Como toda compleja reunión de elementos dispersos, hablar de “literatura latinoamericana” a veces resulta una entelequia más cercana a la utopía que a la realidad. El recorte de la Patria Grande, en lo que respecta a sus escritores o a las obras que la sintetizan, va mutando siempre en relación a tendencias dentro de la crítica que buscan privilegiar los fenómenos más amplios, envolventes, generales, para luego saltar a las instancias más propias del nivel micro, eso tan minúsculo que a veces desborda, por abajo, el nivel del sujeto. De ahí que el atrevimiento de Saúl Sosnowski, crítico, escritor, doctorado en la Universidad de Maryland, Virginia, en 1970, sea tan significativo. Uno que llevó adelante en su primera juventud y lo marcó para toda la vida: ese exceso de optimismo que cumplió 50 años en 2022 y que se llama Hispamérica, una revista que no sólo sirve como una vidriera en donde ver las diversas perspectivas críticas que han servido para pensar la literatura local, sino que también se ha encargado de difundir esos nombres que escapan al “estrellato” de Carlos Fuentes, Julio Cortázar o Mario Vargas Llosa, o sea, esas figuras que constituían el pulso de la literatura de principios de los 70 y que ya estaban marcando un rumbo que las categorías construidas en el mismo Boom Latinoamericano dejaban escapar. Digamos, desde el principio, la publicación propuso una idea de lo “latinoamericano” cada vez más amplia.

¿Cómo escribir sobre nuestro continente? Ya en un artículo de otra revista dedicada a las letras de nuestro territorio, la madrileña Cuadernos Hispanoamericanos, allá por 1987, Sosnowski retrataba el funcionamiento de la crítica en diversas tendencias que requerían, al menos, cierta atención, cierta búsqueda de equilibrio que incorpore a la lectura académica esa cuota un poco más desacartonada de ejercicio ensayístico, atrevido y vital, mucho más, al menos, que ciertas lecturas que tematizan la risa o lo vital con el tono vacuo y tedioso de la prosa académica burocrática. Allí destacaba que, en lo que corresponde al estudio de la literatura desde la universidad, “no se trata de desplazar ni mucho menos cancelar el placer de la lectura, sino también ver desde la profesionalización de la actividad crítica el sentido del juego, de la risa, de la caricia que se desborda por las páginas”. Hispamérica ha buscado en sus ya más de cincuenta años de historia priorizar este tipo de inquietudes, y la propia obra de Sosnowski es una prueba del intento por encontrar estos recovecos eróticos, celebratorios, reflexivos de la crítica y la literatura: Decir Berlín, decir Buenos Aires, su primera novela de 2020, tiene mucho de esos elementos en esa historia de amor articulada vía monólogo entre Alejandro y Tamara. Una obra entre dos orillas como Rayuela, la novela de Cortázar que tanto cautivó al joven Sosnowski en sus primeros años como doctor en una tierra distante a la patria, en Estados Unidos, y como Hispamérica, que en este 2023, luego de tantos años, vuelve a imprimirse y distribuirse en territorio argentino, el lugar donde nació, y a las puertas de un nuevo número, el 156.

“Cortázar tiene la culpa. Casi te diría que parece el título de un cuento, un puntapié como para empezar a reconstruir una historia que se remonta a 1969, cuando estaba recogiendo materiales para mi tesis sobre su obra”, asegura Sosnowski en pos de resumir 50 años de la revista. Y contando. “Como se siguió dando desde entonces, me abrió puertas y ventanas, Julio. Una de ellas fue la del departamento de Abelardo Castillo: allí conocí a quienes armaban El escarabajo de oro, allí los grabé con un Geloso (tengo las cintas), allí solía ir cada vez que llegaba a Buenos Aires. Fue con ellos que compartí el deseo de hacer una revista literaria, muchos años después encontré una revistita que hice en la primaria, así que las ganas parece que venían de lejos. Siempre los consideré padrinos de Hispamérica. Ellos me recomendaron el taller de los primos Zlotopioro, donde imprimían su revista. Liliana Heker me enseñó a corregir las galeras, ellos me advirtieron que cualquiera saca un primer número, que el crucial es el 3 y después el 7…; con ellos seguí aprendiendo y compartiendo lo que se leía y se debatía por esos tiempos en literatura y en la calle”.

