Los esfuerzos de mis papás porque me guste ir al templo en shabat cuando era chica no dieron sus frutos, y yo detestaba estar en ese lugar donde una maestra jardinera me hacía jugar con otros nenes y colorear imágenes del arca de Noé. Dios me parecía poco amigable; lo de la muerte de los primogénitos no me cerraba y nunca entendí si era un señor, una voz o una planta que se prendía fuego. Como quien dice por el chori y por la coca, yo iba por el jalá y el juguito de manzana que me regalaban al final como premio. Lo que sí envidiaba, como la única chica judía de la escuela, era a mis amigas católicas. Con sus crucifijos de madera colgados al cuello parecían una tribu urbana. Envidiaba su espiritualidad Cris Morena, que tengan madrinas y padrinos, sus rosarios, sus vestidos de comunión, sus navidades menemistas, que todas se llamen “María” y que, cuando juraban, lo hacían con severidad, haciendo el gesto de la cruz en los labios. Una vez le dije a una: “Te juro que no me copié en el examen”, e hice el ‘besito’ con forma de cruz y la otra me corrigió inmediatamente: “¡Camila! Los judíos no juran”.
Mi abuela rápidamente solucionó esa carencia y me enseñó que no necesito saber rezar para invocar a una presencia que se anuncia. Lo que para mis familiares era un problema de salud mental, para mí era un poder divino. Mi abuela Adelia, en su percepción distinta de la realidad, me instruyó con secretos que trascendían lo terrenal, para adentrarse en el orden de lo divino y lo misterioso. En el jardín de mi casa -resguardadas de la mirada adulta y censuradora-, abría por todos lados nuevas puertas de la percepción a través de las palabras mágicas para las flores y las plantas. Ella era una mujer de abalorios, collarcitos y fantasía. Nos recuerdo cantero de las rosas chinas: fue ahí donde ella me enseñó cómo pedir un deseo mientras comíamos unos panchos. Un panadero me rozó la mejilla y me dijo que lo sople pensando, para mis adentros, algo que quería que se me cumpla. “Que no se extingan las ballenas, que no se extingan las ballenas”, pensé. Conjuré. Y soplé.
En ese momento, (ocho años), plena crisis social del 2001, imágenes de represión y hostilidad que me llegaban a través de la TV de tubo, policía montada y el helicóptero, filas en los cajeros, cacerolazos, mi vieja llorando, mi película favorita era El Jorobado de Notre Dame. Esmeralda, básicamente, es una gitana referente de la resistencia popular que, desde la clandestinidad, organiza una revuelta para liberar al pueblo gitano de la opresión dictatorial. Acechada por las fuerzas militares, tras haber desafiado públicamente al tirano de turno, busca refugio en la Catedral de París, que es el único lugar donde no pueden entrar los soldados. En ese momento, al ingresar, mira cómo los burgueses fifí parisinos están orando por bendiciones, gloria, fama y fortuna. Ella, descalza, se acerca a la imagen del niño con la virgen (todo muy evangelizador) y canta: “Creo que no querrás oírme, porque soy gitana. Siempre me hallo marginada, no vivo con virtud (…) Mira mi pueblo, confían en ti. Los marginados te ruegan vivir”.
Esta secuencia tenía algo diferente a todo lo que había visto antes de Disney. No había, como en La Cenicienta, Blancanieves o Pinocho, hadas madrinas y brujas malvadas, gente tocada por la varita mágica a la que le salía todo bien o todo mal. Había un acto de transgresión, no solo al poder político, sino también a la forma normativa de dialogar esa otra presencia mística, desde una espiritualidad plebeya. No era un salto de fe, era una tregua de igual a igual. Un pacto entre el stablishment y la marginalidad; lo profano y lo sagrado; la catedral y la procesión que va por dentro; los talismanes y los rosarios. La vulnerabilidad de una Esmeralda en crisis que, como en la canción de Charly, también estaba buscando un símbolo de paz en medio de la represión y la violencia.
Devociones laterales
Dicen que no hay nadie más creyente que una persona que está en un avión con turbulencias. El filósofo y teólogo entrerriano Rubén Dri señala cómo en los momentos de crisis económicas, institucionales, simbólicas y de representación, crece la búsqueda de fe, sobre todo en los sectores populares. Él ubica, por ejemplo, cómo durante la hiperinflación alfonsinista o en la dictadura, en los que se generó una destrucción muy profunda de los lazos sociales, ciertos espacios colectivos de lucha, como los sindicatos o las organizaciones barriales, perdieron su eficacia narrativa, haciendo que aumente la concurrencia religiosa. La esperanza de un desempleado de conseguir trabajó dejó de depositarse en un sindicato para trasladarse a San Cayetano.
