Fue el lunes cuando la ministra de Capital Humano hizo su primera aparición pública para dirigirse a sus administrados, el capital que le ha sido asignado con el objetivo, cabe suponer por el título de su cartera, de maximizar su rendimiento. Tal vez multiplicarlo. Es lo que la lengua neoliberal conservadora asigna a todo capital. Lo hizo, Sandra Pettovello, en un mensaje grabado, apenas dos minutos de alocución mirando a cámara y modulando una voz neutra, como la de los altoparlantes que sonaron la mañana del miércoles en las estaciones de tren, aunque con voz masculina. Se escuchó en las estaciones: “El Ministerio de Capital Humano informa: si es beneficiario de un plan social, nadie lo puede obligar a cortar vías de circulación, si cumple con la ley va a mantener su beneficio; si corta, no cobra. Si lo obligan a participar puede denunciar al 134. El que corta, no cobra”. Un mensaje similar y consecutivo decía: “El Ministerio de Seguridad informa que cortar calles, avenidas o rutas es un delito… si desea manifestarse hágalo en los lugares habilitados”.
Sandra Pettovello, había agregado un detalle fundamental en la línea de cuidado del rendimiento del Capital Humano --¿tal vez la fuerza de trabajo que en la recesión que prometen será variable de ajuste para mantener los ingresos al mínimo? ¿Será que el sueño de tener una fuerza de trabajo reproducida al infinito para sostener las ganancias de quienes hacen de la plusvalía su capital llegará también a quienes ahora están en la infancia?--. El detalle fue que se presentó como una consecuente ejecutora de la misión que le encargó el presidente Milei: “Proteger a las madres y a los niños”. Y por eso, para protegerles, se supone, es que pidió “no someterlos al calor y la violencia de las manifestaciones”. Vestía de blanco Pettovello, no podía ser de otra manera. Una ministra formada en ciencias de la familia, productora de tv y couch emocional ¿de qué color iba a vestir para lanzar una amenaza directa sobre quiénes están habilitados o no a marchar? Quienes reciben “beneficios” del Estado que ahora administran los libertarios, no. Curioso, la fuerza política que levantó tempestades de indignación por el uso del erario público de los políticos para lograr obediencia del pueblo; se mete la mano en el bolsillo para decir ahora que pago yo, la obediencia me la deben a mí.
La facultad de cambiar de idea según las ideas del Partido se llamaba, en 1984, ese libro de George Orwell de mitad del siglo pasado, citado miles de veces para referirse a la sociedad de control totalitario; doblepensar. Y ese doblepensar se modelaba con la neolengua. Si el cambio, como prometía Javier Milei en campaña, no se podía realizar “con los mismos de siempre”; ahora se está realizando con los mismos de siempre. El miércoles, cuando se marchó para conmemorar la revuelta de 2001 y sus casi 50 muertos en todo el país, Patricia Bullrich intentaba un gesto adusto frente a las pantallas del centro de control de la policía federal. Tal vez similar al que habrá tenido mientras miraba desde el Ministerio de Trabajo que ocupaba en 2001, como el cielo del microcentro se teñía del gris de las explosiones que dejaron cinco cuerpos sin vida en las inmediaciones de Plaza de Mayo.
“¿No ves que la finalidad de la neolengua es limitar el alcance del pensamiento, estrechar el radio de acción de la mente?”, decía Winston, el escribidor del diccionario de esa lengua totalitaria que había acuñado los tres sloganes del gobierno del Gran Hermano que todo lo veía, hasta el pensamiento. Uno de esos sloganes era “La esclavitud es la libertad”. Pero la aspiración era encontrar sentidos únicos al punto que el verbo ser en esa frase desapareciera. Ahora nos hemos acostumbrado a que la palabra Libertad, vivada, subrayada por la palabra “carajo”, bien a lo macho, contenga la esclavitud. Del trabajo a destajo durante más horas de las que el cuerpo da, de estar sujeta a las alocuciones repetidas en las estaciones de tran, amenazas constantes y sonantes en voz neutra, de tener que elegir entre comprar leche o arroz, comer al desayuno y la cena o al mediodía y después mate -si alcanzara para la yerba.
El que corta no cobra. Otro hallazgo de nuestra neolengua criolla. Marchar, protestar, manifestarse, hacer duelo y memoria por las víctimas de la violencia estatal en 2001; todo eso se resume a una palabra: cortar. La circulación de los autos, ya que les peatonxs no importan, no importan las sillas de rueda que tal vez quieran circular por la vereda, ni la gente que usa muletas, ni quienes quieren tomarse un colectivo. Cortar es cortar. Y es un delito. De tanto que lo dicen, se repite. “A mí no me cortes la calle para que te aumenten el plan”, decía la manicura mientras soplaba aire sobre el esmalte de la clienta, sin detenerse a saber las razones de la marcha que sucedió el miércoles, sin advertir que fue la Policía y la Gendarmería -sin jurisdicción sobre la Ciudad de Buenos Aires, pero ¡qué importa!- quienes cortaron toda la circulación del microcentro, mucho más allá de lo que pedía la marcha, con más violencia -la violencia de las manifestaciones-. Porque “plan” también es una palabra única, una concentración de sentidos abyectos metidos a la fuerza en cuatro letras, con la presión del desprecio, de la necesidad de cohesionar una militancia afín con un objeto de odio externo -que también son las feministas, las personas trans, les militantes de Derechos Humanos, las personas en situación de calle; quienes no son capital humano porque como dijo María Moreno la semana pasada, “somos despojos simbólicos”.
Sabemos que el lenguaje no sólo nombra al mundo, lo hace. Una hoja es una hoja porque la vemos caer del árbol y la nombramos y en su temblor hasta el piso nos sabemos frágiles como esa hoja, acude la comparación, la entendemos todes. En la tormenta la vemos resistir, flexible como una hoja al viento. Es un ida y vuelta, un territorio de disputa, nombrar y hacer, nombrar y que haya un acuerdo sobre lo que se nombra. Ahora mismo el mundo en el que vivimos, dentro de este territorio que llamamos país, está siendo rebautizado, nos pretenden capital aunque somos quienes somos, personas, sujetos, política encarnada, territorios de lucha y no de conquista. Como cuando se desmaleza, habrá que tomar palabra por palabra para que no nos queden las que queremos decir ni en la punta de la lengua ni el inconsciente ni en la memoria, para que no nos impongan las que buscan el monopolio del decir, esas se repiten en mensajes de voces neutras y grabadas, a las que no se puede replicar ni repreguntar. Tomarlas de a una, sacarlas de nuestros jardín o replantarlas en otros bordes. Hacer de las palabras herramienta otra vez del mundo que todavía no terminamos de diseñar como querido. Para que la rosa siga siendo la rosa. Para que la protesta siga siendo un derecho y la represión puro autoritarismo.