En el comienzo, igual, Hispamérica tenía un poco la pretensión de reunir la calle con la academia, para decirlo de algún modo. Quiero decir, en un intento por escapar a lo que las revistas especializadas suelen ofrecer, quería ser una revista que tengo otro tono sin perder especificidad.

-Aquí quiero subrayar un hecho que se ha mantenido constante desde ese primer momento: la generosidad y la buena voluntad de los escritores que me dieron sus textos, especialmente cuando lo que les pedía eran textos inéditos (además, sin remuneración alguna). Era un desconocido que recién había empezado su carrera. Lo que prometía era que la revista ofrecería, a través de diversas secciones, cómo se construye lo literario. Y eso era fundamental para mí: estando ya inmerso, bueno, apenas en “la academia”, sentí que debía haber una alternativa a las revistas que encerraban entre tapas un número de ensayos, notas y reseñas. Eso es lo que se da cuando ya tenemos el texto o, como se solía decir, “el texto dice”, y es importante para quienes habitamos ese mundo, pero ¿y antes qué? Por eso publico ficción y poesía, entrevistas, la sección taller, testimonio, los marginados. También, por supuesto, crítica: el recorrido por la letra. Y algo más: ya entonces, en 1972, había una híper concentración de estudios en los “consagrados”, el boom... Boom y después, entonces. Era importante atraer a los lectores a través de los conocidos y poner, junto a ellos, a los que circulaban en espacios acotados, a quienes recién empezaban… Por eso, por ejemplo, en ese primer número, junto a cuentos inéditos de Bioy Casares, Marco Denevi y Bernardo Kordon, un relato de la entonces menos conocida Alicia Steimberg; por eso Noé Jitrik con un texto teórico y ensayos sobre Cortázar, Marechal y Macedonio, de quien también publiqué inéditos en ese primer número; por eso incluí las reflexiones de Héctor Libertella en “Taller” y una entrevista no menos memorable con David Viñas.

ESCRITORES EN EL RING

La crítica literaria, el ensayismo y hasta la literatura tienen bastante de pugilístico. De un modo u otro, siempre un texto le está contestando a otro, generalmente, en un tono no muy amable. Y no es solamente el afán por demostrar que los argumentos del oponente son erróneos, sino que también hay algo de poder subrayar la propuesta propia a través de la oposición: yo digo esto y me opongo a esto otro. Viñas, retomando a Sartre, en aquella famosa intervención en el programa de Cristina Mucci, Los Siete Locos, no sólo buscó confrontar a Beatriz Sarlo, Pacho O’Donell, Luis Gregorich y otros intelectuales que se sumaban al gobierno de la Alianza como “orgánicos”, sino que también se afirmó a sí mismo con una frase que todavía se puede ver en YouTube, frase que resume su lugar como escritor: “Decir ‘no’ es empezar a pensar”. También en YouTube, otra intervención de Viñas le va a la zaga: una larga entrevista que Sosnowski le realiza a él y a Mempo Giardinelli en 1981, durante el exilio tanto de Viñas como de Mempo. El tema que atraviesa la charla no es solamente los modos de pensar vasos comunicantes entre las diversas producciones literarias de un continente marcado por la violencia política. También, de algún modo, se habla de cómo se lee la literatura argentina, específicamente, desde afuera, estando también tan adentro, en esa doble posición del intelectual que debe moverse de geografía para seguir adelante, pese a todo.

De algún modo, esa tensión entre dos modos de pensar la literatura, uno más atado a cierta influencia del mundo cultural francés y otro buscando reformular la idea de lo latinoamericano, como dos polos que también pueden encontrarse en la crítica, tomó la forma de una polémica entre Viñas y Cortázar. ¿En qué consistió ese intercambio en el que también participaste?

-Ajusto lo de “participar”. Estuve con Mario Szichman cuando entrevistó a Viñas -estamos en mayo-junio de 1972-; le envié la revista a Cortázar invitándolo a responder, lo cual hizo a tiempo para que su texto apareciera en el número 2, llamado “Carta a Saúl Sosnowiski (a propósito de una entrevista de David Viñas)”. La polémica, como era de esperar por esa época, surgió en torno a “literatura y revolución”, el Che, el “Caso Padilla”, residir dentro o fuera de Latinoamérica, doble lealtad, el circuito de Cortázar frente al recorrido por Debray. Digamos que cuando Viñas opinaba, lo hacía sin medias tintas, máxime en torno a esos temas y en el momento que estábamos viviendo, en una línea que iba de Buenos Aires a París, pasando por La Habana. Y la polémica quedó ahí después de la contundente respuesta de Cortázar. Fue parte de lo que se debatía en esos momentos. A partir de 1976, se sumó la discusión en torno al exilio, el dentro-afuera, y todo lo relacionado con la defensa de los derechos humanos… Ah, a propósito de esto último te cuento que hace ya mucho, Norberto Gimelfarb (cronopio que residió en Suiza, autor de la banda sonora de Rayuela) analizó los primeros 50 números de Hispamérica y halló que los derechos humanos son la constante que nos atraviesa. Dije “nos”. Está bien: a la revista y a mí.

