“Pocas veces escuché o leí declaraciones que hablen de Federico desde el lugar más profundo de su vida, de sus proyecciones en constante movimiento y desarrollo. Siempre percibí que veían o puntualizaban los distintos matices de su vida en forma separada y observando tal o cual faceta como rasgo distintivo, atribuyéndole cuestiones que podían ser claras, o simplemente deducciones que cada uno hacía en base a su imaginación o identificación”.

En la biografía publicada por los periodistas Guillermo Pintos y Sebastián Ramos en 2018 (cuando se cumplían tres décadas de su partida) Julio Moura corregía los otros testimonios de ese --valioso-- retrato coral a partir de una observación: el abordaje de la figura de su hermano generalmente caía en una desfragmentación que volvía incompleta la semblanza.

El repaso por la obra (y la impronta) de Federico Moura es un fetiche para un amplio abanico que va de críticos musicales hasta doctorandos de becas. El motivo es tan obvio como tentador: su multiplicidad de versiones más allá de los hits alienta numerosos enfoques. Su particular forma de cantar, el carisma y magnetismo sobre el escenario, su sexualidad como campo de batalla artístico-ideológica y su incorrección durante el cierre de la dictadura y la primavera democrática son todos campos válidos para su estudio.

En una época como la de los 80', donde mutaban tanto los modos culturales como las narrativas sociales, Federico parecía estar siempre intentando dar un paso más allá. Por eso es que su prematura muerte dejó en el ideario la imagen de un tipo eternamente vanguardista y moderno. Y su música --a pesar de la aparición de sucesivas expresiones innovadoras-- envejece siempre actual.

Pero cuando los hermanos Moura y Serra constituyeron Virus, Federico ya tenía treinta años en los que la música había sido apenas uno de los viajes. En épocas de estudiante del Nacional entró a tocar el bajo en Dulcemembriyo --banda pionera del rock platense--, mientras que después cantó en Las Violetas, del cual el año pasado se reeditó su único disco simple. Aunque también, en ese tiempo, cursó Arquitectura en la UNLP, jugó en las inferiores del La Plata Rugby Club, militó un tiempo en el siloísmo e hizo varios viajes a Europa (¡en barco!), donde actualizó sus influencias culturales. En el medio, además, padeció la desaparición de su hermano Jorge. El multiverso Federico más allá de Virus.

Todo eso ocurrió en los 70’, la década previa a aquella con la que estéticamente quedó vinculada la figura de Moura, quien debutó con Virus en enero de 1981 y se fue el 21 de diciembre de 1988, hace ya 35 años. Por una cuestión cronológica, su partida quedó como el corolario de un ’88 negro entre saqueos, asonadas militares y las tragedias de Alberto Olmedo, la esposa de Monzón y Miguel Abuelo, entre otras referencias.

Hasta Virus, la expresión creativa más visible de Federico había sido en el mundo de la moda desde la creación de autor. Primero en Limbo, luego en Mambo (ambos en la Galería Jardín), Moura ideó locales, diseños y hasta desfiles en salones coquetos con las mannequins más solicitadas por las marcas de la época.

En el libro “Sin disfraz”, de Vademécum, Damián Carcacha reconstruye esa década poco explorada pero muy interesante de Federico Moura: los 70’ entre La Plata de su crianza, los viajes a Europa, su desembarco en Buenos Aires y el famoso viaje a Río del que lo traen de regreso Julio y Marcelo para el inicio de Virus. La década que formó al Federico que luego definió la siguiente.

Sus influencias iban y venían al ritmo de sus viajes, que en los 70’ fueron cuatro y muy determinantes. El primero en diciembre de 1970, a Europa y en barco con siete compañeros egresados del Nacional. En Londres, Federico reconoce a Keith Moon por la calle y este los invita a todos a un ensayo de los Who. Dos años después repite pasaje y destino con un dinero que había cobrado por tocar en los carnavales de Bolivia con Dulcemembriyo, su primera banda (y también de las pioneras del rock platense).

“A través de algunos amigos me hizo llegar desde allá algunos vinilos”, dijo Julio Moura. “Él laburaba allá, y con lo que ganaba se iba a ver a los Rolling Stones, a Traffic, a Jethro Tull. Y desde antes ya escuchaba cosas que iban de Deep Purple hasta Ney Matogrosso”.

A la vuelta, en 1974, pone Limbo, primero con dos socios, luego solo. Y a los tres años vende todo y vuelve a viajar por Europa. De regreso abre Mambo, en la misma galería pero enfrente. Lo recuerdan dibujando modelos de ropa, haciendo los moldes y yendo a Once a buscar las telas. Aunque no se consideraba un profesional de la moda, lo ejercía con seriedad. No era un pasatiempos.

Toda esa formación, ese marco teórico-creativo, estuvo muy presente en Virus desde el primer momento. Especialmente cuando Federico insistió en hacer performances durante los shows. Así, apareció gente del teatro, vestuaristas, escenógrafos, estilistas. Y el grupo instaló toda una noción estética hasta entonces inédita. En una entrevista para la revista Canta Rock a mediados de 1985, meses antes del exitoso disco “Locura", Federico reconocía que todo eso lo había aprendido de sus viajes a Europa, donde observó cosas impensadas para la forma en la que se concebía la factura del rock en Argentina: “Esa cosa meticulosa que tienen los pintores, los escenógrafos, la gente que hace vestuarios para teatro; ese cuidado por los detalles me enseñó mucho. El rock, en ese sentido, era medio chanta en esa época”.

La búsqueda como motor creativo fue su combustible en los formativos 70’, también en los exitosos 80’. Y hasta en su última voz: junto a Daniel Sbarra --amigo platense de toda la vida y compañero en el primario, en Dulcemembriyo y en Virus-- participó en "Grito en el cielo”, disco que la folclorista Leda Valladares publicó en 1989, ya con Federico ausente. No fue el rock ni el pop, sino una vidala y una tonada (“Me dicen el tonto” y “En Atamisqui”) las que acompasaron el último registro de Federico.