EL CUENTO POR SU AUTOR

“El milagro atroz” (cuento que forma parte de mi libro Nueve versiones de Borges, editado por Gárgola) toma la idea, la estructura y parte del nombre de “El milagro secreto”, el cuento de Jorge Luis Borges publicado por primera vez en la revista Sur en 1943 y un año más tarde en el libro Ficciones. En el cuento de Borges, un escritor checo judío llamado Jaromir Hladík es secuestrado por la Gestapo en marzo de 1939, sentenciado a muerte y ejecutado diez días más tarde. Durante esos agónicos días Hladík multiplica su muerte, al imaginarla repetidas veces a lo largo de cada jornada, y le pide a Dios un deseo: un año más de vida para poder terminar de escribir su obra maestra. Y ese milagro (secreto) finalmente sucede. En mi cuento, el protagonista es un escritor, docente y militante político argentino que el 5 de agosto de 1977 es sacado de su departamento del sur de la ciudad de Buenos Aires por los esbirros de la dictadura cívico militar. El “atroz” del título se lo debo al adjetivo utilizado por Borges en el texto que escribió luego de (tal vez intentando subsanar su antiguo y criticado apoyo a la dictadura argentina) asistir a una de las jornadas del histórico juicio a los comandantes de las Juntas Militares. Borges presenció el testimonio de un obrero gráfico que había estado secuestrado varios años en la Escuela de Mecánica de la Armada, y su texto, titulado “Lunes, 22 de julio de 1985”, comienza así: “He asistido, por primera y última vez, a un juicio oral. Un juicio oral a un hombre que había sufrido unos cuatro años de prisión, de azotes, de vejámenes y de cotidiana tortura. Yo esperaba oír quejas, denuestos y la indignación de la carne humana interminablemente sometida a ese milagro atroz que es el dolor físico. Ocurrió algo distinto. Ocurrió algo peor. El réprobo había entrado enteramente en la rutina de su infierno. Hablaba con simplicidad, casi con indiferencia, de la picana eléctrica, de la represión, de la logística, de los turnos, del calabozo, de las esposas y de los grillos (...)”.


EL MILAGRO ATROZ

La noche del 5 de agosto de 1977, en un departamento del sur de la ciudad de Buenos Aires, Sergio Miravalles, autor de la novela Las turbulencias, de una crónica sobre la masacre de Ezeiza y del libro de cuentos Pleamar, soñó con una larga partida de TEG disputada por su abuela y su mamá en la galería techada de una casa de veraneo. La partida había comenzado varias horas atrás, junto a los primeros rayos de la tormenta; María Eva, su gata siamesa, miraba la lluvia con miedo; Sergio, que en el sueño tenía diez años, salía corriendo hacia la playa y no lograba recordar las siluetas de los países ni el reglamento del TEG. Al llegar a la orilla se despertó. Los estruendos de la lluvia fueron reemplazados por el ruido amenazante de unos pasos en la escalera del edificio. La puerta fue derribada de un golpe.

Manos impiadosas tomaron a Miravalles del pelo y casi desnudo como estaba lo arrastraron hasta el umbral del monoambiente, mientras una multitud de botas lo pateaba en medio de gritos. Sergio sintió algo de alivio cuando lo encerraron en el baúl de un auto; esa sensación, basada en que ya nadie le estaba pegando, enseguida fue deformándose hasta transformarse en terror: si así había sido el primer encuentro con sus captores, ¿qué podía esperar de ahí en adelante? Se acordó de la tarde lluviosa y se preguntó si no se encontraría aún dentro de un sueño que se había tornado pesadilla y recordó una escena de su infancia: un sábado su papá llegó a la casa con una gatita siamesa desde la veterinaria y Sergio, que durante toda la semana anterior le había pedido por favor que la adoptara, acarició con embeleso ese pelaje hermoso y se preguntó en voz alta si eso era verdad o si estaba soñando. Su papá le respondió que todo era real pero que para comprobarlo se pellizcara un brazo. Ahora, treinta y dos años después, al intentar aquel movimiento, Sergio se dio cuenta de que tenía las manos esposadas detrás de la espalda. Entonces no alcanzó a pellizcarse un brazo pero sí la piel de la otra mano: el pinchazo fue tan verdadero como el dolor que lo cubría.

