¿Quién lo tradujo? es una pregunta más interesante que curiosa porque pensar y preguntar por la persona que tradujo un libro es pensar, como decía Edith Grossman, que la traducción es “un puente viviente entre dos reinos de discurso, dos reinos de experiencia y dos grupos de lectores”.
Edith Grossman, la traductora famosa a la que le gustaba escuchar la voz del autor y el sonido de su texto, murió en septiembre. Se llamaba Edith Marion Dorph -le decían Edie-, el Grossman vino con su marido, el músico Norman Grossman con quien vivió desde 1965 hasta 1984, fue madre de dos hijos.
Nació en Filadelfia, su mamá era secretaria, su papá un vendedor de zapatos y ella se descubrió traductora cuando empezó a leer literatura latinoamericana en la escuela secundaria. En aquellos tiempos pensaba que su vocación era otra: ¿el teatro? ¿viajar? ¿aprender idiomas? no lo sabía con certeza, pero definitivamente no se imaginaba una vida buscando la palabra precisa para cada verso de las Soledades de Góngora ni los problemas y misterios con los que se encontró cuando tradujo Cirugía psíquica de extirpación de Macedonio Fernández. Tal vez fue aquel amor adolescente por las palabras, un amor auditivo en comunión revelada, el que impulsó su convicción léxica: “Creo que nadie conoce un libro tanto como su traductor, pasamos noche y día con él, decidiendo lo que ha querido decir y eligiendo los distintos significados de una palabra” y su insistencia para conseguir que su nombre apareciera en la tapa del libro junto al nombre del autor.
Para avivar el fuego de los desaires sufridos a Edith le gustaba decir que los editores creían que el libro pasaba de una lengua a otra gracias al poder de una varita mágica bien entrenada, que se olvidaban de las personas que lo habían hecho posible y que ese olvido era la ligereza ideal a la hora de hacer las cuentas y firmar el cheque. Después de dos años, muchas semanas sin domingos y una fiebre nerviosa por el qué dirán (“cuando empecé no le tenía miedo a Cervantes, un hombre encantador, sino a los cuatrocientos años de estudios e investigación a los que me enfrentaba sin un autor con quien compartir mis dudas”), su traducción de Don Quixote (Harper Collins, 2003) convirtió al ingenioso hidalgo manchego en un best seller del siglo XXI. Su nombre comparte tapa con Cervantes.
Grossman volvía a ser una celebridad literaria sin varita mágica. Ya lo había sido unos años antes gracias a su traducción de El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez (Love in the Time of Cholera, Knopf, 1988). Dicen que el escritor colombiano decía que ella era su voz en inglés, que prefería leer sus libros si estaban traducidos por ella y que muy celoso la llamó por teléfono cuando supo que estaba traduciendo a Cervantes. Con la maestría del contrapunto ella dijo que traducirlo era resolver el más intenso de los crucigramas imposibles. En 2010 escribió Por qué la traducción importa, una biblia para la generación de traductores que aprende de sus dones y buenas mañas mientras comparte con su maestra una cita de William Carlos Williams: “Si hago un trabajo original, bienvenido sea. Pero si puedo decirlo (me refiero a la cuestión de la forma) traduciendo la obra de otros también es valioso ¿Qué diferencia hay?”