Allí sí hay gente extraña. Imagínense que nunca duermen. ¿Y por qué no duermen? Porque nunca están cansados. ¿Y por qué no? Porque están locos. ¿Y los locos acaso no se cansan? ¿Cómo podrían cansarse los locos?

(“Niños en la carretera”. Franz Kafka)

 

De a ratos miraba el reloj despertador, entre ese puente del consciente y el inconsciente, para percibir que su corazón seguía latiendo. Sus noches eran películas que se anudaban sin ninguna conexión entre sí. Algunas imágenes eran tan nítidas como reales. Divagaban en las sombras de un ensueño, a veces entrañable, otras, dramático.

Cuando el alba irrumpió con sus luces espléndidas, su locura presagiaba un despertar indescifrable, pues los locos nunca se cansan de estar locos. En el insomnio capturan los desechos de la vida en cuentagotas. Lo extraño que habita esa soledad notable de precipicios y sortilegios. El cansancio solo serviría para sepultar una anemia, tan probable como imaginaria.

La locura vista desde el afuera conservador escenificaba un misterio excéntrico como perturbador. Había tentación de algunas almas inquietas en invadir esa cueva antológica de silencios, poesías, canciones y visiones. Los otros, en su miedo reaccionario, se dirigían hacia un cadalso iluminado por sus mismas tentaciones mundanas.

Pasaban desfilando en una Navidad desierta los excombatientes de Malvinas, con sus medallas colgadas en sus fierros de cuatro ruedas. Eran relámpagos de una memoria que se esfuma en una conveniencia política desagradable.

Por el Paraná, debajo de las barrancas del Parque Urquiza, navegaban las mujeres que abortaron arbitrariamente a líderes futuristas. Ellas se dirigían hacia un océano desconocido. Una travesía ocultista. Un peregrinaje imperceptible. ¿Quiénes podrían haber sido esos líderes no nacidos? Vaya a saber. Solo eran esperanzas rebeldes en un mundo desmembrado. Certezas de esas madres intrépidas. ¿Quien iría contra el deseo ferviente de una madre desesperada?

Por la ciudad, algunos se refugiaban en barrios, que en sus tres manzanas contenían el misterio de la libertad y la identidad. En las periferias desarticuladas, la emoción traía consigo el desprecio encubierto en una sonrisa provocativa.

En los barrios cerrados y en las torres que nunca llegarán al cielo se persignaban devorando la ostia, mientras en la pantalla ultra gigante se gritaba gol. A la mesa, engullían manjares el juez, el narco, el empresario, el nuevo diputado, mientras la Virgen María sonreía desde una estatua iluminada.

Los locos que no resisten la presión social descomunal terminan en espacios domesticados por psicofármacos y doctores expertos en la moralidad y el orden. Ya lo decía Antonin Artaud en su carta a los “Directores de asilos de locos”.

“Sin insistir en el carácter verdaderamente genial de las manifestaciones de ciertos locos, en la medida de nuestra aptitud para estimarlas, afirmamos la legitimidad absoluta de su concepción de la realidad y de todos los actos que de ella se derivan. Esperamos que mañana por la mañana, a la hora de la visita médica, recuerden esto, cuando traten de conversar sin léxico con esos hombres sobre los cuales, reconózcanlo, sólo tienen la superioridad que da la fuerza”.

En una siesta, bajo la sombra de unos eucaliptos gigantes, recostado con su cuerpo volcado hacia su derecha y las manos como almohada para apoyar su cabeza, se durmió al fin, sobre la gramilla crecida. Parecía estar adormecido. En realidad estaba viajando. Hacia los recuerdos y hacia el mañana. Nunca dormía ni se cansaba. Pues los locos, cómo podrían dormir y cansarse. Jamás.