En ese baúl Sergio Miravalles perdió la noción del tiempo. Intentó retener el líquido que pujaba por rebasar su vejiga pero enseguida se dijo que sería inútil: trató de acordarse de la mañana en que no se animó a pedirle permiso a una maestra para ir al baño, y sintió cómo el chorro caliente bajaba por sus piernas. Deseaba que el tiempo se detuviera pero también deseaba ya estar en el día siguiente, quería ya haber sufrido eso que estaba destinado a sufrir. No quería recordar los testimonios de compañeros que habían sobrevivido a situaciones como la suya. Y por unos instantes tuvo una luz de esperanza: tal vez su módica fama literaria lo salvaría de lo peor. Los libros que había publicado en los últimos diez años le habían dado cierto reconocimiento en el ámbito de la literatura. Ese supuesto prestigio, que nunca había buscado y que de alguna manera lo incomodaba, de pronto se convertía en un posible salvavidas: la desaparición del escritor y docente Sergio Miravalles sería una noticia que pronto llegaría a la prensa internacional, y entonces sus captores se verían obligados a liberarlo lo antes posible.

De esa débil magia lo sacaron la frenada del auto y los gritos que se hicieron cada vez más fuertes hasta que el baúl se abrió. Le vendaron los ojos y lo arrastraron por un suelo de pedregullo hasta el frío de lo que imaginó un salón amplio al que lo tiraron como a una bolsa de basura. El suelo estaba congelado y en el aire flotaba un penetrante olor a carne quemada. Le pareció escuchar una serie de gemidos y sollozos ahogados a unos metros de él, y enseguida volvieron a arrastrarlo de los pelos para llevarlo a una habitación en donde terminaron de desnudarlo, lo acostaron sobre el elástico de una cama, lo amarraron con sogas, le tiraron agua desde el cuello hasta las rodillas y le ataron dos cables en los dedos de los pies.

Referir lo que Sergio Miravalles sufrió en aquellas horas y durante los días que siguieron, describir los tormentos físicos y mentales a los que fue sometido por sus verdugos, sería imposible y tal vez improcedente, además de inconducente y obsceno. ¿Cómo describir con fidelidad tal descenso a los infiernos? ¿Cómo dar cuenta con palabras de la bestialidad de aquellos hombres llevados por el odio irracional hacia lo más bajo de la condición humana? Sergio no pronunció nombres ni direcciones durante los tormentos: sabía que no soportaría la idea de que otras y otros pasaran por su culpa por lo mismo que estaba pasando él, y también sabía que dijera lo que dijera seguirían atormentándolo sin piedad, y que en tal caso el dolor por la delación, además de insoportable, sería inútil.

Luego de cada sesión de torturas Sergio era tirado a una suerte de calabozo individual que tenía algo de pozo. Desde ahí, a oscuras aunque lograra correrse la venda de los ojos, solía escuchar gritos y alaridos. A veces creía reconocer alguna voz (la de un compañero, la de una exalumna, la de una amiga, la de su mamá) y entonces deseaba que volvieran a buscarlo a él con tal de no seguir sintiendo semejante martirio.