Sin embargo, Dri también señala que, a pesar de que la mayoría de los argentinos creyentes seguramente sean monoteístas y consideren que hay un solo dios, ese dios absoluto, omnipresente, resulta demasiado lejano. Y que, para los problemas más prácticos y cercanos, el pueblo recurre a un panteón de dioses y semidioses que funcionan como puentes para encomendarse a causas más concretas. Estas “fisuras” dentro del proyecto eclesiástico, que busca establecer una sola Iglesia Universal como proyecto político, se manifiestan en este panteón de santos que, como los dioses paganos, responden a distintas facetas de la vida.
Pero, más allá del santoral oficial del stáblishment católico apostólico hegemónico, con su elenco estable de santos y vírgenes impolutos e higienizados, existe en nuestro territorio una subtrama de devociones marginales, que lindan entre la pasión católica y un fervor profano. Figuras espirituales con contradicciones humanas y no canonizadas, que no exigen a sus devotos requisitos morales o pruebas de fe mediadas por la Iglesia. Presencias de sincretismos escurridizos y subalternos que proliferan a las veras de las rutas, los caminos, las estampitas en las billeteras, en santuarios de madera donde se dejan tucas de porro, vino, cigarrillos o whisky y que joden a la Iglesia mainstream por disputarle lugar a los santos bien. Una verdadera batalla cultural en el marco de la espiritualidad normativa y la que está al borde. No por nada durante la dictadura, la iglesia quiso clausurar el santuario de la difunta Correa, la patrona de los camioneros. Una figura difícil de digerir para la curia, ya que no encuentra su correlato en la liturgia católica: es la única madre que, una vez muerta, puede seguir manteniendo a un niño con vida.
Al momento de escribir esta nota, precisamente, hubo un intento del director de Cultura del Senado, que responde a Victoria Villarruel, de remover el cuadro de la Evita Soberana del recinto que lleva su nombre: una imagen donada por el artista Eduardo Gonet que conjuga su impronta militante con la imaginería de una estampita católica. La fascinación histórica que tiene la derecha con la imagen de Eva como santa es significativa.
“Es una forma muy tonta que tenía la Fusiladora de creer que lo que no se podía ver, o no se podía nombrar, desaparecía o se vaciaba de sentido. Como si el pueblo fuese a olvidar lo que pasó con Perón porque no se lo podía nombrar. Creían que con esa operación iban a poder demonizarla. Vos tenés que tener un buen enemigo, si tu enemigo es Maradona, vos o Maradona. Si tu enemigo es un pelotudo, vos sos una pelotuda. ¿Qué hace la derecha siempre? Elige un enemigo para demonizar. En teología se dice que el diablo no pierde por malo, pierde por estúpido. Se pone ansioso, avaro, no le alcanza. Eso son los Mileis, los Macris. ¿Cómo no podemos verlo? ¡Es el emperador desnudo! Un pueblo roto, necesita un líder roto”.
El que habla es el pintor y escultor peronista Roberto Fernández, que recuerda cómo los altares a Santa Evita comenzaron cuando los milicos secuestraron su cuerpo embalsamado. En cada ocasión que lo trasladaban de lugar, los montoneros se acercaban para prenderle velas y hacerle ofrendas: así nació el culto, como un gesto entre lo desafiante y lo devoto. Y sobre todo las velas, como un efecto de luz frente a la oscuridad circundante. Para él, cualquier lugar puede ser un altar, y considera que llevar una estampita en la billetera es como un altar portátil. Su casa-taller está decorada en todos los rincones con imágenes de Pugliese, Carlos Gardel, Seferino Namuncurá, san La Muerte, el Gauchito Gil, las deidades orishas, umbanda y dioses hindúes.
Pero la verdadera reina es Evita, una figura luminosa omnipresente en cada rincón, que lo acompaña desde que nació hace 70 años en Villa Fiorito. Un fervor que, hasta el día de hoy, lo hace llorar hasta las lágrimas cuando habla de ella, a quien considera una santa que marcó la vara moral del peronismo, y que representa la trascendencia suprema de todo lo bueno y lo justo, y la protección de los más vulnerables.
¿Crees que el Gauchito, Santa Evita, San La Muerte, Santa Gilda, forman parte de una misma unidad espiritual?
--¡Todos ellos son lo mismo! La virgen es una sola. Es lo que la gente tiene cerca para pedir. Es la construcción del puente cercano. Lo otro me queda muy lejos. A la iglesia no voy, los curas son todos pedófilos, los evangelistas son unos comerciantes hijos de puta. ¿Qué me quedan? Mis santitos. Mis velas. La unidad es eso. La identidad es eso, es lo que hacemos en la intimidad. Cómo revolvemos el mate. Es algo que nunca nadie nos va a poder sacar.
