A los Gallese y a los Lafosse Lavallén

"En las pálidas tardes/ Yerran nubes tranquilas/ En el azul; en las ardientes manos/ Se posan las cabezas pensativas./ ¡Ah los suspiros! ¡Ah los dulces sueños!/ ¡Ah las tristezas íntimas!" R. D.

Si me preguntaran por qué descendí en la ciudad de Azul, como descendiendo a un sueño, no podría asegurar por qué… Hasta hoy creo que fue porque vi las esculturas de Quijote y de Sancho y lo único que llevaba en mi mochila, eran El Quijote de Cervantes y el de Avellaneda. Fue un impulso, del que ustedes, lectores, pueden inferir que tengo cierta tendencia a los actos absurdos, lo que acepto sin mayores reparos. Por de pronto ir casi siempre en contra de la corriente. De ahí que cuando algo rara vez me ha resultado apropiado, intento trasladarlo a un escrito, porque siento absurdamente que por esa transcripción, no perderé totalmente la cordura.

Por una serie de acontecimientos imprevistos, inesperados que ya he comentado en otra oportunidad comprobé rápidamente lo hospitalarios que son en Azul. Unas personas que aguardaban a una viajera se ofrecieron a llevarme a un Hotel, dado lo avanzado de la hora, prometiendo que por la mañana me vendría a buscar. De hecho fue lo que hicieron y me llevaron a la casa de una familia, los Gallese que se habían comprometido a alojarme, colmándome de atenciones. Es más, al segundo o tercer día, habían convocado a un grupo de personas para compartir un asado que derivó en una reunión espléndida, que me retrotrajo a algunos segmentos felices de mi vida. 

En un momento, volví a escuchar algo que había oído en la noche de mi llegada. Tal vez quiera conocer la casa Ronco, dijo Walter, el dueño de casa. Yo estaba, como casi siempre sin demasiadas pretensiones y, lo reitero, con la costumbre de dejarme conducir por el azar… De inmediato acepté. Mientras declinaba la tarde y la blanca luz del sol es un lívido gravamen que se derrama sobre las diversas casas de la ciudad, y sobre un hermoso parque atravesado por los meandros del arroyo que desciende del cauce del Salado y que se llama Arroyo Azul o Callvú Leovú en lengua araucana, fuimos a la Casa Ronco. Una mujer y su marido de atinada presencia, nos condujeron hacia la profundidad de un patrimonio invalorable y desconocido para nuestra gente, que masivamente piensa en la cultura que trasciende en la ciudad de Buenos Aires. Mientras recorría pausadamente las salas deslumbrado por las cuantiosas ediciones de El gaucho Martín Fierro, sentí, como he sentido ante la presencia de algún incunable, que perdía mi centro de gravedad. Era como entrar en un recinto sagrado, plagado de las huellas simbólicas de la historia que ha dado nuestra lengua. 

Siempre he sentido el privilegio de nacer en la lengua castellana porque me ha permitido leer El Quijote en su lengua original y ahora, en vez de atravesar las salas llenas de libros, me pareció que atravesaba las bifurcaciones de un tiempo que no cesa de bifurcarse hasta el instante donde mi perplejidad fue desbordada al entrar en una enorme habitación con innumerables ediciones del Quijote que ocupaban la totalidad del ambiente, prefigurando una versión del infinito. 

Creí que alucinaba y para librarme retomé la idea que siempre me acompaña de que un libro solo existe si alguien lo lee y lo resignifica y cuyo valor, por consiguiente no sólo es propio del libro sino de quien lo lee y que, para colmo, por el famoso principio de causalidad, se relaciona con todos los otros libros del heterotópico espacio de una biblioteca. En suma con todos los libros existente en el mundo. Me dije: como cualquier cosa que hay en el mundo, si un libro existe es porque tiene una causa que lo produjo y esta causa, otra y otra y así hasta la infinitud…de la cual hablamos sin saber cómo asimilarla ya que nos deja sin definiciones posibles…. Las fantásticas ediciones del Quijote que atiborraban las bifurcaciones del espacio y el tiempo no cejaban de poner en cuestión el principio de identidad. No dejaban de transcribir que un libro es lo que no es y para colmo esa idea que siempre me alentaba, se incrementaba para mí porque El Quijote trata de alguien que trata de ser algo que no es, que no puede ser por el anacronismo, por la bifurcación del tiempo que hace que el personaje de Alonso Quijano, se extravíe o se bifurque hacia el tiempo de los libros de caballería, en un siglo donde el interés por esa literatura y esa ética, ha caducado. 

La forma de leer de los lectores cambia en cada época el concepto de la literatura… Por un momento, sentí un surco de angustia ascender hacia mi pecho y una impresión de vahído ante tanta riqueza acumulada allí, descentrada de los lugares más conocidos de nuestra patria. Lugares que desconocíamos por esa manía de aspirar siempre o casi siempre al centro.

 

Al día siguiente, los Gallese me llevaron a conocer los exteriores de Azul. Una pulpería con esculturas de Martin Fierro y de Quijote y en particular la Abadía Nuestra Señora de los Ángeles, cuyo monasterio alberga a los monjes de la Trapa, los trapenses que suelen encontrar el éxtasis en la exégesis de las escrituras o en la entonación de los salmos donde alaban a su Dios. Yo no tengo esa suerte, para mí el mundo es una escritura misteriosa que ofrece por algún sintagma razonable, incontables frases sin sentido.

Cuando llegamos a Los Teros, un campo con hélices para energía eólica que provee de electricidad a mucha gente, yo estaba ensimismado, imaginando a Don Quijote enfrentando a esos monumentales autogeneradores como antes a los molinos de viento. Por suerte, la quietud y el silencio crepuscular de la llanura dispersaron mis obsesiones y mientras regresábamos, miré la extensión de los campos ya de trigo floreciente y recordé que la palabra cultura tiene su remoto origen en cultivar, puesto que nació, no solo con las pinturas rupestres sino con la agricultura, con los ciclos de la naturaleza que producen el ocultamiento de la semilla y el develamiento de su brote. Aparición y desaparición que escanden el ritmo de la existencia humana sin que sepamos por qué y para qué estamos junto a los demás seres que tanto se nos asemejan. 

No es por azar que Azul en el centro de la pampa cultive el cuidado de las raíces de nuestra historia. De nuestra lengua. Qué más puedo decirte estimado lector… Inútil referir que toda circunstancia tiene un límite y que hace ya un tiempo he vuelto a la habitual rutina de mi vida rosarina. 

Tras la ventana, la luz del día se difracta sobre los cristales y los libros desparramados en la mesa que parecen contraponerse a la insistencia persuasiva e ineluctable del tiempo. Entonces, a pesar de la distancia y del tiempo que la profundiza, vuelvo a soñar con la casa Ronco y sentir el vértigo de ese momento, conservado en una dimensión de tiempo que parecía amparar en la deslumbrante habitación, la eternidad de una memoria, fiel al modelo propio de una reminiscencia. Reminiscencia de una idea pura no sujeta a la limitación de una perspectiva que no es solo personal, puesto que todo eso convivía con esas personas que consagraban parte de su vida para la preservación de esa riqueza.