Aunque a su celda no entraba ni un haz de luz natural, con el tiempo Sergio creyó poder darse cuenta de cuándo era de día y cuándo de noche: descubrió que cuando los alaridos cesaban durante más de un lapso determinado significaba que los miembros de la patota ya habían terminado su horario laboral; después, los guardias nocturnos hablaban sobre los resultados del fútbol del día anterior (entonces Sergio sabía que era lunes), sobre lo que habían hecho sus hijos en la escuela o sobre cualquier cosa de la que pueden charlar dos serenos aburridos; en la mitad de la noche un tren hacía sonar su bocina al llegar a una estación cercana; a partir de ese momento Sergio Miravalles se refugiaba en el tiempo: sabía que hasta que no empezaran a cantar los pájaros del amanecer él sería intocable. Hacía fuerzas para que ese tiempo se alargara hacia la eternidad, pero siempre llegaba el angustiante canto que le anunciaba que la patota de la mañana estaba a punto de volver a trabajar.

Sergio tuvo que aprender a convivir con el sufrimiento y el hambre y con un constante sentimiento de terror. A veces pensaba que no lo hubieran arredrado la horca, la decapitación o el degüello, pero que la idea de morir en una mesa de torturas era intolerable. Aunque después se daba cuenta de que morir sería, en definitiva, una liberación. No creía en Dios pero una vez soñó o imaginó que Dios se le presentaba en ese pozo y le decía que podría concederle dos deseos; Sergio le decía que su deseo más fuerte era morir, pero que también quería, antes de morir, tener unas horas de paz para escribir, aunque sea mentalmente, su último relato: una semblanza o un cuento que partía de la imagen de él mismo caminando por la playa, la imagen con la que estaba soñando la noche en que se lo llevaron de su departamento.

Miravalles había cumplido treinta y ocho años. Fuera de sus amoríos, de algunas amistades y de su pasión por la búsqueda colectiva de la justicia social, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida. Nunca había ansiado el reconocimiento de los lectores ni de otros escritores, y de ninguno de sus libros se sentía demasiado orgulloso. Lo que lo fascinaba de su vínculo con la literatura era la libertad infinita de poder crear universos nuevos sin otras herramientas que su imaginación. Aunque ahora todo eso le parecía hondamente inútil y superficial. ¿Qué valor podía tener la mejor página de su obra al lado de un segundo en ese pozo? ¿Qué podía hacer toda la historia de la literatura frente a los gritos de una mujer en una sala de torturas? Más de una vez deseó no haber escrito nunca nada, no haber aprendido a leer, no haber nacido; muchas veces quiso borrar su memoria hasta transformarse en algo invisible. En momentos más optimistas sentía que lo único que podía salvarlo de la locura era justamente aquello, la literatura, y entonces, aunque le costaba hilvanar las palabras y las frases, intentaba dibujar en su cabeza los trazos de su último relato.

Una noche, mientras se imaginaba de diez años, caminando por la arena mojada, metiéndose en el mar y nadando hasta donde el agua cambiaba de color, Sergio escuchó un ruido nuevo (una detonación, una especie de disparo). Luego de un largo silencio hubo otro disparo y luego otro más, e inmediatamente antes del último, un grito que sonó fuerte y claro: “¡Patria o muerte, venceremos!”. Sergio sintió que ese grito era una despedida y también una afrenta: supo que a ese compañero lo acababan de fusilar y que uno de los próximos fusilados podría ser él. Esa posibilidad lo aterró y lo alivió al mismo tiempo: tal vez Dios existía y había escuchado su deseo; tal vez muy pronto llegaría su liberación.

En eso pensaba cuando escuchó que se abría la puerta del calabozo. Un guardia (¿el mismo muchacho que los domingos a la noche comentaba los resultados de los partidos? ¿el papá cariñoso que hablaba sobre las travesuras de sus hijos en la escuela?) lo levantó de una axila sin preocuparse por acomodarle la venda sobre los ojos, lo sacó de ahí a la rastra y lo llevó por un pasillo mugriento hacia un descampado. Afuera ya no era de noche como había imaginado: la luz cegadora del amanecer le lastimó los ojos acostumbrados a tanta oscuridad.

