...escapar. O no precisamente eso. ¡Si yo no he hecho nada malo! Aunque “yo”, acá, no funciona del todo. Tal vez sea mejor el plural de la primera persona, pero entonces se complica porque el “nosotros” suele ser una estructura vacía y peligrosa. Nunca se sabe si es inclusiva o no; entonces, dígame usted: ¿un lugar dónde, para qué?
Lugares como tópicos, tópos, tropos. Ma non troppo, ya que no se trata de un itinerario, ni mucho menos de una oferta turística (ahora sin pre-viaje apunto). Habría que hacer un racconto, ya que andamos por esas proximidades y, dado que, puesto que, diciembre ¿vio? Llega. ¡Y cómo!
Todos estos días huyendo de la gente, al menos de un “ellos”, si se puede decir así. Andar por la calle estudiando la cara de los que pasan, calculando cuántos de ellos, aunque la cuenta está dada. Como si no hubiere un nosotros. El “yo” se disuelve y se evapora, pero, otra vez: ¿dónde ocurre ese cambio de estado? Diría Cortázar en uno de sus cuentos, que es el relato de un sueño: Ahí, pero ¿Dónde? ¿Cómo?
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Uno habla y habla y duele un poco. Habla para reconocerse y busca, a tientas, perderse en el habla compartida con los “semejantes”. Ahí está: ese puede ser un referente más apropiado. Me acuerdo de los lugares a dónde intenté llegar estos días: la voz declamatoria de un librero amigo, él también está buscando algo, no sé si un lugar, más bien, palabras; me lee el comienzo de un cuento de Héctor Murena y otro texto de Leila Guerrero, con sus inflexiones, sus enumeraciones; su voz me lleva al negro infierno de Judas, y a la gravedad cotidiana. Lugares que se superponen al imaginario de un presente duro y un porvenir aun peor, se empastan como una rueda que no gira, y claro, la conclusión llega fácil: no hay salida.
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Entro a un cine en domingo y veo: Hojas de Otoño, la película del director Aki Kaurismäki y, consuelo vano, advierto que todos estamos en busca de ese algo, solos, uno por uno, desde la marginalidad, en la isla, con mucho frío, aunque aquí comienza el verano. Sí, también en Finlandia, mi amigo. O en Polonia, con ese verso de Szymborska: aquí hace tanto frío que los poetas escriben con guantes, salvo cuando la luna les calienta un poquito las manos. Perdón por la traducción libre y prosaica, hecha de memoria. No tengo ganas de buscar el libro y no sé bien si no lo he perdido.
Perdido, perdido, de eso se trata también.
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Y si de nórdicos hablamos “perdido” es lost, que viene de la voz nórdica antigua, lot, figura de la disolución de los ejércitos cuando rompen filas para volver a casa.
¿Perderse es volver a casa? Mi casa está muy lejos, no en un lugar, sino en el tiempo. Anda por los confines de la infancia, ya se sabe. Por eso voy y vengo, regreso con las manos vacías, con un recuerdo escolar apenas y mucha ausencia.
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En esas lecturas me pierdo. Me ciega un destello que reúne la ambición de escapar. Se desarma ante otra línea leída también en la huida: la noción antigua de “ananké”, las redes de nudos a punto de estrecharse, que afloran en cada ocasión de la vida, rodean al ser, al cosmos, se aparecen en la batalla y en la cama. Red que, fatalmente, todo lo atrapa. “Mire, parece decirme Roberto Calasso -a quien evoca la cita anterior y la que sigue- fueron muchos en Grecia los que desconfiaban de los dioses, pero nadie de esa red invisible y más poderosa que ninguna”.
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¿Hacerse invisible? En China, unos científicos crearon una capa de la invisibilidad, como la de Harry Potter. Eso dice una noticia de color en los diarios. No con la magia, sino con la ciencia, usando metamateriales que reflejan la luz e impiden que se vea lo que queda detrás de ellos. Justamente por estos días, alguien me habla de hacerse invisible. Con más gusto, a mi criterio, evoca a Tolkien. “Parece un cuento infantil”, le digo. Y ella me responde: “las cosas más terribles pasan en esos cuentos para niños”.
Me quedo mudo, percibo la inutilidad de la capa, por más china o élfica que sea.
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No se trata de jugar… No estamos con ánimo para juegos, dirá, ¿quién? ¿el lector? La voz del lector que ronda en mi cabeza mientras escribo estas líneas. No vale la pena buscar en la literatura- no ayuda nunca la literatura- las listas de escritores que no han dejado rastros tras de sí, o los que se han perdido en la noche de la historia. Tampoco los personajes de novelas y relatos de esos escritores que me han gustado tanto. Hay poco que esperar de Bartleby y de su resistencia pasiva o del señor Wakefield, que se escondió varios años a unas pocas cuadras de su propio hogar.
Aunque tampoco exageremos. Eso de no creer en la literatura y ser escritor, bueno, es un poco incompatible.
Más vale empujar un libro más, hacer lugar en la biblioteca.
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Pobremente me doy cuenta de que todo esto no conduce a otro final que a la obviedad: no hay dónde escapar. No hay poema, no hay ensayo, ni relato, ni filme, para no decir “redes” (otra vez: ananké), ni nosotros, ni semejantes, ni yoes disolventes que vengan a tender una mano en la difícil parada.
Igual hay que emerger. Salir para empezar de nuevo, para abrazar de otra forma. Decir y saber más, y mucho, y, finalmente, después de andar con la cola entre las piernas, lamiéndose las heridas, encontrarse con uno y con el otro, en el mismo lugar del que es imposible escapar. Porque no vamos a escapar. No podemos, ni vamos a permitirlo.
Nadie nos echará de los libros otra vez. Acá estamos, con los restos, a ver cómo hacemos para armar nuestra nave de Argos.