Elegir la locación para un centro de meditación Vipassana no es una tarea sencilla. El lugar debe cumplir con ciertas condiciones. En primer lugar, no puede estar dentro de una ciudad, porque el movimiento y el ruido dificultarían seriamente la práctica. A la vez, debe ser accesible para el público: tampoco puede estar perdido en el medio del campo.

Por eso, tras evaluar otras dos opciones en la llanura bonaerense, los responsables de la organización optaron por Brandsen, cerca de las rutas 2, 6 y 215, a pocos kilómetros de la ciudad de La Plata.

La meditación Vipassana es una práctica de veinticinco siglos de antigüedad. Comenzó en el norte de India, de la mano de Siddharta Godama. Tres siglos después, el emperador Ashoka, tras entrar en contacto con la técnica, experimentó una profunda transformación personal. Como ofrenda de gratitud, decidió enviar maestros de meditación en todas las latitudes. Con el correr de los siglos, la práctica se fue degradando y cayendo en desuso en casi todos lados, incluida la India. Pero no en Birmania.

A fines de los años sesenta del siglo pasado, el birmano Goenka era uno de los discípulos más aventajados del maestro Uba Kan. Decidió viajar a India, donde residía su madre, afectada por una enfermedad psicosomática, para enseñarle a meditar.

A partir de ese primer grupo de estudiantes, apenas una docena, el boca a boca no paró nunca, y con él la multiplicación. Hoy miles de personas de todos los continentes practican vipassana. La famosa técnica de mindfulness no es sino una versión en extremo simplificada para occidente de esta milenaria práctica, por el meditador de vipassana estadounidense John Kabat Zinn.

Para aprender, para convertirse en iniciado, hay que realizar un curso de diez días, en condiciones de aislamiento y silencio total, observando un estricto código de disciplina: separación total de hombres y mujeres, voto de silencio y una agenda diaria de actividades regida por els sonido del gong, que empieza a las 4 am.

Dhamma Sukhada abrió su tranquera al público para dictar un curso por primera vez en 2013, pero existen capítulos anteriores. La organización local recibió, años antes, una donación importante de sus mentores internacionales, pero que no alcanzaba para cubrir los costos de la compra del predio y la construcción.

Entonces, las autoridades optaron por comprar una fracción más grande que la necesaria. Cuando el precio de la tierra subió, subdividieron, vendieron y con eso se fondearon para construir dormitorios, cocinas y la sala de meditación, el corazón del centro. La historia confirma una de las máximas del maestro, SN Goenka, según la cual la meditación budista ofrece recompensa y beneficios en esta vida, de manera inmediata. Entre ellas, la claridad mental para tomar decisiones.

Los que adoptan la técnica la practican a diario en sus casas y, si siguen los preceptos, vuelven a tomar un curso cada año. La meditación les aporta dominio de sí mismos, autoconocimiento y paz mental, que de a poco van contagiando a su entorno.

En Brandsen, que sigue teniendo vida de pueblo, la novedad generó una cierta desconfianza inicial. Tal vez, por los ecos del documental “Wild Wild Country”. Producida por Netflix, la docuserie narra los hechos reales de cómo el líder espiritual Osho creó un centro de meditación en un pequeño pueblo de Oregon, EEUU, y junto con sus seguidores lo convirtió en un pequeño caos. Pero Osho y Goenka son, o eran, porque uno falleció en 1990 y el otro en 2012, como el agua y el aceite. Sobre todo, en cuanto a su posición respecto a la moralidad.

La desconfianza inicial fue cediendo, especialmente, gracias a la tarea de taxistas y remiseros, que llevaban y traían a los meditadores, asistentes y profesores, desde la estación hacia Dhamma Sukhada y viceversa. Ellos mismos hicieron de líderes de opinión, al contar al resto de la comunidad que los nuevos vecinos eran gente pacífica y amable. Claro que aportaron lo suyo también. En el centro ríen cada vez que recuerdan que uno instaló que la construcción había sido posible gracias a un aporte económico de… Susana Giménez.

En nuestra región, hay centros de meditación similares en San Pablo y Río de Janeiro. El más reciente, Dhamma Viriya, se abrió en la localidad de Capilla del Señor, provincia de Córdoba. A los centros argentinos llegan estudiantes, nuevos e iniciados, de Uruguay, Chile, Bolivia, Perú y Colombia.

Los centros de todo el mundo son muy similares entre sí en su arquitectura y exactamente iguales en su funcionamiento. Los centros argentinos tienen una particularidad. En la cocina hay un cartel que dice “el mate sólo está permitido en horarios de descanso”.

El cartel se dirige a los “servidores”, palabra con que se designa a los estudiantes antiguos que desean donar (dar dana) parte de su tiempo para el funcionamiento del centro, para que otros tengan la misma oportunidad de aprender que ellos tuvieron.

Gracias a esta política de voluntariado, en una cocina moderna y equipada para alimentar a ochenta comensales, pueden convivir armoniosamente un irlandés mochilero, una aeronavegante en plena crisis con su profesión, un acompañante terapéutico o un estudiante de una universidad del conurbano. 

Toda la actividad se sostiene en base a los aportes voluntarios de dinero, trabajo y tiempo de los practicantes, de manera que el dinero no sea una barrera de acceso.

Con los años, la presencia de Dhamma Sukhada se fue naturalizando hasta volverse parte del paisaje de Brandsen. El pueblo vecino aporta, además de los proveedores, buena cantidad de estudiantes que se acercan, en algunos casos, criollos de bombacha de campo y alpargatas.

La comida es vegetariana, por el precepto de no matar ningún animal. Algunos incorporan estas costumbres a su vida cotidiana, pero no es obligatorio. Recientemente, un meditador detuvo su moto en una parrilla al paso, justo antes de comenzar un curso.

-¿Qué te doy?

-Algo al pan, que salga rápido.

-Vacío.

-Dale.

-No sos de por acá.

-No, voy al centro de meditación.

-Entonces te lo hago bien cargado, porque no vas a comer carne por diez días.