Dos hombres con ropa de fajina lo miraron con desprecio, sin preocuparse por el hecho de que él pudiera mirarlos a la cara: estaba claro que para ellos Sergio Miravalles (si es que lo identificaban así) ya era un hombre muerto. El guardia lo hizo pararse de espaldas a una pared pintada a la cal. Los fusiladores hablaban entre ellos; Sergio pudo reconocer las voces de la tortura. La inminencia de la muerte lo paralizó. Sintió, de todas maneras, que morir a cielo abierto hubiera sido una liberación para él, un alivio y una fiesta, durante las sesiones de tortura. Dedicó los últimos instantes de su vida a observar la naturaleza que parecía estar redescubriendo: miró las tupidas copas de los árboles a unos cien metros (ya sería primavera), vio la tierra seca y las matas de pasto amarillentas, escuchó el canto de los pájaros que esta vez ya no le anunciaban la tortura, vio o imaginó caminando por ahí a un gato negro y trató de absorber por la nariz todos los olores de esa mañana de, calculó, fines de septiembre.

Al girar el cuello vio que otro guardia paraba a unos cinco metros de él a una mujer joven y baja, o tal vez muy encorvada por el dolor. Ella sí tenía los ojos vendados y, como él, estaba casi desnuda. Sergio intentó mover los labios para decirle algo pero un golpe en la espalda lo obligó al silencio. Uno de los fusiladores apuntó con la escopeta al gato, que ya no era imaginario y huyó despavorido, y después a los pájaros. Miravalles, absurdamente, recordó las vacilaciones preliminares de los fotógrafos y los preparativos de los futbolistas antes de patear un penal. Finalmente los asesinos se posicionaron con firmeza y los apuntaron. Miravalles miró a los ojos a su verdugo. Una inesperada gota de lluvia rozó una de sus sienes y rodó por su mejilla. Una voz gruesa dio la orden final. Sergio quiso dar una última señal de vida y repitió el grito que había escuchado unos minutos antes: “¡Patria o muerte, venceremos!”. Ese grito era una despedida y una afrenta, y también era un modo de hermanarse con su autor original.

Los estruendos simultáneos sonaron en la mañana, Sergio sintió cómo la sangre se congelaba en sus venas.

El universo físico se detuvo.

Las armas seguían apuntándolos, pero los asesinos estaban paralizados. El brazo de su verdugo eternizaba un gesto inconcluso. En el suelo una mosca proyectaba una sombra fija. La brisa de la madrugada ya no soplaba. Miravalles pensó que estaba dentro de un cuadro de Goya. Entonces quiso gritar, mover los dedos de su mano derecha; comprobó que también estaba paralizado. Pensó que ya estaba muerto, o que deliraba. El tiempo se detuvo, se dijo, pero al mismo tiempo se dio cuenta de que en tal caso también se hubiera detenido su pensamiento. Miró con detenimiento las caras de los torturadores; se preguntó si se los habría cruzado en la calle alguna vez; se preguntó cómo acariciarían, con esas mismas manos, a sus mujeres o a sus hijos. Tras un tiempo indeterminado se quedó dormido. Cuando se despertó, todo seguía en el mismo lugar: el sol, la mosca, los verdugos, su compañera de paredón, las balas paralizadas en el aire, la gota de agua en su cara. Pensó que Dios no podía existir pero que sin embargo ahí estaba, cumpliéndole el segundo de los deseos que le había pedido: unos momentos de paz para terminar de escribir su último relato.

