Las obras de Andrés Piña son, por lo menos, inquietantes. Uno se para frente a sus esculturas y todo alrededor se vuelve extraño. El aire se espesa. Las sospechas se acentúan. Las tensiones entre las personas crecen. El mundo real se evapora. Todo lo que conocemos cambia, se enrarece. En este sentido, lo que propone Piña es siempre una ficción, una invitación a estar en un espacio distorsionado donde todo lo que se pensaba y se percibía como “normal” deja de serlo. Afecto caníbal, su última exhibición en la galería Sendrós, es otro ejemplo de esto, de su habilidad para transformar eso que llamamos vida cotidiana en una pequeña aventura distópica.
Esta muestra reúne una serie de esculturas realizadas por este artista mendocino durante el último año. Las obras combinan objetos domésticos con diferentes formas del cuerpo, es decir, se combina algo inorgánico con algo orgánico. Así, podemos ver bachas con intestinos, paredes de baño que parecen tener huesos salientes y canillas con riñones. Estas esculturas podrían formar parte de cualquier cómic o novela ilustrada que cuente una era distópica del planeta Tierra, un momento histórico en el que las personas y los objetos se funden en una misma cosa para poder sobrevivir o quizás para poder al menos existir. Imágenes de un futuro posible.
Piña lleva poco más de 10 años en la escena del arte contemporáneo argentino. Su primera muestra individual, El fin de la vida como el principio de la misma, fue en 2012 en el Museo de Arte Moderno de Mendoza. Ya en ese momento, la imaginería de este artista mostraba un cruce de organismos, elementos y formas. También ahí ya aparecía la apuesta por la escultura, la confianza en el objeto tridimensional. Lo que vino después, fue la performance, el avance del cuerpo sobre lo objetual, o mejor dicho: la relación entre el cuerpo y esas esculturas. Con obras como Tu remera mi sudario o Sed saliva, Piña juntó sus dos universos de producción, el que se vincula con la escultura y el que surge de la utilización de algunas funciones fisiológicas, como transpirar o comer.
Esta manera de producir lo ubica a Piña como un pequeño traidor de la tradición porteña que siempre priorizó -y prioriza- a la pintura por sobre la escultura y la performance. Quizás, el viento seco y caluroso de Mendoza lo desorientó, lo corrió de la senda de la tradición y lo ubicó junto a otros artistas que dialogan con una suerte de canon contemporáneo ya establecido, pero desde la diferencia, desde el margen. No es Piña el primero que no se suma a la insistencia generalizada de la pintura, otros artistas -como Carlos Herrera y de alguna manera Diego Bianchi- también se inclinaron por la escultura y la performance. En todo caso, lo que habilita la obra de Piña no es pensar una idea de resistencia u oposición a la aprobación de la pintura, sino que permite preguntarse por la imaginería que crece del otro lado de la General Paz, a cientos de kilómetros de esta ciudad, en donde también está Dios, pero nunca atiende.
En la década de los 90, mientras avanzaba la epidemia del VIH/SIDA en la Argentina y el mundo, el pintor Santiago García Sáenz realizó una serie de obras titulada Cristo en los enfermos: fue la manera que encontró para narrar su propio visión sobre la enfermedad y el deterioro, que a la vez era colectiva, ya que sus cristos enfermos eran las personas que morían por causas asociadas al SIDA, en aquellos años en el país. Allí se mostraban imágenes de Jesús internado en distintos escenarios, pasillos de hospital, habitaciones de clínicas y hospitales de campaña instalados en la mitad de la selva misionera. Al igual que este pintor, Piña armó un hospital de campaña para internar sus esculturas: cada una de ellas está separada por una delgada cortina.
En Afecto caníbal, el espectador tiene que “visitar” cada una de estas esculturas, entrar a cada una de las habitaciones de este rudimentario hospital. El espacio que habitan estas piezas es diferente uno del otro: se modifican las luces, los colores de los materiales y los objetos que componen cada obra. Así, se genera una ilusión de cambio de espacio, de desplazamiento. No todas las obras padecen la misma enfermedad y es el espectador el que tiene que ir a reconocer cada uno de esos padecimientos que, en algunos caso, generan que las tripas queden exhibidas.