Frente a las fuerzas represivas del cielo de la patria, la familia y la religión, nuestro santuario popular pagano está conformado por figuras malevas que desafiaron a los órdenes establecidos para consolidares como los ídolos de la peonada. Desde Evita pegándole una patada en el culo a las señoras de la beneficencia, los bandidos rurales anarquistas del siglo 19, Gilda, Rodrigo y el Frente Vital: un ladrón adolescente de la villa de San Francisco, en San Fernando, que se hizo famoso por un icónico atraco a un camión de La Serenisima, que asaltó para repartir entre sus vecinos. Asesinado por la policía a finales de los 90’s y con solo 17 años, su vocación de robar para ayudar a los más vulnerables lo convirtió en una leyenda cuando estaba vivo y en un mito después de muerto: una figura a la que se encomiendan en la actualidad varios ladrones, y a la que le atribuyen robos exitosos y fugas de cárceles.
Pero, si hay un santo que personifica todas esas cualidades, es el gaucho Gil: el mito de un desertor asesinado por la policía que encuentra su correlato con otros símbolos patriotas insurrectos, como el Martín Fierro. Nacido en Corrientes en 1847, era habilidoso en el uso del facón y tenía una mirada fulminante que aterrorizaba a sus enemigos e hipnotizaba a las mujeres. Por negarse a derramar la sangre de sus semejantes, haberse levantado a la esposa de un comisario de la zona y otros actos de rebeldía que protegían a los humildes, era visto como un justiciero popular. Fue el pueblo correntino quien lo protegió y cuidó de las fuerzas militares mientras era buscado. Finalmente, cuando fue capturado y a punto de ser fusilado, nadie se atrevía a ejecutarlo.
Belén Grau es docente, socióloga, Dj y devota del gauchito, una figura que se le apareció en el mundo de la cumbia a través de su maestro de güiro, y que lleva tatuado como forma de agradecimiento.
¿Qué representa el gaucho para vos?
Simboliza mucho más que la fe. Es un gaucho que fue asesinado porque se negó a pelear contra sus hermanos paraguayos en la guerra de la triple alianza y fue perseguido por la policía. Es un símbolo de resistencia. En el mundo de la cumbia, es un gaucho que protege a la noche, como Gilda.
¿Cómo le pedís un deseo al gaucho? ¿Cómo te acercás a él?
No le pido tantos deseos, sino que le pido protección. Es la fe de creer que junto a su compañía y su ayuda las cosas van a salir bien. Por ejemplo, cada vez que tengo una fecha como DJ, lo llevo conmigo. Cuando alguien quiere pedirle un deseo, tiene que dejarle una ofrenda, ya sea un pucho, un porro, un vino y se le prende una vela roja. Y, luego, vos le tenés que cumplir algo, que es como devolverle el favor, que puede ser ir a visitarlo a su santuario, por ejemplo. Cuando estoy en mi casa lo veo, le prendo velas, un sahumerio, cuando paso con el auto por uno de sus santuarios agarro una bandera roja que llevo, como una forma de saludarlo.
Belén no solo es devota del gaucho, que decora las paredes de su barrio, sino también militante: “Siempre le dije al gaucho que cuando vea a alguien que necesite ayuda, que está atravesando una situación difícil, lo voy a compartir. Trato de tener siempre en mi billetera una estampita para regalarla y me encantaría que todos sean amigos de él. No se trata de una creencia religiosa, es más que nada una fe. No podemos olvidarnos que somos latinoamericanos en el fondo y en algo creemos: llámalo ‘sol’, ‘luna’, creer en el cielo… lo que sea…yo creo en el gaucho. Es un muy buen amigo y aliado. Hay que respetarlo, también”.
Como si fuese una mamuschka de creencias, la historia oral cuenta que, cuando quisieron matar al gaucho Gil, las balas lo rozaban porque él era devoto de San la Muerte. Por eso, en los altares del gauchito, entre sus velas rojas, también hay estatuillas de “el santito”, como se conoce popularmente a este patrono.
Marina Ramírez es correntina, como el gauchito. Astróloga, tarotista, vemomante y Consteladora familiar. También trabaja con rituales umbanda, como los que se le dedican a Iemanjá, que es la diosa del mar o a Oshun, la diosa de las aguas dulces, que en Buenos Aires se venera en Quilmes, donde sus seguidores se meten en el río para dejarle ofrendas de flores, perfumes y frutas y pedirle salud, dinero, amor y protección para la familia. Además, tiene una santería y es devota de San la Muerte, a quien considera como “un gran padre” que “ama y apoya a todos sus hijos”, “sobre todo a aquellos que no han econtrado un lugar en la iglesia católica, que fueron estigmatizados, juzgados o marginados, como por ejemplo, en el caso de los delincuentes”. “Muchas trabajadoras sexuales también se consagran a San La Muerte”, explica, “como también muchas personas de la comunidad LGBTIQ. Al santo no le interesa tu orientación sexual, si sos trans, o si sos una puta, -lo digo con mucho amor, no para juzgar-. El Santo acapara justamente un público que la iglesia católica desprecia y por eso tiene tantos devotos”.
