está muy lejos de estos campos y los caminos muy feos con la lluvia y vos tan ocupada cuidando a nuestra tía. Te prometo que cuando pasen las novenas, iremos a visitarlas. Ahora me despido, no sin antes rogarte que reces por nosotros y nos acompañes en nuestras plegarias, para encontrar resignación. Respetos a la tía y para vos todo el cariño de Luis Ernesto y Beatriz Estela, que te quieren.
***
Una vez, cuando era joven, Beatriz Estela había tenido un festejante; trabajaba en una máquina de trilla que por entonces contrataban, parecía muy bueno el muchacho y a ella le gustaba, pero sin que supiera por qué razón, él no le gustaba a su padre, así de sencillas y difíciles son a veces las cosas. Después al muchacho lo habían llamado para hacer el servicio militar y entonces todo se había disuelto como una tormenta en el cielo.
Él le había escrito una carta desde el lugar a donde lo habían destinado, un sitio del sur, casi en la frontera con Chile, en medio de esas cosas nuevas en su vida, del impacto de un paisaje cuya belleza no había imaginado y de la vida en el cuartel, él le hablaba tímidamente de sus sentimientos para con ella. No era exactamente una declaración de amor, una declaración explícita, era más bien una puerta abierta hacia algo que Beatriz Estela no se había atrevido a mirar. Pese a todo, ella había soñado muchas noches con el muchacho, soñaba que volvía a buscarla, vestido de soldado y se la llevaba a los tropezones por el campo, pero después con los años, aunque su padre ya no estaba, también los sueños se diluyeron.
Cuando el padre murió supieron que habían quedado ahí, en ese campo cercano a la Capilla, como un testimonio del pasado, viviendo los tres a la manera de antes, custodiando las tierras, como habían vivido los padres de sus padres. Supieron también que estaban rodeados, que toda la región, excepto las hectáreas que ellos tenían, se había transformado para siempre. Los nuevos dueños cambiaban trigo por soja que da mayor rinde, cerraban los tambos, vendían animales, no había quien viviera en las viejas casas, ni un vecino a donde ir a jugar a las cartas alguna noche, ni donde pedir auxilio si les pasaba algo, pero tengo que decirte, prima, que no nos acobarda ni nos disgusta, porque hemos sabido, con el auxilio de Dios, permanecer a nuestro modo, y así será hasta el último día. Cuando ya no estemos, el padre Pedro o quien ocupe su lugar, dispondrá qué hacer con estas tierras que hemos heredado de los nuestros y que el Señor ha querido que custodiáramos. Ya hemos hecho testamento a favor de la parroquia.
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Era media tarde y había otra vez en el cielo nubes pesadas, gordas como lana o algodón, prontas a reventar, hasta que comenzó a llover. Unas gallinas y sus pollitos cruzaron asustados, hacia el cobertizo, apenas empezaron los goterones. Beatriz Estela miró por la ventana hacia el molino y más atrás hacia los corrales donde Luis Ernesto encerraba a las vaquillonas y limpiaba los desagües. Ignorando el aguacero, él se arrimó a la casa, al cobijo de chapas donde guardaban las herramientas, y ahí curó la pata embichada de la potranca. Tal vez en otra ocasión le hubiera pedido ayuda, pero ahora la ha atado a uno de los postes de la cerca y le quita los gusanos, le pone cura bichero, le deja la pata plateada como una luna.
La herida ha empeorado en estos días, dice al entrar. Lo has hecho solo, podría haberte ayudado, dice ella mientras prepara el mate cocido, corta pan, unas rodajas de salame, comen en silencio. Estuve escribiéndole a nuestra prima, dice después.
Luis Ernesto no contesta, mira hacia la fila doble de plátanos, con las hojas brillantes por la lluvia. El sí había estado a punto de casarse, un noviazgo muy largo con una chica del pueblo, que finalmente acabó. Nadie supo la causa, tal vez cierta resistencia de las hermanas o quizás había sido simplemente cansancio de la chica, que ya no era tan joven, cansancio de esperar quién sabe qué. Puede que las hermanas le hubieran hecho, en aquella ocasión, algún desprecio, tal vez él le había dicho algo ofensivo aquella tarde o simplemente ella había estado esperando ese desdén para cerrar un mundo y abrirse finalmente a otro.