Entonces cerró los ojos y se dejó llevar por un largo túnel de luz donde ya no sentía dolor y donde las imágenes y las palabras fluían con una armonía olvidada. Como si estuviera escribiendo mentalmente, Sergio Miravalles se vio saliendo del mar; vio que la lluvia terminaba y que las nubes le daban paso al sol y que su abuela y su mamá charlaban bajo una sombrilla de colores en medio de la playa desierta; escuchó cómo ellas lo llamaban para ofrecerle unas galletitas y un bidón de jugo; después de merendar se metía en el bosque de tamariscos y salía del otro lado dos años más tarde y Marita lo llevaba a tomar un helado y le daba un beso en la comisura de los labios mientras volvían a su casa; vio cómo el tiempo volaba y su papá le daba las llaves del auto para que pasara a buscar a Daniela y cómo junto a ella rasqueteaba las paredes del departamento al que estaban por mudarse y se vio de vuelta soltero tirado boca arriba en el colchón del monoambiente antes de comprar la cama y después tipeando en la máquina de escribir hasta el amanecer y volvió a verse en la época en la que lo llamaban Sergito jugando a la pelota con los amigos del barrio en una tarde interminable y vio cómo volvía a ser verano y aprovechaba que estaba solo para tirarse desnudo sobre las baldosas de la cocina y se vio de más grande saliendo a bailar y a tomar cerveza peinado a la gomina y leyendo novelas y escribiendo sus primeros cuentos y rescatando a Mariela de los palos y los gases lacrimógenes de la policía y haciendo el amor y juntándose en bares a estudiar y a discutir con los compañeros de la facultad y se vio cantando la Marcha con el brazo izquierdo en alto y los dedos en v en la Unidad Básica y en las villas a las que iban a alfabetizar, y el tiempo se movía como un péndulo y olió el parquet de la cancha donde jugaba al básquet a sus doce años, sintió la euforia que le causaba una voz en el teléfono durante el otoño de sus diecisiete, el olor a pañales en el departamento de su prima que fue mamá muy joven, escuchó los tangos que tarareaba su abuelo sentado junto al tocadiscos y se vio asombrándose con la “Cantata de puentes amarillos” que le hizo escuchar Andrea, sintió la mano de su mamá llevándolo al primer día del jardín de infantes, se vio cruzando la calle hacia la vereda del sol en una tarde de invierno, sintió la extrañeza de la primera piel que acarició debajo de una remera y el gusto a chicle del primer beso que dio en una fiesta, acarició la fragilidad de las sábanas de la cama de una chica que enseguida dejó de hablarle, vio a su gata María Eva rayando la puerta de su cuarto, se vio estudiando toda la noche para dar la última materia de la carrera y recibiendo el diploma de manos de su mamá, olió el pasto que rodeaba a un árbol de damascos en el traspatio de la casa de su tía, sintió el sol que le achinaba los ojos en la playa todos los veranos, la espalda salada y los hombros ardidos, los gritos de excitación ante las olas más grandes y ante la velocidad de la bicicleta en una calle en bajada, el sonido casi imperceptible de unos pasos descalzos de mujer acercándosele desde atrás, la exhalación del humo que fumó con su última compañera un atardecer mientras el cielo sobre el mar se volvía anaranjado…

De toda esa magia empezaron a sacarlo el sonido de otro disparo y un dolor punzante en un hombro. La luz anaranjada de aquel sol fue esfumándose de a poco y Sergio se vio tirado de costado sobre la tierra seca, con un hilo de sangre cada vez más ancho saliendo de alguna parte de su cuerpo. Su compañera de paredón acababa de ser rematada: la venda se le había corrido por el impacto y tenía los ojos sin mirada muy abiertos. Un guardia se quejaba de que había manchado la pared y arrastraba el cadáver por las piernas hacia el pasillo. Entonces Sergio comprendió que aquellas imágenes no habían sido parte de un deseo concedido por Dios sino de un mero proceso químico de su mente y de su cuerpo; comprendió que había cruzado la frontera hacia la muerte pero que una fuerza horrorosa lo había traído de vuelta hacia este lado. Una patada en el estómago lo dobló en dos; una patada que terminaba de confirmarle que Dios no existía, una patada acompañada por una voz estruendosa: “!Y a vos no te van a quedar ganas de gritar, subversivo hijo de puta!”.