Marina entiende el miedo alrededor de este santo: la idea de un esqueleto con los ojos rojos, una guadaña, las velas negras y el imaginario en torno a lo demoníaco contrasta con las imágenes amables de las estampitas de un San Cayetano o San Expédito. Pero él también era un referente popular. Ella sitúa su aparición a pricipios de 1700, en las colonias jesuitas en el territorio guaraní. San La Muerte era un monje que velaba por los más desprotegidos, tenía poderes de curandero y se decía que acompañaba a los guaraníes en los últimos momentos de sus vidas. “Los higienizaba, los curaba y por eso le decían ‘el ángel de la muerte’”. Este moje empezó una tarea de ayuda al prójimo tan profunda, de oración y predicación, que se volvió una figura muy querida y, como suele pasar, fue apresado por la iglesia acusado de practicar ritos paganos. Como forma de protesta, empezó a ayunar. “En ese encierro al final termina muriendo y cuando lo encontraron, eran puros huesitos parados”, comenta Marina. El bastón con el que se sostenía, que se asemeja a la guadaña, y la capa negra, fueron los elementos que le terminaron de conferir su visión espectral.
“Es un santo que te conecta con la energía de la muerte y en una sociedad occidental y tan acelerada como con la que vivimos, nadie quiere acordarse de que se va a morir”, dice Marina. Aún así, asegura que es un santo que puede hacer muchos trabajos, que van desde abrir caminos, pedir por nuevos amores o incluso que te salgan papeles burocráticos. Muchos de sus devotos tallan miniaturas de sus figuras en plomo, madera o hueso. Algunos, incluso, se las incrustan debajo de la piel. Hay quienes dicen que los amuletos del Santito solo sirven si antes los bendice un cura católico que, obviamente, jamás lo haría. Por eso, sus creyentes van a misa y, cuando están por recibir la bendición, ponen antes la imagen del esqueleto, para que el cura la bendiga “de queruza”.
¿Cómo se le pide algo a San La Muerte?
--Por lo general se prenden unas velas a la muerte, blancas y negras, las cuales previamente se lava y se unta con aceite de rosas. Después de ahí se le ofrenda un chupito de whisky, también se le puede ofrendar chocolate. En el caso de que sea un pedido de mayor envergadura, uno le ofrenda un plato de comida que consiste en una chuleta de cerdo, papas, huevos duros y porotos negros, y se lo deja en el altar con la vela y el whisky. En su santuario, en Corrientes, el Santo también recibe joyas, y muchos le dejan cadenitas.
Elijo creer
En tiempos de crisis y desesperación, las devociones arrojan respuestas a preguntas difíciles de responder, habilitan diálogos con lo trascendente y ofrecen posibles soluciones que tienen que ver con el orden de lo milagroso. El mundial del “elijo creer”, en el 2022, con gente congelando naranjas para vencer a Holanda, y los altares peronistas de este año, que buscaban contrarrestrar la energía maligna de las “fuerzas del cielo” de Milei, para transferirle votos a Massa, también abrireron una disputa en el plano de lo espiritual. Más de unx se quedó tranquilo al ver que Cristina, a la asunción de Milei, fue vestida de rojo para ahuyentar las malas vibras envidiosas. Y varios, en el pico de la desesperanza, llegando al balotaje, habrán creído que la lechuga que elije una tortuga puede ser el presagio de la derrota de la ultra derecha en las urnas.
Al igual que como ocurrió en el 2001, las espiritualidades paganas, las ofrendas de velitas y cigarrillos a santos populares, las promesas pidiendo protección frente a los tiempos oscuros de represión, incertidumbre y terror se están multiplicando. Pequeños altarcitos arriba de las heladeras con estampitas de Maradona, Gilda, Evita y velas rojas empiezan a brotar en las cocinas. Conozco a quienes hoy, antes de ir a la marcha por el veinte de diciembre, le hicieron una oración de invocación al gauchito Gil para pedir su compañía. Ahora, tanto en el cielo como en la tierra, cada esfuerzo suma. Como dice la canción de Madonna ‘Como una plegaria’: “La vida es un misterio. Todos deben caminar solos. Escucho que llamas mi nombre, y siento que es como estar en casa”.