Vivir no es fácil, ni siquiera en el campo, le había dicho Beatriz Estela a su prima, ni siquiera en la tranquilidad de la vida que llevamos, se sigue haciendo lo de siempre por comodidad, por costumbre, hasta que la luz cruda, directa, hace ver lo que ya no se puede negar, eso que nace de la desesperación.
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Cuando la madre murió, todavía no había aparecido en la vida de Beatriz Estela el muchacho de la máquina de trilla. Había muerto del corazón, así de pronto, un día estaba y al otro día ya no estaba. En ese tiempo atendía la parroquia y la Capilla un cura viejo, su hermano tenía diecisiete -uno menos que ella- y su hermana todavía era una niña y entonces el padre decidió suspender, primero por duelo y después ya por costumbre, las pocas salidas al pueblo que antes hacían, se encarnizó en vivir en soledad, mejor dicho en que los cuatro vivieran solos, sin nadie más que ellos mismos. Las hijas -sobre todo Beatriz Estela, pero también su hermana todavía pequeña- debían ocuparse de la casa, hacer entre las dos lo que antes había hecho la madre, debían hacerlo como el padre quería, al modo de la madre, sin chistar. Nadie iba a la casa, porque no recibían visitas, nomás el señor que pasaba a vender por los campos, el hombre con el que cambiaban huevos y pollos por ropa de cama, ropa interior, telas, pero en cierta ocasión, no recuerda ahora por qué motivo, llegó un matrimonio. Lo que sí recuerda es cómo se agitaron los gallineros, el campo todo, en el alboroto que provocan los huéspedes, incluso un matrimonio de mediana edad, en la casa donde un hombre vive sin mujer, sólo con sus hijos. Las hermanas mataron dos pollos, los desplumaron, chamuscaron los canutos sobre la llama, los desventraron y los cocinaron a la cacerola. En el curso de la cena, el padre, el hijo y los invitados se sentaron a la mesa, pero las hijas permanecieron ocupadas en que nada faltara. En algún momento la invitada se volvió a Beatriz Estela y le preguntó cómo había preparado esa comida tan rica; quien contestó fue el padre, Es la finada, dijo, ella las guía. La conversación derivó después hacia las lluvias, el rinde, los precios del cereal y del kilo vivo, entonces Beatriz Estela comentó algo sobre la cotización en Liniers que había escuchado en la radio esa mañana y el padre amagó con tomar el látigo que por precaución colgaba de la silla, para intimidar a la hija por la impertinencia, porque cuando una hija opina, gritan las bestias de la noche, los perros aúllan, chillan las lechuzas.
Un domingo, después de misa, un domingo soleado, vuelven los cuatro en el auto, el padre maneja y el hijo lo acompaña en el asiento de adelante, detrás van las hijas, Beatriz Estela muy compuesta con su vestido de piqué y Beatriz Helena que se ha soltado la trenza y mira por la ventanilla hacia atrás. Hacia atrás está la Capilla donde acaban de oír misa, la primera misa del cura nuevo. El cielo está imposible de celeste, intenso como el verde de los sembrados; de vez en cuando, cruzan bandurrias. La parroquia y la Capilla son el primer destino del Padre, quien ha venido, dice, a hacer de la suma de esas almas, una comunidad; en el curso de la ceremonia, leyó un párrafo del Génesis: Jehová hizo caer un sueño profundo sobre Adán, y mientras éste dormía, tomó una de sus costillas, y cerró la carne en su lugar. Y de la costilla que Jehová tomó del hombre, hizo una mujer, y la trajo al hombre. Dijo entonces Adán: Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne; ésta será llamada varona, porque del varón fue tomada. Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne, sermón sobre el que pensaron toda la tarde las hermanas. Especialmente a Beatriz Helena le había resonado la palabra varona, la palabra y esa frase: dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne.
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El cura nuevo alzó la cabeza, recuerda Beatriz Estela, y se quedó mirando hacia la puerta, hacia donde estaba su hermana; después dio la bienvenida a todos y comenzó con la ceremonia, pero parecía tropezar con las palabras. Cuando terminó, el padre y el hermano se acercaron a saludarlo; ellas quedaron afuera, en el día brillante y sin viento. Les hubiera gustado que su padre invitara al sacerdote a la casa, a almorzar, como hacía cuando estaba el cura viejo pero su padre no ha dicho nada. Sería sencillo salirse del camino, cruzar la cerca y avanzar, pero del otro lado se espantarían los pájaros. Puede que después, en los meses siguientes o los años, alguna vez su hermana haya llegado hasta la orilla del río, se haya encontrado a solas con Pedro, cómo saberlo, lo único cierto es que las dos se han quedado finalmente donde correspondía.