En Hispamérica, también, de algún modo, se empezó a pensar un margen y un después del Boom Latinoamericano, algo que vos ya dijiste, pero que estaba claro en esta contienda entre Cortázar y Viñas. ¿Crees que ya en esa época se podía poner un corte, un fin a todo ese movimiento de explosión e impacto de la literatura latinoamericana en el mundo?

-No creo que podamos pensar en términos de mermas o cortes. Digamos que a los estudiantes les podemos marcar algunas fechas para que encasillen los movimientos literarios, sabiendo que sus huellas y marcas no desaparecen ante nuevas apuestas. Cabe recordar, además, que en América Latina los relojes literarios no están sincronizados, que las muy diversas zonas culturales que nos definen generan y responden a modulaciones muy diferentes y que inclusive las podemos ver en nuestro país. La revista sí participó promoviendo al mismo tiempo voces que iban surgiendo sobre la marcha, y es lo que seguimos haciendo. Hay huellas culturales y marcadores textuales que podemos detectar. Autores que nos llevaron a reconocer a quienes habíamos creído “superados”. ¿Ejemplos puntuales? Evaristo Carriego gracias a Borges, junto a su versión de Macedonio y, particularmente, lo que define en “Kafka y sus precursores”; Piglia en una dimensión y todos aquellos que habían rodeado inicialmente a Puig antes de generar sus propios sucesores y precursores. Nunca dejamos de fascinarnos por la novedad, por el gadget de última generación, pero sigo creyendo que antes de celebrar la azotea conviene conocer lo que la sostiene. Por lo menos, articular las partes, ponerlas en diálogo.

EL DIABLO SE VISTE A LA MODA (TEÓRICA)

Cada época de la crítica y la literatura está marcada por sus conceptos. A finales de los 60, se puede ver en tensión la línea nacionalista de izquierda oponiéndose a los conceptos importados de la semiología estructuralista francesa. El siglo XXI comenzó con debates en torno al fin de la autonomía literaria, con el crecimiento de las disciplinas que abordaban la literatura en oposición a cierta tradición filológica que mal o bien había imperado desde los 30-40 (esto es, la atención volcada al texto como centro, a la mirada atenta de la letra y no tanto a lo que la letra representa), para terminar en las preguntas contemporáneas en torno al fin del antropoceno, a la ecocrítica y a la pregunta por modos de escritura no necesariamente atados al concepto de sujeto. Este breve recorrido muestra las constantes tensiones dentro del campo literario, donde las (quizás erróneamente llamadas) “modas teóricas” no implican sino choques, distancias y mucha producción autóctona que va a contrapelo de los dictámenes de los aparentes centros crítico-teóricos. “Hay revistas cuya razón de ser es promover cierto tipo de aproximación teórica a la literatura; Hispamérica nunca lo ha sido”, reflexiona Sosnowski en torno a los cambios dentro de los estudios literarios y, sobre todo, el actual debate en torno a la crisis de la teoría y la crítica literaria. “Puedo darte un ejemplo de las transiciones en los estudios sobre literatura latinoamericana, eso sí. Cuando preparé lo que sería publicado en cuatro tomos por la Biblioteca Ayacucho, Lectura crítica de la literatura americana, y que iba de 1950 a 1990, llegó un momento en que con solo ver a quién se citaba podía fijar cuándo se había publicado. Esa sigue siendo la norma: durante un tiempo citamos a alguien que está en boga hasta que decidimos que debemos remontar a otro antes que todo se vuelva líquido. Como editor, me interesa ver dónde puedo cruzar barreras y límites y, quizá más aún, cómo puedo rescatar textos y decires. Provengo de una tradición en que el archivo es base y fuente, máquina y dispositivo. Por eso, si bien no lo siento tan novedoso, quiero decir, esto de la incidencia del término ‘archivo’ para pensar problemas en los estudios literarios, me parece fundamental su incorporación al arsenal crítico, particularmente en una época de verdades alternativas e historias que se disuelven con la rapidez de una promesa electoral”.

