Siempre fue un maestro discreto, ajeno a los fastos y las vanidades, y quizás por ello su muerte –el domingo 17, en Tiflis, su ciudad natal, a los 89 años- pasó casi inadvertida, salvo para los medios de Francia, donde el gran cineasta georgiano Otar Iosseliani se radicó y filmó durante buena parte de su vida, para escapar de la censura soviética. Su cine único, inclasificable –conocido en la Argentina gracias a la retrospectiva que en 2003 le dedicó el Bafici y a la participación de sus últimas películas en el Festival de Mar del Plata, donde recibió dos veces el Premio Especial del Jurado- resultaba siempre un acontecimiento especial, fuera de norma, aunque él se resistiera a llamar la atención.
Se diría que el autor de Hogar dulce hogar (1999), Lunes de mañana (2002) y Jardines en otoño (2007) –por citar apenas tres de sus títulos más recordados- era un subversivo juicioso, alguien capaz de ir en contra de algunos de los valores más encarnados de la cultura occidental –la sobreestimación moral del trabajo, el endiosamiento del poder–, pero siempre con una sonrisa, como si en esa forma amable y distendida que es la marca de su cine se encontrara la clave de su irrisión.
Nacido en 1934 en la entonces República Socialista de Georgia, Iosseliani primero se graduó en piano y composición en la Escuela de Música de Tiflis y en 1953 viajó a Moscú para estudiar matemáticas y mecánica. Pero en la Unión Soviética de esa época esos estudios no lo relevaban de ser reclutado por el Ejército, por lo que se matriculó en el Instituto de Cine de la Unión Soviética (VGIK), donde fue alumno del gran Alexander Dovzhenko y en 1958 dirigió su cortometraje de graduación, Acuarela. Fue el único que no tuvo problemas con la censura, que persiguió prácticamente todos y cada uno de sus cortos y largometrajes posteriores –Abril (1962), La caída de las hojas (1967), Pastoral (1976)-, que sin embargo lograban filtrarse, a veces tardíamente, a algunos festivales internacionales.
“Mis películas no eran pro-soviéticas ni anti-soviéticas, en todo caso eran a-soviéticas. No había siquiera una señal del régimen. Nada de atmósfera soviética. Era como si no existiera. Y la gente cuya única razón de la existencia es el poder suele enfurecerse cuando es ignorada”, explicó alguna vez Iosseliani sobre la insólita persecución de la que fue víctima su obra. “Para mí, es como jugar al ajedrez: durante la partida no veo a mi oponente como a un enemigo. La única diferencia es que a mí siempre me tocaba jugar con tres piezas menos”.
Entre una y otra película trabajó como marinero y también en una fábrica, lo que le permitió luego reflejar la nobleza y solidaridad que solía encontrar en la clase trabajadora, más allá de la propaganda oficial. En 1980, una retrospectiva de su obra en París le dio la oportunidad de viajar y de quedarse en Francia, donde desde entonces consiguió siempre módicos recursos para seguir haciendo su cine tan singular, que nunca necesitó de grandes presupuestos ni de estrellas famosas, aunque actores de la talla de Michel Piccoli aceptaban trabajar para él en pequeños papeles.
En 1984, filmó en su país de acogida Los favoritos de la luna, que ganó el Gran Premio de la Mostra de Venecia, un festival que luego lo volvería a premiar por la insólita Y la luz se hizo (1989), rodada en Africa, La caza de las mariposas (1992), y Brigands (1996), en su Georgia natal. De regreso a casa, ya caída la Unión Soviética, lo desilusionaron especialmente los cambios que no cambiaban nada: “Cuando desapareció el comunismo, muchos pensaron que las cosas iban a mejorar. Bueno, de algún modo mejoraron, o así pareció, pero no en esencia. Los antiguos gobernantes fueron reemplazados por otros nuevos que eran los mismos con otra máscara. Fue peor que antes, porque en la época soviética había una buena infraestructura, y luego no hubo nada. En mi época, por ejemplo, había estudios, cámaras, material fílmico, así que se podía filmar, aunque las películas luego fueran prohibidas. Ahora los cineastas sólo pueden trabajar con ayuda extranjera, que en la mayoría de los casos no llega, porque ¿a quién le importan los cineastas georgianos?”
Heredero del espíritu de René Clair, Chaplin y especialmente de los mudos del cine sonoro francés –Jacques Tati, Pierre Etaix- Iosseliani sin embargo desarrolló su propio estilo, una caligrafía que hacía del movimiento dentro del cuadro una suerte de ballet absurdo, donde sus personajes componían coreografías hechas de pequeños malentendidos. Las fábulas sin moraleja le daban a su cine ese carácter lúdico y anárquico, que brilló por ejemplo en Lunes por la mañana -premiada en la Berlinale 2002- donde un hombre cansado de la triste rutina de cada día, tiene de pronto la oportunidad de viajar a Venecia y no la desaprovecha, dejando todo detrás de sí: trabajo, casa, familia.
A su vez, en Jardines en otoño (premiada en el Festival de Mar del Plata 2007), Iosseliani ensayó una suerte de variación sobre el mismo tema, pero ampliando su espectro al mundo de la alta política, al que el director miraba con divertida curiosidad, como si estuviera frente a un pequeño zoológico integrado por una fauna tan colorida y exótica como ridícula. Como en toda su obra previa, no hay nada dramático en el film, que es pura celebración: del ocio, el sol, el vino y la amistad. No hay nada de naturalismo, tampoco, en el cine de Iosseliani, que elige en cambio un universo poético naïf cercano al de las fábulas: todo es fácilmente reconocible y, al mismo tiempo, está visto con un extrañamiento que le permite al director mirar a sus personajes como si estuviera tratando, a la manera de Esopo, con una excéntrica colección de animales parlantes.
Su obra final fue Canto de invierno (2015), una película sobre dos viejos amigos –¡sacrilegio, una película protagonizada por ancianos felices!– pero construida como una serie de pequeñas viñetas que se van entrelazando libremente, sin recurrir casi a la palabra. Hay una predilección por la narración puramente visual en la que el humor siempre prevalece por encima de todas las penurias del mundo, que Iosseliani nunca se priva de exponer críticamente. En su canto invernal, Iosseliani vuelve a celebrar la anarquía y la libertad y a tomar partido por los rotosos y los enamorados, aquellos que en un parque –como sucede en la película– no respetan los senderos trazados y prefieren en cambio seguir su propio camino, disfrutando del placer de pisar alegremente el césped.