Beatriz Helena era por entonces muy bonita, más bonita de lo que nunca ha sido ella, la hermana pequeña, una belleza de piel muy blanca y cintura estrecha. El sacerdote se ubica a su lado sin tocarla. Ella lo mira. Las nubes se están moviendo con rapidez, oscureciendo el sol, proyectando sombras sobre el campo. Así pasan los años, hasta que un día el padre también muere y quedan nomás los hijos en la vieja casa, el hijo y sus hermanas. Dos mujeres atendiendo a un hombre, para que nada le falte, para que no extrañe a la madre, para que pueda resolver las cuestiones del campo. Solos en la casa, sin visitas, aunque algunas veces, los domingos, después de misa, el padre Pedro almuerza y pasa la tarde con ellos. Una de esas tardes, Beatriz Helena entra a la casa corriendo, se encierra en la habitación; tras ella, los hombres. Beatriz Estela sirve la merienda, pregunta qué ha sucedido, pero nadie contesta. Cuando el cura se va, Luis Ernesto dice: es tu hermana, provocando…
Juntos van a soportar el pasado, ella lo sabe, ella va a hacer lo posible. Los pinos se peinan con el viento, pareciera que hablan, los muebles crujen con la humedad. Allá afuera, en el campo, algo se sacude, mugen las vacas y están los caminos cubiertos de yuyos, el olor a estiércol, los charcos de agua. Ella no podría nombrar todo lo oscuro que vive ahí afuera, no saldría por nada del mundo, pero aquí en la casa está su hermano… tal vez deberíamos bendecirla otra vez, se dice.
***
Al padre Pedro se lo aceptaba porque aunque era joven y hacía parlotear a las chicas de la zona, no era a los ojos del hermano un hombre sino un sacerdote. Tal vez no fuera así para Beatriz Helena y entonces algo se detuvo a tiempo, cuando Luis Ernesto apareció…. una eternidad ha transcurrido desde aquel viaje en auto entre la Capilla y el campo, desde aquel día de la primera misa del curita nuevo, hasta que el auto redujo la velocidad y se metió en la doble fila de plátanos que va desde el camino hasta la casa.
Ahora Beatriz Estela va a hacer todo lo que esté a su alcance para cuidar lo único que tiene. En el silencio de estos días, a la hora de la cena, le parece que ha alcanzado con su hermano una comprensión más honda, más intensa que la que tenía. No has dicho una palabra en toda la comida, dice, animándose a apoyar su mano sobre la de él, abierta sobre el mantel a cuadros.
¿Cómo vamos a hacer para seguir?
Como hemos hecho siempre, dijo finalmente él, unidos los dos, ahora más que antes. Después se refregó los brazos, Está haciendo frío, dijo. Ella sacó del perchero una campera gris de lanilla y se la puso sobre los hombros.
Hermano, hermanito mío…, dijo, querido…, se animó todavía a decir. Después empezó a recoger la mesa, puso todo en la pileta, calentó agua, lavó, secó y guardó cada cosa en su lugar para que a la mañana siguiente todo estuviera en su sitio…Estas cansado, vamos a dormir…, dijo. Como un niño conducido por su madre, él obedeció. Sí, dijo, estoy cansado… apoyó una mano sobre el hombro de ella y no sabríamos decir quién llevó a quién hacia el pasillo, hacia la habitación de las hermanas, la habitación que ahora sólo era de Beatriz Estela…
Que tengas buenas noches, dijo él.
Buenas noches, dijo ella.
¿Vas a necesitar algo?, preguntó él.
No, no creo…, dijo ella
Bueno, hasta mañana entonces, dijo él.
Hasta mañana, dijo ella.
Que descanses…
Él dio unos pasos hacia la habitación contigua. Ella dijo todavía: Luis Ernesto… Él se volvió, justo ahí en la puerta ¿Sí?
No, nada... Iba a comentarte sobre los pollos, los pollitos…, pero mejor hablamos mañana…
Hasta mañana, entonces…
Hasta mañana…