La relación entre García Sáenz y Piña no se limita únicamente a que ambos artistas apelan a la estética de la tienda de campaña para dar forma a una obra. En ambos casos aparece un particular interés por la religión y la forma en la que esta práctica crea sus imágenes. Con su proyecto Tu remera mi sudario, la imaginería religiosa ya flotaba alrededor de su obra –en esa oportunidad se podía establecer una relación entre la performance que sucedía en la muestra y la imagen de Cristo plasmada en el Santo Sudario–. Si bien, a diferencia de García Sáenz, la pintura es una nota al pie en la obra de Piña, una pequeña fuga del mundo de la performance y la escultura, cuando apela a este formato su práctica vira en gran medida a lo religioso. Entre 2019 y 2020 el artista mendocino pintó una serie de retablos –elemento por demás clásico de las iglesias– en los que se podían ver imágenes vinculadas al mundo cristiano –como diferentes cruces, por ejemplo–, pero también otras como que hacen eco en Afecto caníbal: en una de las pinturas, “La última resaca”, hay una botella cortada de una manera que parece ser un tórax, un corte muy similar al que tiene una de las ollas que conforman la escultura que le da nombre a la exhibición, “Afecto caníbal”.
La religión que profesa Piña es una religión pagana. Su credo es el de la deformación y la monstruosidad. Los cuerpos que aparecen en su universo están trastocados, corrompidos, son industriales y parecería ser que viven enfermos. Sin embargo, no queda del todo claro si este hospital de campaña va a salvar a esos cuerpos de algo o si es, simplemente, un lugar para contener el desastre y exhibir la podredumbre interior.
En Afecto caníbal, el espacio doméstico avanza sobre el cuerpo y viceversa. Lo orgánico y lo biológico se funde con lo industrial y lo artificial. Es difícil precisar el límite entre una cosa y la otra cuando uno mira las obras de Andrés Piña: todo es una prolongación de algo, todos los muebles son un cuerpo y todos los cuerpos son muebles. Lo que propone este artista es un interrogante sobre cómo nos vinculamos con las cosas que nos rodean, con el espacio en el que vivimos. Afecto caníbal puede pensarse como una resaca de las cuarentenas que ocurrieron en todo el mundo con la llegada de la pandemia. En ese entonces, las casas y los objetos se transformaron en extensiones de las personas, a la vez que las personas se convertían en partes de sus casas. Durante meses y meses, todos nos convertimos en muebles y los electrodomésticos en personas porque ahí, en esos dispositivos manufacturados, estaba el placer, el amor, los amigos, las fiestas y las tripas.
Las esculturas de Piña borran los límites, mezclan todo y devuelven imágenes grotescas que podrían ser sacadas de cualquier ficción especulativa, esas que cuentan el fin del mundo. En este sentido, este artista mendocino mantiene implícitamente –tal vez sin darse cuenta– una conversación con la literatura contemporánea, especialmente con aquella que se pregunta por los posibles mundos distópicos que van apareciendo dentro del horizonte de lo posible, gracias al avance del calentamiento global, los ascensos de las derechas en el mundo y la permanente mutación a la que se someten nuestros cuerpos. Por poner un ejemplo, estos objetos/humanos que Piña exhibe en Afecto caníbal podrían estar insertos en las páginas de novelas como Miles de ojos (editorial Caja Negra), del escritor boliviano Maximiliano Barrientos, en donde la Tierra ha sido reducida a un enorme desierto donde las personas se funden con los autos y demás objetos mecánicos para crear seres mitad máquina, mitad humanos.
La producción de Piña, al igual que estas novelas, proponen narrativas del desastre. Lo que vienen a exhibir estas imágenes son el final de las cosas tal como las conocemos y a preparar, tal vez, el inconsciente colectivo para un cambio inminente: eso que está a la vuelta de la esquina, que genera miedo, inquietud e incertidumbre, es el desastre. Y en ese caos todo parecería mezclarse hasta tal punto que es posible imaginar una pileta con riñones o una pared de baño con costillas. Las narrativas del desastre empiezan a aparecer en diferentes disciplinas y la forma de contar el presente se enrarece. Todo es raro en la imaginaría de este artista. Sí. Todo es raro. Andrés Piña, el raro.
Afecto caníbal, de Andrés Piña, se puede visitar en la galería Sendrós (Wenceslao Villafañe 584, La Boca, Ciudad de Buenos Aires) de miércoles a viernes y de 14 a 18 horas. Gratis.