Y en esa misma línea, ¿no percibís, al menos, en nuestro ámbito, una crisis de la teoría literaria? Sobre todo, de esa idea de “teoría literaria” que se formó en la Universidad de Buenos Aires con la renovación democrática y los planes de carrera armados en 1984.

-Esa “crisis de la teoría literaria” a la que aludís al situarla en la renovación democrática, por lo que vemos desde hace un tiempo, fue bastante pasajera. En el mejor estilo de lo que entonces me decían cuando preguntaba si analizaríamos in situ qué pasó con la cultura durante la represión y cómo desde y con la cultura podríamos contribuir al fortalecimiento democrático, hoy diría que, en cuanto a ese rubro, estamos en otra. Donde sí estamos en crisis en muchos países del mundo es en lo que atañe al vivir en democracia. Obviamente, pienso más allá de la democracia electoral. Eso lo viene anticipando hace rato la literatura ¿o acaso es por casualidad que, entre otros, seguimos viendo los derivados de Tlön y releyendo a Roberto Arlt?

Entre el fenómeno del Boom de los 70 y la literatura de 2023 muchas cosas han cambiado, entre ellas, el lugar del discurso literario en relación al contexto político y a su particular modo de intervención en esas discusiones, en esos espacios. ¿Te parece que sigue siendo lícito ese movimiento? ¿La literatura ha terminado con su autonomía, la ha reforzado o nunca la tuvo? Lo pienso en relación al impacto que tuvo el concepto de posautonomía de Josefina Ludmer al comienzo del siglo XXI y lo que puede leerse en la actualidad con respectos a las nuevas perspectivas en los estudios literarios.

 

-No hay lecturas ni lectores inocentes. Hay términos, modalidades y apuestas teóricas que caen en desuso y otras cuyo auge es más o menos duradero. Por un lado, invocamos la globalización y, por otro, la fragmentación recortada al cuerpo, sea éste, literalmente, el cuerpo humano o el institucional, el del supuestamente vapuleado y acabado ‘Estado nación’ o el más acotado de la literatura. Los que sin duda están en alza son la ignorancia y el silencio cómplice del burócrata avestruz. Pareciera que en algunas latitudes -y lo pienso desde mi espacio más inmediato, que es el de la universidad estadounidense- fuera necesario volver a lo más elemental, al discurso cívico, al sentido ético propio de toda interacción social y sí, también, del análisis crítico de la letra. Así que no solo me parece lícito ese movimiento, sino fundamental e imprescindible. Somos parte de algo que no puede ser escindido ni recortado para facilitar una degradada comodidad. Por eso hablamos de literaturas en tiempo presente cuestionando toda categoría formal, ampliando los límites de “lo literario”. En ese sentido resultaba, y resulta, útil el énfasis de Josefina Ludmer en la “postautonomía”, un odre renovado para recuperar, entre otros, los análisis de Ángel Rama y de António Candido, por citar a dos de los grandes que desde las apuestas a la modernidad recuperaban lo fundacional. Ludmer planteaba como postulados evidentes que “todo lo cultural (y literario) es económico y todo lo económico es cultural (y literario)” y que, para las entonces nuevas escrituras, “la realidad (si se la piensa desde los medios, que la constituirían constantemente) es ficción y que la ficción es la realidad”, y lo hacía porque las categorías de análisis más tradicionales estaban en jaque. Digamos, para acotar lo que daría para largo: leer un texto, todo texto, inclusive aquel ante el que dudamos si es “literario”, como si nada existiera fuera de él para luego volver a leerlo e instalarlo como parte del sistema. Entonces, ¿qué?, ¿todo vale?, ¿todo merece la atención de unos pocos lectores? Quizá no, y posiblemente aún menos de todos los lectores, pero son versiones de un presente violento, corrupto y cada vez más tribal. Y apenas empezamos con el tema. Nos faltaría hablar del impacto tecnológico, de la ecología, de la conquista y la deseada huida al espacio… En una de estas rondas quizá estemos apuntando a la “quantum literatura” que, después de todo, ya alguien denominó Aleph.